La cultura y la muerte de Dios
Por Terry Eagleton
Lunes 14 de mayo de 2018
El crítico cultural ahonda en su nuevo ensayo, publicado por Paidós, en el pensamiento moderno y la paradoja de la supuesta "carencia de fe" conviviendo con fundamentalismo religioso. El prólogo a un libro que "es menos sobre Dios que sobre la crisis ocasionada por su aparente desaparición".
Por Terry Eagleton.
Todos aquellos que encuentran aburrida, irrelevante u ofensiva la religión no tienen que desalentarse por el título de este libro, que es menos sobre Dios que sobre la crisis ocasionada por su aparente desaparición. Para reconstruir esta cuestión, comienza con el Iluminismo y termina con el surgimiento del islamismo radical y la llamada “guerra contra el terror”. Empiezo mostrando cómo Dios sobrevivió al racionalismo del siglo XVIII y concluyo con su dramática reaparición en nuestra propia época, supuestamente atea. Entre otras cosas, la historia que voy a contar trata sobre el hecho de que el ateísmo no es tan simple como parece.
La religión ha sido una de las formas más potentes de justificación de la soberanía política. Sin duda sería absurdo reducirla a esa función. Si bien ha servido de dócil apología del poder, también ha sido una molestia. Así, Dios ha jugado un rol tan vital en el mantenimiento de la autoridad política que el ocaso de su influencia en un mundo secular no podría ser recibido con ecuanimidad ni siquiera por muchos de aquellos que no han creído en él en lo más mínimo. Desde la razón iluminista hasta el arte modernista, todo un amplio rango de fenómenos se hizo cargo de la tarea de proporcionar formas sustitutas de trascendencia que rellenaran el agujero en el que alguna vez supo estar Dios. Parte de mi argumento es que el más cualificado de todos estos vicarios ha sido la cultura, en el sentido más amplio del término.
Todos estos sustitutos de la religión traían otras cosas entre manos. No han sido meramente formas desplazadas de la divinidad. La religión no ha sobrevivido simplemente adoptando una serie de disfraces ingeniosos, como tampoco se ha secularizado por completo. Así, a pesar del hecho de que el arte, la razón, la cultura tienen una intensa vida propia, también suele recurrirse a ellos para sostener un peso ideológico que invariablemente los desborda. Parte de mi argumento es que ninguno de estos sustitutos de Dios ha sido demasiado plausible. Deshacerse del Todopoderoso ha dado muestras de ser una tarea extremadamente difícil. De hecho, tal vez sea este el aspecto más notable del relato que este libro tiene para contar. Una y otra vez, al menos hasta el advenimiento del posmodernismo, lo que parecía ser un auténtico ateísmo resultaba no serlo.
Otro rasgo que se repite en mi argumento es la capacidad de la religión para unir teoría y práctica, élite y pueblo, espíritu y sentidos, una aptitud que la cultura nunca fue capaz de emular. Este es uno de los varios motivos por los que la religión ha demostrado ser la forma más tenaz y universal de cultura popular, aunque uno no lo sospecharía al hojear tesis universitarias de estudios culturales. La palabra “religión” aparece en dicha literatura con tanta frecuencia como la frase “Debemos proteger los valores de la élite civilizada de las sucias garras del pueblo”. Casi todos los historiadores de la cultura actuales pasan por alto algunas de las creencias y prácticas más vitales de miles de millones de hombres y mujeres simplemente porque no corresponden a su gusto personal. Al mismo tiempo, la mayoría de ellos son fervorosos enemigos de los prejuicios.
Este libro comenzó a tomar vida durante las Firth Lectures de 2012 en la Universidad de Nottingham y quisiera agradecer al profesor Thomas O’Loughlin, que organizó el evento, por ser un anfitrión tan generoso y eficiente. También quiero agradecer a John y Alison Milbank por su amistad y hospitalidad durante mi estadía en Nottingham. Peter Dews y Paul Hamilton leyeron el manuscrito con su habitual agudeza y perspicacia y contribuyeron con algunas sugerencias muy útiles.