Henning Mankell: el legado del ángel impuro
Ph | Sara Appelgren
La obra póstuma del novelista sueco
Lunes 03 de abril de 2017
Christian Kupchik parte de la novela póstuma de Henning Mankell, "una carta de despedida conmovedora", y hace un recorrido por la obra y vida de ese escritor, nacido en Estocolmo. Además, una de las historias que le dejó en una entrevista, en su última visita a Buenos Aires.
Por Christian Kupchik.
Fredrik Welin despierta en su casa, la única de la isla donde vive, asfixiado por un repentino calor. No tendrá tiempo de averiguar nada: el fuego lo está consumiendo todo, la casa que construyó su abuelo junto a su pasado completo. Sólo alcanzará a manotear su impermeable y calzarse un par de botas de lluvia, verdes, de goma, casi un signo de identidad para la gente del archipiélago. Huye del infierno como puede. Ni siquiera como puede: con manifiesta incomodidad. Las dos botas pertenecen al pie izquierdo. Pero eso lo entenderá después. En un primer momento, sólo se concentra en ver cómo se quema toda su vida sin poder hacer más nada.
Este es el punto de partida de Botas de lluvia suecas (Svenska gummistövlar, 2015), la novela póstuma de Henning Mankell, una carta de despedida conmovedora. Un adiós seco y a la vez lleno de ternura, que desenmascara la fragilidad de la vida con una profundidad poco común. De todos sus personajes, Welin quizá sea quien más se parece a Mankell. Ya se había hecho presente en Zapatos italianos (2006), una de las mejores producciones de toda su obra, incluyendo las del ciclo Wallander. En aquella novela, Welin había dejado su práctica como médico para instalarse en la isla que heredó de su abuelo, rodeado por la más absoluta soledad. Entonces, un día de invierno vio llegar caminando por el hielo con un andador a Harriet, su ex mujer, gravemente enferma. Antes de partir, ella le revelará su secreto mejor guardado: Louise, una mujer que ya pasó los treinta, hija de ambos. A la hora del fuego, Welin es un hombre duro que se encuentra en el crepúsculo de su vida, ya cercano a los setenta años, pero aún con alguna expectativa. Por ejemplo, las que alimenta con Lisa, una periodista casi tres décadas menor, que ante cada avance del hombre le advierte sin rechazarlo del todo: “Pero no esperes nada”. Fredrik lo acepta, aún sabiendo que no es mucho el tiempo con que cuenta para esperar. Ya no hay esperas. Y sin embargo él las alienta.
Ante un imprevisto de Louise, viaja a París para rescatarla de un grave problema y, a la vez, rescatarse: vuelve a los lugares donde vivió de joven. Él y Mankell, porque coinciden sus biografías en ese punto. Y quizás en muchos otros. Henning y Fredrik. Hay tipos así, aunque cueste encontrarlos. Hombres cuyas vidas son gemelas a la de esos barcos mercantes con nombres encantados; vidas como navíos que surcan los mares con un aura cansina y sin mayor ambición que la de perderse de vista. Hombres de voz mineral y manos áridas, que sin embargo seducen el aire que tocan. Un tipo así, por caso, fue Henning Mankell (Estocolmo, 1948-2015). Cuando tenía nueve años, camino a la escuela una gélida mañana de invierno, lo sorprendió una revelación que le cayó con la fuerza de un rayo eléctrico: “Yo soy yo y ningún otro. Yo soy yo”. Esta certeza inesperada ya no se le borró. Por supuesto, fue otro, muchos otros, sin dejar nunca de ser él.
En el otoño que enciende el fuego del final, Fredrik va y viene desde su isla al pueblo que lo espera en el continente, un viaje ininterrumpido entre presente y pasado. En el camino, Mankell enciende algunas luces sobre las brumosas reflexiones que le permiten las pausas que deja su tratamiento (escribió este libro en pleno proceso de quimioterapia). De allí que no sorprendan las constantes referencias sobre el fin, al que nunca había visto tan de cerca. “La muerte es una anarquista incurable. No sigue leyes ni reglas. No se entiende nunca”, afirma Fredrik. Por momentos hay tristeza, sí, pero nunca resignación. Mankell permite que la fuerza del relato guie al lector por entre la maraña de sus obsesiones, y cuando se asume como pasajero de la oscuridad surge de pronto esa plácida lucidez, como una boya marina que expresa al reposado equilibrio. Mankell es más preciso en la descripción de la emotividad que afinando paisajes y lo describe con afectos, con marcas sutiles, con breves impresiones que señalan las constantes del conflicto: el grito “extranjeros” pronunciado en la soledad de una casa fría y abandonada; las sombras de la infancia; las hachas; el alcohol que se consume en silencio y sin desesperación; las barcas abandonadas; los secretos; un pasado nazi o un par de zapatos.
