Habla Aira
Viernes 16 de enero de 2015
Las entrevistas que César Aira da en el extranjero dan nuevas luces para comprender la manera en que piensa la literatura y cómo se piensa como escritor.
Desde hace años, César Aira no da entrevistas en Argentina. Recordamos una nota excelente que le hizo Hinde Pomeraniec a fines de 1991, una polémica con Saer hace unos diez años y no mucho más. Pero, tal vez por las obligaciones que imponen los viajes, Aira no se comporta en el extranjero como lo hace en el país y concede algunas pocas entrevistas. El caso más paradójico es la que le dio a ADN, el suplemento cultural de La Nación… en México. En este artículo armamos una composición de respuestas de César Aira en diferentes entrevistas que ha dado a medios internacionales (al final las referencias de donde fueron publicadas) en los últimos años.
Habla Aira
Soy de los raros escritores a los que les gusta escribir. He notado que hay muchos escritores que quieren ser escritores, quieren seguir siendo escritores por los beneficios sociales que representa ser un escritor, pero en realidad no les gusta el trabajo de escribir y cada diez años hacen el esfuerzo para seguir manteniendo el carnet de escritor y hacen el sacrificio de escribir un libro. No es mi caso. Yo escribo todos los días por placer, porque es lo que me gusta. Y aunque escribo muy poco, escribo todos los días y el año tiene muchos días, así que al cabo de un año tengo escritas 300 o 400 páginas que en mi caso signfica 3 o 4 libros.
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Sí, a veces llego a publicar cuatro libros en un año, pero uno tiene 14 páginas, el otro 80 y alguno llega a las cien, o las pasa. Es mucho menos de lo que escribe cualquier periodista con una columna semanal. Yo escribo muy lento, media paginita por día. Escribo a mano. Y escribo en un café; todas las mañanas hago mi horita de escritura y tengo todo un fetichismo de lapiceras, cuadernos, papeles. Me gusta eso.
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No me gustan los escritores que no escriben. Hay gente que necesita tener carné de escritor, porque eso les sirve para moverse socialmente, pero lamentablemente para eso necesitan escribir y eso no les gusta. No tengo nada contra Rulfo, salvo considerarlo un escritor bastante mediocre, pero eso son opiniones y gustos personales que no le impongo a nadie.
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Empiezo a escribir cuando tengo una idea, cuando algo me sugiere que voy a poder escribir y, a partir de ahí, hay algo mágico —bah, mágico es demasiado decir— pero a medida que empiezo a escribir empiezan a surgir las ideas, empiezo a poder escribir. He pensado muchas veces que soy escritor solamente cuando escribo. Nunca puedo pensar lo que voy a escribir, apenas una idea de comienzo, de génesis. Y a partir de ahí el trabajo mismo me va llevando a la creación.
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Los argentinos tenemos ese precedente que fue Borges, que decía que estaba más orgulloso de los libros que había leído que de los libros que había escrito. En cierto modo es mi caso. No en el sentido del orgullo sino del placer, el placer que he obtenido de la literatura he querido no abandonarlo. He querido seguir siendo un lector escribiendo.
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Empecé leyendo, como todos los chicos, libros de aventuras. Los de Salgari eran mis favoritos con Las aventuras de Sandokán y los tigres de la Malasia, pero esas lecturas iban directamente, como toda lectura de chico, al contenido, a identificarse con los piratas, con los cowboys o con lo que sea. Con Borges, a quien leí a los 14 o 15 años, descubrí que había otro nivel, una cosa formal, algo más allá del mero contenido de la aventura, de la historia. En realidad otro autor que tuvo mucha importancia en mi adolescencia es un escritor que no podría ser más distinto de Borges: César Vallejo, de quien leí Trilce cuando tenía también 14 o 15 años. Fue una revelación de algo muy infantil, a los niños les gusta mucho las palabras que no entienden, las palabras difíciles. En Trilce, empezando por el título, todo ese libro es un enigma y allí descubrí y vi con apasionamiento cómo la literatura podía ser enigma, algo misterioso, algo en lo que costaba entrar. Borges es todo lo contrario, es cristalino, es un juego de la inteligencia; César Vallejo es pasión plástica del lenguaje.
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Tener un gran escritor en una nación, un escritor realmente grande, es un enorme beneficio para todos los escritores, porque un escritor como Borges marca una línea de exigencia. Yo siendo argentino no puedo escribir tan mal. Tengo que hacer un esfuerzo por ponerme a la altura de ese nivel de honestidad intelectual, de exigencia intelectual que puso Borges. En ese sentido, tener uno de esos escritores es una bendición para un país y creo que es cierto que todos nosotros, mis colegas argentinos escritores, pensamos en Borges cuando estamos escribiendo. Pero es bueno pensar en algo así porque nos da una responsabilidad. No podemos hacer cualquier cosa. Aunque a veces yo la he hecho, lamentablemente.
