Josefina Ludmer por María Sonia Cristoff
Performativa
Lunes 13 de noviembre de 2017
"Siempre fue una irreverente. Incluso en los últimos años de su vida, cuando empecé a verla de cerca, nos proponía todo el tiempo proyectos en los que, cualquier fuera el trazado, en el final todo quedaba patas para arriba": la autora de Inclúyanme afuera y su homenaje a Ludmer en el último Filba.
Un día del último febrero recibí un mensaje en el que Fernando Alcalde, el hijo de Josefina, me pedía si por favor podía devolverle un libro que me había prestado hacía tiempo, y si podía devolvérselo ya. No lo dijo con ese tono en lo más mínimo, pero esa era la cronología, la urgencia. Contesté que sí de inmediato, un poco por la culpa que me daba el libro no devuelto, gesto en el que siempre acecha el robo por omisión y, sobre todo, contesté que sí de inmediato por el impacto que me produjo recibir un mensaje que daba por sentado que yo estaba en Buenos Aires, en el barrio, cuando en realidad hacía meses que vivía en otro lado, cuando justo ese día de febrero estaba pasando por solo cuarenta y ocho horas, y pasando como quien hace un acto mecánico que ni siquiera planea registrar. A la media hora, sonó el timbre y bajé con esa impresión de irrealidad que genera hacer algo en un lugar donde se supone que uno no está. Llevaba en la mano The Vanishing, que podría traducir acá por Los que desaparecen, Los que se esfuman, un libro de un autor holandés que Fernando me había prestado porque en algún momento muy fugaz habíamos planeado hacer juntos una película acerca de una obsesión en común: saber qué pasa con esas personas que un día se esfuman sin dejar rastros. Que no es lo mismo, desde ya, que aquellas personas que desaparecen después de un operativo ejecutado por fuerzas represivas del Estado.
Pero volviendo a aquel día de febrero, me acuerdo que llovía. Lo que no me acuerdo es si fue ahí, en la vereda lluviosa, o antes, cuando bajaba las escaleras, que pensé que justo ese día hacía exactamente dos meses que Josefina había muerto. Era la primera vez desde entonces que yo veía a su hijo, que a su vez era la persona que había estado más próximo a ella en los últimos días, y entonces por eso, y por cómo se habían dado las cosas, también ese día en el que supuestamente yo no estaba en Buenos Aires era la primera vez que participaba de algo parecido a un ritual de despedida de Josefina. No la mencioné, sin embargo. Le pregunté a Fernando cómo lo estaba tratando el verano. Me contó que había hecho un viaje en el tren que cruza la Patagonia de Este a Oeste, el tren que cruza la llamada línea sur. Hablamos de lo que ocurre en esos parajes perdidos, del tiempo elástico que se ve por la ventanilla, de la meseta circundante en la que habían visto por última vez al chico, Rodrigo Hredil su nombre, que hubiese sido eje central en la película que no haríamos. Como detalle, Fernando agregó que, en ese viaje, además, había llevado las cenizas de su madre. ¿Al bosque? Pregunté. Sí ¿A la Patagonia? Sí. A la cordillera? Sí. Ella se lo había pedido, agregó rápido esta vez, supongo que para clausurar mi catarata de preguntas, para amortiguar la violencia del interrogatorio aunque fuera en clave incrédula. No hablamos mucho más que eso. Al rato, mientras volvía a subir las escaleras de mi casa, pensé que se trataba de otra de las formas en las que Josefina, a quien yo asociaba con la urbanidad más rutilante, e incluso con ciudades concretas que en ningún caso suponían las del Sur, seguía desconcertándonos. Porque precisamente eso, desconcierto, es una de las tantas cosas que su agudeza crítica había sabido generar y, tan evidente como literalmente, seguía generando.
