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Gloria Alcorta, la avenida olvidada

Por Christian Kupchik

A su salida, El hotel de la luna y otras imposturas acaparó todos los honores: excelentes críticas, buena aceptación del público, reconocimiento de colegas. Recuperado ahora por Leteo, su editor se pregunta por qué Gloria Alcorta cayó en el olvido todo este tiempo.

Por Christian Kupchik.

 

 

Hay arterias amplias, generosas, iluminadas, que abren sus costas al tráfico rápido, atribulado e inoportuno, de bólidos que se cruzan en dirección a los cuatro puntos cardinales como si de ello dependiera el sentido de una determinación nunca declarada. Estas vías llevan nombres célebres, que recuerdan a egregios personajes que protagonizaron épicas a veces incógnitas, pero que la sola mención del patronímico las presiente. También existen otras avenidas, tan amplias, generosas e iluminadas como las anteriores, que parecen abandonadas. Un río de cemento por donde muy de cuando en cuando un cardumen confundido arrastra una carga sin un destino preciso, o bien algún solitario prepara una huida que no sabe donde lo conducirá. Ostentan asimismo algún nombre insigne, pero que se confunde con otro. O bien con el silencio.

En la cartografía literaria argentina una de estas magnas avenidas desiertas lleva el apelativo de Alcorta, pero no cualquier Alcorta, sino Gloria. Nadie sabe cómo se adereza el olvido, pero lo cierto es que su caso resulta uno de los más notables horneados por el infiernillo letrado. Y ocurre que nuestro personaje ya fue célebre mucho antes del advenimiento de su nombre: una esplendorosa prosapia la precedía. Veamos. Por vía materna, tuvo el privilegio de ser concebida por Rosa Mansilla y Godoy, no sólo considerada la mujer más hermosa de su tiempo sino también nieta de otra legendaria belleza, Agustina Rosas de Mansilla, a saber, hermana de Juan Manuel, el Restaurador, y madre de Eduarda y Lucio V. (sí, el de Una excursión a los indios ranqueles), dos de las plumas más notables de finales del XIX y a la sazón tíos de Gloria. Por vía paterna, fue la hija menor de Rodolfo Alcorta, un pintor malogrado devenido en abogado y diplomático, hijo de Amancio –quien fuera ministro de Relaciones Exteriores de Luis Sáenz Peña, Juárez Celman y Roca-, y nieto del otro Amancio, el músico, que junto a Pedro Esnaola y Juan Bautista Alberdi formó parte de la generación de los Precursores, es decir, de los primeros compositores que conoció el país. 

Más allá del lustre de la estirpe, del sarao de apellidos pulidos con afán por el tiempo e intercambiables en la valoración social correspondiente a su época, lo cierto es que el destino de los Alcorta irá adquiriendo un matiz paradojal. Y la primera pauta llegará con la luna de libra el 30 de septiembre de 1915, a partir del nacimiento de la cuarta integrante del clan, sucediendo a sus hermanos Amancio Rodolfo, Rodolfo Carlos y Noemí Rosa (luego condesa de Marone). “Me bautizaron Gloria Rosa Francia, ¿te das cuenta? Un verdadero horror”, solía reírse de sí misma al matizar una infancia que lo fue todo, menos sencilla. Para comenzar, desmintiendo a los mandatos de la patria y las notorias raíces que supuestamente la ataban a ella, Gloria nació un poco por casualidad en Bayona, en la Aquitania francesa, pero permaneció hasta su adolescencia en París debido a las obligaciones de su padre. De hecho, si bien practicó el bilingüismo en la casa familiar, su lengua materna fue la gala.

Muy pronto Gloria se destacó como una niña de talento: infatigable lectora, tenía también buen sentido musical y sobre todo parecía cumplir la vocación frustrada del padre, pero no tanto la pintura como la escultura, que estudió con pasión. No obstante, de improviso llegó el drama: en 1932 fallece Rosa, la matriarca familiar y a quien Gloria se sentía muy unida. Rodolfo se ve impedido de cuidar solo a una niña de doce años, y la solución que encuentra es que su hermana Noemí, nueve años mayor, se haga cargo de ella por lo menos hasta que finalice su adolescencia. Su esposo, el conde Marone di Cinzano (sí, el mismo de los vermuts), da su acuerdo y Gloria se instala en un palazzo de Turín, entusiasmada al descubrir que allí también residía “un muchacho joven, muy buen mozo, al que me habían prevenido que debido a su fama sulfurosa me cuidara de acercarme, o ni siquiera mirarlo. El muchacho se llamaba Luchino Visconti.”

