Historias en la nieve falsa
Agite y lea
Jueves 26 de enero de 2017
"Basta una leve sacudida para que escamas de vaya a saberse qué material caigan como copos sobre una escenografía de cabaña boscosa, un muñeco de nieve, Papá Noel, la Virgen María o lo que a mano tengan los chinos".
Por Luis Sagasti.
En la exposición universal de París de 1878, junto al teléfono de Bell, un tocadiscos de Edison y el tradicional zoológico humano (400 indios de todas partes en esta ocasión) también se exhibió por primera vez una de las llamadas bolas de nieve. Se trata de esas esferas transparentes llenas de agua o líquido semejante a las que basta una leve sacudida para que escamas de vaya a saberse qué material caigan como copos sobre una escenografía de cabaña boscosa, un muñeco de nieve, Papá Noel, la Virgen María o lo que a mano tengan los chinos. Estas bolas resultaron el suvenir más vendido en la siguiente exposición de Paris, la que celebraba el centenario de la Revolución, acaso porque al agitarlas se hace caer una sanción de nieve sobre la extravagante torre construida por ingeniero Eiffel.
En Bahía Blanca en los años setenta, antes de la dictadura, vendían una bola de nieve de ambiente otoñal que se volvía invierno al agitarla; entonces la nieve caía sobre una cabaña de troncos, por una de sus ventanas, hasta donde la nieve flotante dejaba ver, podía distinguirse frente a un hogar encendido a un abuelo rodeado de nietos. Eran dos los chicos. Una mujer, la madre tal vez, acunaba entre sus brazos a un bebé. El abuelo contaba historias. La cara de fascinación y asombro de los chicos, ojos como huevos, sonrisa absorta. El abuelo contaba la historia de una condesa, o duquesa, ya ni ella siquiera se acordaba, que se encontraba en su cama, vencida por los años, tapada hasta las orejas. Era el día de su cumpleaños. Durante la mañana había recibido la visita de hijos y nietos. En un momento había quedado sola. Eran ya más de las ocho de la noche. Se preparaba una gran cena. Seguramente gulash, como en cada cumpleaños. Afuera nevaba en forma muy tenue. Se puso a recordar. En verdad a esa edad, la abuela tendría mucho más de ochenta años, es casi la única actividad que la cabeza cumple con ganas. La abuela recordaba sus cumpleaños. De adelante para atrás. De los últimos apenas sí se le presentaba siempre la misma escena, pero los primeros cumpleaños aparecían tan luminosos. La condesa tenía tres amigos de su misma edad, contaba el abuelo, pero no de su clase social. Dos eran hermanos, los hijos de uno de los servidores de la casa. El padre del tercero era leñador. Pues resulta que a ninguno de los tres pudo invitar a jugar a sus cumpleaños; nunca. Por eso el día antes, la condesa jugaba con sus amigos y en secreto festejaban los cumpleaños de todos. Esa noche, la condesa, en la cama, mientras abajo preparaban el gulash, recordaba esos primeros cumpleaños, los de la víspera del verdadero, aunque para ella esos eran los verdaderos. La condesa miró por la ventana de su cuarto y vio afuera en la nieve a sus amigos de la infancia. Preparaban un fuego. El hijo del leñador parecía asar algo sostenido de un palito. Un pájaro, quizás. Los otros dos llamaron a la condesa con las manos. Afuera de la habitación se escuchaban los preparativos de las cena. Había risas, continuó el abuelo. Los nietos ni movían la cabeza. La madre acaba de darle la teta al menor y sonreía. Ella podía contar el cuento palabra por palabra. No faltaba mucho, a decir verdad. Pero en ese momento la nieve dejaba de caer en la bola y había que sacudir muy leve para continuar la historia, cuando uno lo hacía, volvía a comenzar otra vez.