Juana Bignozzi: sola y acompañada
Por María Lucesole
Lunes 28 de setiembre de 2020
Por María Lucesole.
Siempre me interpeló la ética y la ideología en la poesía y en el arte. Una combinación, poesía e ideología, que en la contemporaneidad en algunos casos se trata de ocultar con esmero, en otros se esquiva, como si fuera una categoría de otra época, o como si la estética hegemónica en varios momentos de la historia la hubiese ubicado en un lugar marginal o distinto al de “la poesía” a secas. Por otro lado, no es casualidad que siempre que hablamos de ideología o política, hablamos de ideologías y políticas de izquierda. Como si la ausencia de dichos ideales fuera igual a la ausencia de pensamiento político. Por eso para algunxs (no en mi caso) pensar en Paco Urondo o Juan Gelman, por ejemplo, o en Rodolfo Walsh si hablamos de narrativa, es pensar en poetas o escritores militantes, que los ubica en una categoría distinta a la de “poeta” o “escritorx” a secas, la lucha política mezclada con la poesía, que da un resultado en el cual -tantas veces se dijo- lo militante se acrecienta sobre lo estético, volviendo a este último un poco súbdito en la jerarquía de conceptos e intenciones. Tanto es así que la poesía de nuestro país tuvo sus categorías entre las cuales se incluía la de “poesía comprometida” o “poesía política”. Pensando por ejemplo en el grupo “El pan duro”, al que perteneció Juana Bignozzi, y del cual luego fue expulsada; grupo leído en varios ámbitos, incluido el académico, como un colectivo que pone el contenido político por sobre la forma o la estética.
El caso de Juana es particular, porque no hay un grupo o una corriente donde se la pueda encasillar sin que algo no cierre o quede afuera. Imposible fijarla para poder leerla cómodamente en algún canon. Poeta del yo, feminista, poeta política, poeta militante, comunista, anarquista, ¿cómo definirla?
Cuando leí por primera vez a Juana Bignozzi, que fue azarosa o destinadamente, como en general sucede con la poesía que tiene que llegarnos, sentí que por fin encontraba una poeta que representaba todo lo que para mí tenía que tener y ser la poesía. Se convirtió inmediatamente en mi referente, mi faro poético, mi maestra desconocida insuperable e incomparable. Una poeta que hacía un uso del yo distinto a cualquier otro, hablando de sí misma en primera, pero también en tercera persona, como alguien que tiene una autoconsciencia importante; una poeta enemiga de la solemnidad y el sentimentalismo, pero sin ocultar ningún sentimiento, y para quien la poesía es inseparable de la historia y su registro, y ese yo poético, por lo tanto, no puede dejar de ser un sujeto histórico y político. Había en sus poemas una mezcla de coloquialismo, cotidianidad, y posicionamiento que nunca había leído en ningún otro lado. Había llegado a mis manos la poeta con la cual podía por fin identificarme.
El único contacto que tuve con Juana directamente fue por mail. Me dijeron que ella quería publicar unos poemas en la revista de poesía que codirijo, Campotraviesa. Le escribí y le pasé varios números anteriores en pdf para que leyera. Si hay algo que siempre traté de sostener en la revista fue la coherencia ética e ideológica, sin por eso volvernos una revista de bajada política, o partidaria -además de haber acordado entre las cinco personas que éramos al principio, y las diez que somos ahora, que la revista debería mantenerse lejos del academicismo y la idea de corrientes poéticas que siempre me parecieron empobrecedoras-. Juana me respondió, luego de haber leído los números anteriores y de haber sido ella la que quería que la publiquemos en Campotraviesa, que finalmente había cambiado de idea y prefería que no la incluyéramos. Si ya había una admiración de mi parte por esta poeta, creció aún más con ese mail de rechazo. Claro que había contradicciones en nuestra revista, por más intentos de no contradecirnos ideológicamente, con la respuesta de Juana me quedó claro. Y reafirmé mi lectura sobre ella: la de una poeta sin una contradicción, imposible encontrar en su recorrido una mancha que refute alguno de sus versos. Más allá de la construcción ficcional de un yo poético, o la idea de que vida y poesía son inseparables; entre la vida (pública) de Juana y su poesía no hay fisura posible.
Ahora leo Novísimos, su último libro, en el cual, como siempre hizo en todos las etapas de su vida, se encarga de autoanalizar su yo parado en la historia, el yo de su juventud (con el cual brinda en este libro, orgullosa), y también en este caso, el yo que dejará cuando muera, pensando cómo los jóvenes la ven, haciéndose cargo de que el lugar en el que se la lea cuando ya no esté estará designado por ella misma, que fue fiel a cada pensamiento e idea durante su vida y que, por lo tanto, se posicionó a sí misma en la historia, en vida y en muerte. Además de este posicionamiento como referente poética agradece a su vez la compañía que tantos amigxs y poetas de otras generaciones le ofrecieron hasta sus últimos días, a ella, una poeta sociable que nunca dejó de estar sola entre la gente, porque nunca se hubiese permitido formar parte de la moda, de la burla de la historia, la liviandad de quienes no se responsabilizan del contexto sociopolítico.
“¿La lucidez es el desamparo?”, se pregunta en un poema, quien por su propia lucidez -palabra que se repite más de diez veces en su último libro-, se exilió treinta años en España, y cuando volvió sintió que no había regresado, porque el regreso no existe, porque, como ella dice, su única patria posible es el desasosiego. La lucidez que se adjudica a sí misma es la misma con la que reprocha y exige al mundo, la de quien no puede darse el lujo de mirar para otro lado, hacerse la desentendida.
La lucidez es desamparo y es también soledad. La soledad de quien puede estar siempre acompañadx, pero llevando una tempestuosa luz en el fondo que por más compañía que haya no se apagará nunca.