Al cabo de un tiempo Gloria manejaba el italiano sin dificultad alguna, y se decidió que siga sus estudios en un colegio protestante de Roma, porque imaginaron que lo más conveniente para ella era el puritanismo calvinista. Todo parecía ir bien, conseguía buenas calificaciones y mostraba una conducta ejemplar. No le agradaba el estudio sino que soñaba con ser actriz o cantante, escribía poesías, y no dejaba de dibujar. Cierto día que Gloria tenía libre, salió a caminar con dos amigas hasta Piazza Spagna (llegar más allá de Via Veneto era considerado pecaminoso). Al retornar al colegio descubrieron que en el patio había fuego y alguien acotó que se estaban quemando libros. Gloria fue a su cuarto a revisar sus tesoros escondidos bajo la cama: Las flores del mal, la poesía de Rimbaud y Verlaine, y algunos discos de Lucienne Boyer. Los volúmenes no estaban. La única que sabía francés era una monja belga, de modo que dedujo que la responsable debía ser ella. Sus sospechas estaban en lo cierto: era ella. Sin decir palabra, llegó hasta la religiosa y le dio una rotunda bofetada. A la directora no le quedó más remedio que invitarla a abandonar la institución, y así terminaron sus días escolares. Pero también una etapa. Su cuñado el Conde ya alimentaba algunas inquinas contra su sobrina postiza y el episodio de Roma no le causó ninguna gracia (el puritanismo calvinista evidentemente no daba los resultados esperados). Aprovechando que Rodolfo había retornado recientemente a Argentina, juzgó como lo más conveniente entregar a la díscola niña con su padre.

 

 

Tour/Retour

Quiso la providencia que en el barco que por primera vez llevaba a Gloria hasta la tierra de sus mayores, se encontrara con tres mujeres que no sólo le aliviarían el tedio marino de la travesía sino que resultarían fundamentales en su vida por siempre. Se trataba de la señora Ramona Aguirre –más conocida como “La Morena”- y dos de sus seis hijas, Angélica y Silvina Ocampo. La primera “adoptó” a Gloria (era 24 años mayor) y llegaría a transformarse en una suerte de “segunda madre y conductora espiritual”, de acuerdo a su propia definición; con Silvina al comienzo la relación fue más distante, pero también terminó por convertirse en una figura central: nada menos que su “maestra y mentora”, además de su mejor amiga de acuerdo a las palabras de Alcorta. 

Como era natural, llegadas a Buenos Aires, Gloria se convirtió en una asidua visitante de la casa de San Isidro. Allí tomó contacto no sólo con todo el clan, sino también con el círculo de escritores, artistas e intelectuales que rodeaban a las Ocampo. Alcorta era claramente la más joven, pero su presencia no pasaba desapercibida para nadie. Además de una belleza deslumbrante (ojos de un turquesa brillante, los rasgos patricios bien cincelados), llamaba la atención sin hacer nada para provocarla: vestía con refinada sobriedad, consciente de que menos es más. La rodeaba un aura mágica como una virtud intangible, la seducción de una sonrisa sutil llegada a tiempo, el ingenio de un comentario agudo, una conversación que prodigaba inteligencia y curiosidad.

Entre los personajes que se vieron imantados por su encanto, se encontraba un hombre de treinta y pico, aspecto tímido, que parecía obstinado en manifestarse solo a través de breves genialidades. En algún momento se acercó a la muchacha y se presentó: “Soy Borges”, le dijo. Era, en efecto, Jorge Luis Borges, aunque Alcorta no poseía muchos más datos sobre él que de otros visitantes. Luego de las banalidades formales de cualquier primer contacto, Borges quiso saber si ella también escribía. Gloria le confesó que sí, que practicaba la poesía aunque no le asignaba ningún valor en particular. Borges insistió entonces en el deseo de leerla, y Alcorta se negó frente a lo que pensó sería un argumento infranqueable: “Están en francés”, respondió. “No comprendo porque ese ínfimo detalle debiera constituir un inconveniente para descifrarlas… y acaso admirarlas”. Ahora sí, Gloria conoció a Borges quien, junto a Silvina, sería su segundo maestro. Y no sólo eso. Borges, luego de leer los poemas, le propuso editarlos como libro. Y como si fuera poco, se ofreció a escribir un prólogo.