El 16 de diciembre de 2013 Mankell sufrió un accidente en su auto. El día de Navidad despertó con lo que pensó era una tortícolis, y en las jornadas sucesivas el dolor se extendió de manera extraña. El 8 de enero de 2014, una mañana fría, fue al hospital y tras unas radiografías le diagnosticaron un tumor cancerígeno en el pulmón izquierdo con metástasis en la nuca. Al salir del hospital vio a una niña saltando feliz sobre un montículo de nieve y al instante supo que iba a hacer lo mismo que ella: seguir saltando como lo hacía durante su infancia en un pueblo perdido en el norte de Suecia. Esa fue la idea que se le ocurrió para enfrentar la enfermedad. Debía contar ese duelo con la muerte desde la perspectiva de la vida.
El primer libro donde acometió esta idea fue Arenas movedizas (2015), una obra donde la vida es una suerte de rompecabezas con historias que se entretejen en torno al porvenir de una persona. Como era de esperarse, el proceso no fue sencillo. Durante un período de diez días y diez noches debió luchar contra el temor a quedar inmovilizado por el miedo que lo amenazaba con destruir toda su capacidad de resistencia. Mankell refiere a la “lucha silenciosa para sobrevivir a las arenas movedizas.” Tras superar el impulso de rendirse, comenzó a leer libros sobre pantanos y descubrió así que el relato sobre esas masas de arena capaces de arrastrar consigo a un hombre y matarlo, era un mito: “Todas esas historias que se cuentan y lo que describen son una invención.”
El sueco que encontraba en el rostro de su mujer “el paisaje más hermoso de la Tierra”, Mankell digo, esa suerte de Elmer Gruñón entrañable, el “ángel impuro”, vino a descubrir que la mejor invención está en la vida. Por eso, la realidad tenía para él más de un significado. Y allí está la razón por la cual nos legó estas “botas de lluvia suecas para atravesar las arenas movedizas”: con ellas no nos hundiremos, siempre y cuando contemos con una buena historia. Unos años antes, en Buenos Aires, Henning Mankell se animó a compartir una de ellas, una simple y sabia, que no se borrará jamás.
“Sólo puedo obsequiar relatos, de modo que aquí va uno absolutamente real”, nos dijo. “Hace un tiempo, me encontré en una isla situada frente a Maputo y cuando caminaba por la playa vi un grupo de niños, algunos casi adolescentes, jugando por allí. Al divisarme, comenzaron a seguirme y a hablarme. Poco a poco se fueron yendo, hasta que quedó uno caminando conmigo. Era un chico de color, muy delgado y bello. Al cabo de un rato de andar en silencio, me preguntó: ‘Cuando un hombre y una mujer se besan, ¿quién cierra los ojos primero?’ Quedé desconcertado por su inquietud, y lo primero que se me ocurrió fue una respuesta de compromiso: ‘No importa eso, lo importante es que los dos tengan deseos de besarse’. El pareció aceptar esa contestación, pero no lo vi del todo convencido. Y a decir verdad, yo tampoco lo estaba. De modo que en un bar del pueblo, conté la anécdota, en busca de alguna luz sobre los motivos de la pregunta. Todos rieron, hasta que uno se apiadó de mí y me dijo: ‘Ocurre que en nuestra cultura no existe la tradición de expresar el afecto mediante un beso. Eso los niños lo habrán visto en el cine’. Al salir de allí caminé un poco pensando en esto, y vi un cartel, no recuerdo si de Nokia o de Ericsson, que decía: ‘Nokia (o Ericsson) nos comunica mejor. Nokia (o Ericsson) nos une a todos’. Sí, esa leyenda se podía leer en una isla africana, frente a la costa de Mozambique. Que nos comunique mejor, es posible. Que nos une a todos, de ninguna manera. A fin de cuentas, cuando un hombre y una mujer se besan, ¿quién cierra los ojos primero?”.