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Hay dos cosas que he tratado de evitar —no siempre. Una es la primera persona, porque la primera persona es una facilidad. El discurso se arma por sí mismo cuando uno está hablando en primera persona. Escribir en tercera persona es de una perspectiva, es mucho más difícil y siempre me pareció que había que hacer el esfuerzo de contar algo. Como Sherezade contándole al sultán sus cuentos: no hablaba de ella, no decía “Yo fui a una isla”. Así me gusta que sean las historias. Mi modelo, en realidad, son los cuentos de hadas: “Había una vez”. No: “Yo una vez”. Y otra cosa que sí evito sistemáticamente es escribir en tiempo presente. Ahora se ha popularizado muchísimo, prácticamente 9 de cada 10 novelas o libros de cuentos que se publican en la Argentina están escritos con los verbos en tiempo presente. Lo que me parece que es un signo de los tiempos. Nosotros antes incorporábamos la idea de lo que era un relato leyendo. Los libros están escritos en pasado: “Había una vez… pasó esto, pasó aquello…” Hoy día los jóvenes, con este crecimiento de la cultura audiovisual, se hacen una idea del relato, de la narración, in presentia: es lo que están viendo, la película. Entonces, naturalmente que sale escribir en presente. Me parece que desmerece muchísimo el relato, lo achata, le hace perder perspectiva.
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“Cuentos de hadas dadaístas”. Buscando una definición más o menos adecuada encontré esa: cuentos de hadas porque lo que hago yo es dejar volar la imaginación, la fantasía, y dadaístas porque es un modo de referirse a la imaginación desbocada, a la creación. Amo ese momento de principios de siglo después de la primera guerra mundial, cuando estallaron todas estas vanguardias que siguen siendo para mí una gran fuente de inspiración. Cuando busco un modelo para lo que yo quiero hacer lo busco en esa época, en el surrealismo, en el dadaísmo, en el constructivismo ruso, en ese momento tan rico.
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“Vanguardia” es una palabra militar y, para ser un verdadero vanguardista, hay que tener una decisión de destrucción. Yo trato de construir. Por ejemplo, desde siempre la poeta Marianne Moore fue un modelo para mí, y todo lo que no era tan estricto, mecánico y “aloof” como lo de ella me parecía sentimental, patético, efectista. Pero últimamente, no sé si por el natural reblandecimiento de la edad, he empezado a apreciar a poetas más “humanos”, como Elizabeth Bishop. Y no es que ahora aprecie menos a la Moore; en realidad estos cambios de gusto en mí no me asombran. Soy ecléctico. Me las arreglo para que, tarde o temprano, llegue a gustarme todo lo que leo, o casi todo. Últimamente me dediqué a John Ashbery. Había leído los viejos libros de él y no me habían parecido nada en especial, hasta que, hace poco, encontré en una revista norteamericana un poema y vi que había evolucionado hacia la locura. Había capturado esa atmósfera de los primeros poetas surrealistas, entonces me gustó.
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Mi vida ha sido muy aburrida, muy pequeño burguesa. Si voy a darle algo a un lector quiero darle una historia, una invención, algo distinto, algo nuevo. No hablarle de mí. La novela tal como culminó en el siglo XIX con los grandes novelistas realistas quedó ya hecha y hubo que buscar formas nuevas —que fue la gran historia de la literatura del siglo XX, ¿no?: buscar formatos nuevos. Si bien hubo algunos importantes escritores que siguieron usando el formato novela como Thomas Mann o Faulkner, el género pasó a la literatura de entretenimiento, a la literatura de género, y a la comercial fiction norteamericana, a la creación de bestsellers. Yo creo que de la novela queda una cáscara que se puede usar y mis libros pueden presentarse como novelas, porque tienen ese formato aunque son muy breves, pero dentro hay otra cosa, otro tipo de experimentación con el lenguaje, con la invención.
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Yo nunca hago humor deliberadamente, me parece peligroso. El humor depende demasiado del efecto que produce. Es ponerse a merced del lector, si le va a causar gracia o no; eso no me gusta. Pero me sale naturalmente en el curso de la invención, de la imaginación.
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Siempre he pensado que, al final, todo lo que uno escribe, por más que sean estas cosas que escribo yo, todo se traduce al final en plata y hacer plata con la desgracia ajena me parece una cosa desagradable. Nunca lo haría.
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Me temo que ni el personaje ni el lector son prioridades para mí. Me ocupo más bien del verosímil, de la visibilidad de las escenas, de la continuidad. Por supuesto que el lector debe de estar presente en algún rincón de mi conciencia, pero creo que cumple una función más bien instrumental, de "control de calidad". Y respecto de los personajes, prefiero los estereotipos o marionetas, sin psicología ni profundidad. El personaje es un mal necesario para la clase de novelista que soy.