Entre incrédula y complacida, la joven Gloria, que ni en su más loca fantasía se imaginaba escritora, decidió seguirle la corriente (no podía negarse a semejante figura) y recuerda el episodio en estos términos:

 

“A Borges seguramente esa chiquilina recién llegada que escribía versos le pareció divertido y absurdo. Como todo lo que le gustaba a él tenía que ser absurdo, me llevó a Caballito, a lo del impresor Colombo, y me hizo publicar un libro. Recuerdo esas idas en tranvía y en tren a San Isidro. Me encantaba. Pero antes de hacerme publicar el libro, Borges, con una severidad inteligente o más bien astuta, empezó a hacerme corregir los versos. Bastaba una pequeña insinuación de su parte para que yo me sintiera crecer, de alguna manera. Aquel primer libro mío fue La prison de l’enfant, y llevó no solamente el prólogo de Borges, sino también ilustraciones de Héctor Basaldúa”. 

Borges, por supuesto, también cumplió con su parte y escribió un elogioso prólogo. Entre sus valiosas consideraciones, afirma:

 

“En una época, y en un hemisferio, en que la torpeza es la apuesta notoria del genio, es sorprendente que el universo poético y sintáctico que nos propone Gloria Alcorta empieza –yo diría casi insolentemente– por la perfección. Por la perfección, digo, por la más delicada y ardiente perfección. Yo no sé si ella encuentra les mots justes que fueron tan preciados a la familia Goncourt y a Flaubert; ella logra mucho más –encuentra estas palabras sutilmente desplazadas sin las cuales la poesía no existirían. La ternura y lo sobrenatural abundan en este libro; guardémonos de ignorar la ciencia verbal que las transmite o las forma.

Buenos Aires, 12 de julio de 1935”.

   

Aun cuando en 1935 Borges estaba muy lejos de contar en Europa con la consideración que el futuro le reservaba, semejante aval de una autora casi adolescente llegada desde la otra punta del planeta y que escribía en la lengua de Balzac, despertó no poca curiosidad en los círculos poéticos. Y comenzó a abrazar elogios de firmas prestigiosas, como las de St. John Perse y fundamentalmente Jules Supervielle, hombre ligado al Río de la Plata –hizo el camino inverso a Gloria Alcorta– quien se ocupó de apadrinar su carrera en Francia.

 

 

De casa a la prosa 

En su ruta de descubrimientos, Gloria Alcorta tropezó con una revelación que la maravilló: Veinte poemas para ser leídos en un tranvía. En ese libro encontró un vigor poético desconocido que, según sus propias palabras, le produjo un deslumbramiento. Poco después de aquel hallazgo, fue invitada a un almuerzo en casa del pintor Alfredo González Garaño y grande resultó su sorpresa cuando descubrió entre los comensales al autor de aquella obra significativa: Oliverio Girondo. Los Girondo Uriburu (el general que propició el golpe contra Irigoyen era su primo hermano) pertenecían a una antiquísima familia cuyas raíces, se decía, llegaban hasta Domingo de Irala. A Gloria le atrajo de inmediato el personaje a quien asociaba con la “locura literaria”; alguien que hablaba sin medir las consecuencias y de acuerdo a lo que sentía o se le venía a la mente en ese momento; vital y espontáneo como pocos, como cuando fue a presentar su obra Espantapájaros en un coche fúnebre. Ese primer encuentro entre Gloria y Oliverio fue muy estimulante para ambos, pero de algún modo todo terminó allí. En otra reunión en casa de González Garaño poco después, Gloria volvió a encontrar a Girondo, pero no a Oliverio sino a su hermano Alberto. También volcado a la pintura, algo neurótico pero sin el histrionismo de su consanguíneo, nació de inmediato un amor a primera vista con Gloria. Aunque no resultó sencillo: Alberto le llevaba 24 años. A Oliverio la noticia no le cayó nada bien, al punto que si bien siempre mantuvo una excelente relación con su hermano, no le correspondía con la misma moneda a su cuñada. 

Se casaron dos años después y la pareja tuvo tres hijos: Marina, Cristina y Alberto, además de perder un niño, el segundo, a causa de una neumonía. La vida familiar vino a trastornar un poco las ambiciones artísticas de Alcorta. Si bien siguió insistiendo con la escultura y la pintura, dejó de escribir poesía durante varios años. Un día, hacia el final de la Guerra, estando con gripe en cama, se le dio por crear un cuento fantástico al que le dio el título de Magálica. Poco después se lo enseñó a Borges y éste volvió a entusiasmarse, al punto que lo tradujo, le pasó la versión en castellano a su hermana Norah para que lo ilustrara y a Mallea para que lo publicara en La Nación. Tanto Borges como Silvina Ocampo le insistieron con fervor a Gloria para que retomara la escritura, y en lo posible, que comenzara a profundizar en la prosa.