A la mañana siguiente, un poco por eso, otro poco por el componente onírico de la escena, lo primero que hice al levantarme fue ir hasta la biblioteca para asegurarme de que el ejemplar de The Vanishing no siguiera estando ahí. La sospecha me hizo descubrir que, vaya a saber por qué, pegado al ejemplar que en efecto había devuelto el día anterior, pegado entonces ahora al hueco dejado en el estante por el que ya no estaba, el que se había esfumado, había un ejemplar del Caminar sobre hielo de Herzog, un ejemplar en inglés, Of Walking in Ice el título, que un amigo, gran lector, me había regalado hacía años. Me puse a hojearlo primero, a releerlo después por la pura fuerza de atracción que genera cualquier página de ese libro y así fue que me enteré, o que me acordé, de que Lotte Eisner, la gran crítica de cine a la que Herzog intenta salvarle la vida con esa caminata que hace desde Munich a París en pleno invierno del ’74, un pie detrás del otro como quien enuncia por lo bajo un conjuro contra el diagnóstico de muerte inminente que los médicos le acababan de dar a su amiga, me enteré o me acordé, decía, de que Lotte Eisner, que finalmente murió muchos años después, también había pedido que sus cenizas fueran esparcidas en el bosque. Se me apareció entonces en la cabeza el dibujo de un mapa, un gran mapamundi, o al menos lo suficientemente grande como para albergar un bosque patagónico por un lado y un bosque alemán por el otro, y allí, fulgurantes en cada uno de esos territorios, las figuras de dos críticas que no solo habían escrito libros cruciales, etcetc, sino que habían funcionado como faros.
Y se me apareció también, en ese mismo instante, tal vez llevada por la luminosidad de los faros, la mirada de Josefina, esa invitación a hacer-algo-distinto-ya que tenía a la altura de los ojos, hacer algo que nos capture y nos transforme y nos divierta, una invitación a subvertir, a trastocarlo todo, a olvidarnos del aburrimiento generalizado. Creo que uno de los mayores logros de Josefina fue que nada de lo complicado que trae la vida, ni el cansancio, ni los pesares ni los dolores ni los demás etcéteras, nada de eso le quitara esa invitación cómplice en la mirada. Esa mirada que era, además, terriblemente performativa, capaz de instigar a la acción quiero decir, se instaló ese día. Como que me seguía. Como en esa película de Woody Allen en la que hay una madre que mira, enorme, constante, desde el cielo. En un momento me pareció demasiado. Lamento no ser Herzog, Josefina, le dije, lamento no haber podido pensar en ninguna acción heroica para alargarte la vida. Igual seguía ahí la mirada. Imperturbable, o incluso más luminosa todavía. Ni siquiera fui tu discípula, Josefina, le dije en otro momento, acordate, acordate que cuando vos dabas esas clases magistrales allá en lo alto, si es que había tal cosa como allá en lo alto en Filo, yo no era parte de tu grupo rutilante de cátedra, sino apenas una chica recién llegada de un pueblo que se perdía entre la multitud para escucharte. Basta con esa mirada instigadora entonces, Josefina. Pero nada, seguía ahí, fantásticamente imperturbable. Siempre fue una irreverente. Incluso en los últimos años de su vida, cuando empecé a verla de cerca, nos proponía todo el tiempo proyectos en los que, cualquier fuera el trazado, en el final todo quedaba patas para arriba. Patas para arriba, precisamente, está Herzog en la foto de tapa de su libro en versión inglesa, porque la foto lo toma haciendo una vuelta carnero en el aire, tal el poder transformador de la caminata también en él. Pero no soy Herzog, insistía yo. Josefina seguía ahí, instigadora. Se me volvieron de pronto muy presentes entonces, casi tanto como su imagen, las conversaciones que solíamos tener. Basta de representación, hay que pasar a la acción, volvía a decirme, a decirnos. Basta de frases bellas, basta de autonomía sin fisuras, basta de realismo, insistía. Y fue precisamente ahí, en una de esas conversaciones, cuando su cara omnipresente se focalizó primero en la luminosidad de su mirada y después, como en una película de ciencia ficción, género del que nunca hablé con Josefina, ahora que lo pienso, se convirtió en un cono de luz que me devolvió al mapa, al mapa aquel que se me había aparecido antes, antes de su cara, uno en el que las cenizas fulgurantes conectan dos bosques y a la vez miles de palabras y de discursos y de textos, y así fue que aquel proyecto en el que yo intentaba avanzar en este último febrero, uno que no terminaba de armarse, tomó de pronto la forma de un mapa psicogeográfico, uno en la línea de los que planteaban los situacionistas que también, como Josefina, supieron ejercer con agudeza el sentido crítico, un mapa que le daba una dirección muy clara a un tema que hasta entonces me había parecido inabordable y entonces, a la vez que el proyecto se iba armando, el cono de luz se iba transformando en un punto radiante que mermaba, una luz cada vez más tenue ya, más y más, y que, antes de apagarse del todo, me dijo chau. Al menos por ahora.