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Bueno, no sé qué clase [de novelista] soy, pero lo que me importa es la historia, la fábula, y no la psicología de los personajes. Detesto la psicología, lo que llamo la miseria psicológica. Basta de psicología, suficiente con nosotros mismos
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Nunca me interesó la sensualidad de la palabra. De hecho, lo que escribo es con el tono más claro, más neutro posible. Trato de que la prosa sea casi transparente. Eso a la larga puede crear un estilo y una forma de sensualidad en la cadencia, en el ritmo.
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[Cuanto más grande es el libro, menos literatura] Es algo que he observado simplemente entrando en las librerías. Es cierto que hay libros grandes que tienen mucha literatura, como La Montaña Mágica, de Thomas Mann, o La guerra y la paz, de Tolstoi, pero también he notado que todos los escritores que escriben obras maestras muy largas también escriben obras maestras muy cortas. Thomas Mann también escribió La muerte en Venecia, Tolstoi escribió relatos breves extraordinarios. En mi caso yo traté al comienzo de mi carrera de escribir novelas que parecieran novelas, que tuvieran 300 páginas, con algún esfuerzo lo hice, pero con el tiempo fui reduciéndome hasta encontrar este formato de las 100 páginas que es el más adecuado, el perfecto para el tipo de historias que se me ocurren a mí.
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Nunca me ha preocupado mucho la cuestión de los géneros. Lo mío es la narración, y trato de llegar a una extensión que permita hacer un libro, eso es todo. No me gusta que haya más de una historia en un libro, no sé bien por qué. Mis historias se han ido haciendo más breves con el tiempo; ya me cuesta pasar de las cien páginas, y me da trabajo convencer a los editores de que hagan un libro con eso. Me resisto a las recopilaciones que me proponen. No entiendo qué tiene de malo un libro de pocas páginas. Como lector, son mis favoritos.
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Siempre edito en editoriales pequeñas y entonces es como si le propusiera al lector buscar la figurita difícil, darle un poco de suspenso porque no le va a ser tan fácil conseguir un libro mío. Hubo una época en que quise tener libros en cada editorial, con esas tapas tan lindas de Anagrama, Tusquets, Alfaguara, Mondadori…. ¡Pero no! Me dedico a esas editoriales independientes casi clandestinas.
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Antes de publicar, siendo chico, estuve rodeado de gente que me consideraba un gran escritor. Se empecinaban en que publicara y me presentaban editores, cosa que yo saboteaba porque ya estaba muy satisfecho con mi consagración (por ahí publicaba un libro y veían que no era tan bueno como ellos se pensaban). Creo que tengo la marca exclusivamente de Osvaldo, por la relación que tuvimos, la personalidad de él, la diferencia de edad que teníamos. Todo eso sigue muy presente para mí. Muchas veces pienso “¿Qué diría Osvaldo de esto?” y, a veces, escribo en contra. No es cuestión de ser tan servil a los fantasmas. El otro día me estaba acordando de él porque pasé por la esquina de Córdoba y Pueyrredón en donde antes había un barcito que se llamaba Tobas. En ese barcito nos encontramos por primera vez a solas —yo en ese entonces tendría 22, 23 años— y me pedí un gin tonic, no sé por qué, nunca tomé alcohol y no tengo ninguna resistencia para beber. Debe haber sido por hacerme el interesante. Osvaldo estaba tomando un café; después, en todos nuestros años de amistad, él se acordaba de ese momento en que pensó: “Éste es de los míos”. Me acuerdo que una vez —yo no había publicado nada todavía— él me dijo: “Vos sos un gran escritor”. Entonces, otro día, me lo quiso especificar mejor y me dijo: “Vos sos un gran escritor, pero no como estos escritores sino como Tomas Mann o Borges”. ¿Qué querría decir? Hasta el día de hoy me lo sigo preguntando.
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Muchas veces me preguntan por el conjunto de mi obra, y la gente que trabaja en una tesis me dice que no puede realizar una visión total porque siempre he estado probando cosas nuevas, distintas, quizás porque no sentía que me salieran tan bien. Quizás los escritores que tienen una autoestima más alta encuentran que han dado lo mejor de sí, que lo han hecho bien o lo siguen haciendo igual. En mi caso siempre he quedado insatisfecho y siempre he querido probar otras cosas, a ver si me salen mejor.
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Creo que nunca habría soñado en tener un agente literario, que me parece de lo más snob, pero sinceramente lo necesité, y con urgencia, una vez que mis libros empezaron a traducirse. Al principio traté de hacerlo solo pero se creó un lío tremendo. Él [Michael Gaeb] llegó a poner las cosas en orden justo cuando más lo necesitaba, cayó casi providencialmente. Y además terminamos entablando una bella amistad.