La perseverancia del argumento de sus amigos dio frutos: en 1951 Alcorta publica en Botella al Mar, la editorial de los republicanos españoles, un nuevo poemario, Visages (Rostros), con traducción de Rafael Alberti, con quien también tenía una excelente relación. Al año siguiente el libro aparece en Francia en Editions Pierre Seghers y se alza con el Prix Rivarol a la mejor obra escrita en francés por un extranjero, por un prestigioso jurado integrado por André Gide, Jean Paulhan, Jules Supervielle, André Maurois y Jules Romains, que ya había premiado al rumano Emil Cioran en 1949 por el ensayo Précis de décomposition. Ahora sí, las puertas de la gran literatura francesa se le abren a Alcorta de par en par. Se gana la amistad de Camus, de Cocteau, de René Char, entre tantos otros.

Retoma la escritura con mayor frecuencia, y no sólo poesía: escribe artículos, incluso teatro: en 1954 estrena en el Théâtre des Arts la obra Le seigneur de Saint Gor, dirigida por Jacques Mauclair y Henri Rollan e interpretada por Gabrielle Fontan, una de las principales actrices del momento.

Más allá de estos éxitos, lo mejor estaba por llegar. Otra vez en Argentina, Alcorta comenzó a elaborar una serie de relatos de un corte extraño, que evocaban climas inquietantes, donde la poesía no abandona la prosa aunque sin invadirla. Insegura respecto a sus posibilidades –no olvidemos que sus “maestros” le imponían una vara muy alta– le acercó un primer relato a José Pepe Bianco, por entonces director de Sur. Se trataba de El hotel de la luna. Bianco queda perplejo: admite no haber leído nunca un texto semejante. Él mismo se ocupa de la traducción y lo publica en el número 239 de la revista, aparecido entre marzo y abril de 1956.

Confiada en sus posibilidades, corrige sus propias versiones ahora en español (Alberto Girondo la ayuda con algunas dudas) y sale al ruedo en 1958 con El hotel de la luna y otras imposturas, que reúne ocho relatos divididos en tres partes. Ahora sí, Gloria Alcorta nacía como narradora.

 

 

La Victoria de Gloria 

Aunque desde la primera hora cultivó el afecto y la amistad de las hermanas Angélica y Silvina Ocampo para prolongarlas en el tiempo; aunque fuera una visitante frecuente de la casona de San Isidro; aunque conquistó fácilmente la simpatía de todos quienes acertaban a pasar por allí y perteneció de algún modo al círculo prodigioso de los creadores nucleados en torno a Sur, Gloria Alcorta siempre tuvo la íntima convicción de que su presencia le era indiferente a la principal estrella de esa galaxia: Victoria Ocampo. Acaso sospechara que se escondía algún sentimiento aún más hiriente que la frialdad impasible, pero al no verse nunca amenazada su pertenencia al círculo, se abstuvo de hacer algún comentario indebido. No sólo por la luz que emitía Victoria en torno a su mundo, sino también porque resultaba una cuestión más que sensible al tomar en cuenta el parentesco de por medio con sus amigas.

En realidad, no sólo se cuidó de emitir cualquier tipo de crítica, sino que cuando le tocó opinar sobre el personaje, lo hizo con respeto y hasta admiración: 

“Nunca fui realmente ‘de la casa’ de Victoria, pues ella no se interesó en mí. Visitaba más bien a Angélica, que me deslumbraba por sus conocimientos musicales y por haber dedicado su vida a su brillante hermana. Yo también estaba impresionada por la belleza de Victoria, la fuerza que emanaba de su persona. Era alta, recta, dorada, y tenía piernas preciosas. Angélica, según se decía, era más inteligente, pero Victoria tuvo la audacia, el coraje y el talento necesarios para elegir a quienes la ayudarían a crear Sur y para invitar y festejar a los grandes de las letras y de la música.”        

A su salida, El hotel de la luna y otras imposturas acaparó todos los honores: excelentes críticas, buena aceptación del público, reconocimiento de colegas y, más de uno, viendo las repercusiones que obtenía cada título de Gloria, se habrá apurado a consignar: “Alcorta lo hizo de nuevo”.