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Por breve que sea, una novela lleva un tiempo para ser escrita, y las huellas visibles de ese lapso son esos cambios de nivel entre lo escrito y su escritura. Me gusta dejar bien visibles esas huellas, y de ahí debe de venir la mala fama que me he hecho de autor de "metaficciones" y todo eso. Una huella principal del tiempo es el desvarío de las intenciones originales. El Bautismo salió de una anécdota que me contó un cura, como hecho real: un colega suyo se negó a bautizar a un recién nacido por encontrarlo demasiado poco humano. El modo de hacer un libro con esa anécdota era olvidarla, para fecundar la historia con su olvido. Y el cura mismo, en la segunda parte de la novela, la ha olvidado. Y ahora que pienso en el olvido, me acuerdo de una cosa. Yo conocía al recién nacido protagonista de la historia, era un compañero de estudios, al que después perdí de vista. Pues bien, hace poco abrí el diario y lo vi: es obispo, y jerarca principalísimo del Opus Dei. Si eso no es desviarse de las intenciones originales...
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Fantasmas partió de la idea no sé si decir más filosófica, más intelectual. Al comprobar que en la vida todo hay que pagarlo, me pregunté hasta cuánto podemos pagar, cuánto podemos sacrificar por lo que queremos tener y se me ocurrió esta parábola de una niña, de una jovencita, a la que la invitan a la fiesta más hermosa que va a poder asistir en su vida, una fiesta mágica, maravillosa, dada por los fantasmas. Pero el precio de la entrada es estar muerto. Y ella, durante ese día que transcurre la novela, está tratando de decidir si vale la pena o no. Es algo que muchos hemos sentido, ¿no?: hasta cuándo podemos pagar por algo que queremos. Aquí lo llevé a un punto máximo, exagerado quizás. Y como esta fiesta la iban a dar fantasmas, bueno, necesariamente tenía que instalar a los fantasmas en algún lugar y ahí hice estas inversiones: si los fantasmas están siempre en viejos castillos, en viejas casas, ponerlos en una obra en construcción; si aparecen siempre en la medianoche, hacerlos aparecer a pleno día, al mediodía de un día de verano en Buenos Aires.
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Una vez escribí una novelita que se llama Cómo me reí, y está escrita contra la gente que viene a decirme "cómo me reí" con mis libros. Hubo un momento en que me sentí un poco harto de que el único elogio que me hicieran fuera ese. Como todos los escritores, quiero ser un buen escritor, quiero ser Baudelaire, Dostoievski, y a ellos la gente no iba a decirles "cómo me reí".
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Un buen elogio que me han hecho, que me ha gustado oir, es que en muchos de mis libros hay una confluencia de surrealismo e hiperrealismo, porque efectivamente la idea, la trama, suele tener elementos fantásticos o sobrenaturales, pero la puesta en escena siempre quiero que sea lo más realista posible, incluso con detalles que observo en mi vida cotidiana. El mármol sucede en los supermercados chinos de mi barrio —Buenos Aires se ha llenado de supermercados chinos— y estos chinos son, en mi novela, extraterrestres, que han venido no de la China sino de una lejana galaxia. Ese es el elemento extraño. Pero la descripción de esos supermercados la hice viendo los supermercados, es híperrealista. Así han salido casi todas mis novelas, de esa confluencia.
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Como me hice monja es muy autobiográfico, salvo que ahí soy una niña. Pero ese libro lo escribí en un rapto de inspiración —creo que en 4 o 5 días— sin saber muy bien lo que estaba haciendo. Por qué yo era una niña, por qué mi papá asesinaba a un señor, por qué me mataban a mí, cómo podía estar escribiendo mi autobiografía si me habían asesinado. Y cuando me hacen preguntas respecto de este libro, no sé cómo contestarlas, porque salió así. Fue la única vez. En general todo lo que yo escribo está muy pensado, a medida que lo voy escribiendo, que lo voy improvisando, lo voy pensando bien. Pero esto no sé, salió así.
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Las respuestas son de:
- “Literature is the queen of the arts”. Peter Adolphsen para Louisiana Literatura Festival (2012)
- “My ideal is the fairy tale”. Peter Adolphsen para Louisiana Literatura Festival (2012)
- "Me gustaría ser un buen ejemplo de compromiso con la literatura". Ernesto Escobar Ulloa para The Barcelona Review (2004)
- César Aira por María Moreno para Bomb 106 (2009)
- “Estoy buscando formas literarias ajenas a la novola”. Jaime Cabrera para Leer por gusto (2013)
- El laberinto de César Aira. Soledad Gallego-Díaz para El País de España (2013)
- “¿Acaso alguien se ha transformado en insecto alguna vez?”, Carlos J. González para Europa Press (2014)
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