Sin embargo, también tuvo lugar lo imprevisto, y por dónde menos se lo esperaba. Victoria Ocampo se dio por ofendida con el conjunto de historias de El hotel de la luna por entender que el libro –y muy en particular el cuento que le daba título– “encerraba una crítica social al estilo de vida de la oligarquía argentina”, algo que consideró un agravio a título personal. En consecuencia, se vio obligada a tomar represalias contra la autora, comenzando por retirarle las ayudas económicas que recibió del Fondo Nacional de las Artes, dirigido de facto por… Victoria Ocampo. Y no quedó allí el escarmiento: hizo que no pudiera seguir con su carrera ni conseguir trabajo en otra editorial bajo su influjo, debiendo cancelar todos los proyectos que la convocaban por un pedido expreso de Ocampo. Incluso un estudio reciente indica que la directora de Sur tuvo una reunión con Pedro Eugenio Aramburu para obligar al gobierno de la así llamada Revolución Libertadora a que la proscriban, obligándola al exilio. () La intempestiva reacción de la Ocampo parece a todas luces exagerada -por calificarlo con suavidad-, toda vez que de existir aquella “ofensa” no sólo se expresa de modo muy sutil, sino que ya había sido publicada en su propia revista dos años antes sin ninguna consecuencia. Es más: aún cuando El hotel… u otro relato pueda encerrar alguna tipo de crítica (lo que constituye un derecho natural de cualquier creador), no hay que olvidar que Alcorta provenía de la misma cuna patricia que Ocampo, lo que contribuye a hacer del sinsentido aún mayor. Surge la sospecha de que el libro sirvió como chivo expiatorio para zanjar algún otro problema de raíz más profunda.

Como sea, todo el “escándalo”, aunque tratado con la discreción con que se dirimen estas cuestiones dentro de determinadas clases, acabó con Gloria nuevamente en Francia, donde se desempeñará como enviada especial de La Prensa, para cubrir el Festival de Cannes. Pero a la vez no deja de escribir: publica otro volumen de cuentos, Noches de nadie (1961) y la novela En la casa muerta (1963) simultáneamente en castellano y francés. En 1964 viaja a Argentina para presentarla, y coincide con la visita a Buenos Aires del general Charles de Gaulle, quien le impone la condecoración de las Palmas Académicas. El mismo año el sello francés Albin Michel publica el polémico L’hôtel de la Lune, traducido por Claude Couffon y con un prólogo del reconocido escritor e hispanista Jean Cassou. La crítica francesa no sólo no se espanta con “la crítica social”, sino que le otorgan el Premio Médicis al mejor libro extranjero, siendo la primera argentina en obtenerlo (el otro será Julio Cortázar en 1973 por El libro de Manuel).  

Bianco no equivocó en su primera apreciación de El hotel…: no se parece a nada. O a muy pocas cosas. No solo por esa operación sincrética de la que Alcorta hace gala entre el francés y el castellano, sino incluso en detalles menores, como los nombres de algunos personajes, ciertas locaciones (Los Valentini, por caso, transcurre dentro de un juzgado en… Managua, sin que haya ninguna justificación para la ubicación de la capital nicaragüense), las atmósferas asfixiantes, las heroínas –casi todas sus protagonistas son mujeres– sometidas a duras pruebas físicas o psicológicas, o un clima delirante (como en El Dorado) que recuerda más a un Lewis Carroll bajo influjo de algún alucinógeno. En lo que hace a influencias, Alcorta admitía tener grandes limitaciones respecto a la narrativa en español (aunque rescataba a Rulfo y Carpentier, a quien probablemente leía como francés); y en lo que era su lengua materna apenas toleraba a Madame Bovary, de Flaubert –y no otra obra del mismo autor– y a Camus, declarando “insoportable” a Proust. Sus prosistas insignia venían del inglés: Henry James y Virginia Wolf, aunque tampoco sus propias historias se vean emparentadas con estas estéticas (quizás los relatos fantásticos de James). Un artículo la hacía deudora de Faulkner, y si bien algunos caracteres encuentran simetrías con los del norteamericano, el Sur de Faulkner nada tiene que ver con el de Alcorta (). No, ante la necesidad de encontrar un espejo a su prosa, no hay que ir demasiado lejos: claramente Silvina Ocampo. O la chilena María Luisa Bombal, que supo crear también un mundo propio e intransferible.

La crítica francesa ensayó todo tipo de elogios ante El hotel de la luna (ver en Apéndice. Palabras para Gloria), muchas veces sin comprender bien el alcance de dónde provenían esos espacios. Lo cierto es que a partir de allí Alcorta se convertirá en un Jano bifronte, que se mueve ya no sólo entre dos lenguas, sino entre múltiples lenguajes. Realizó entrevistas con figuras de la cultura para la televisión; escribió regularmente crónicas para Le Monde y Le Figaro; publicó relatos para diversas revistas; una novela, La pareja de Nuñez, que conoció un éxito mayor en Francia que en Argentina... 

En 1999, la revista Bréves le dedica un número monográfico justificando así su arte: 

“Una mujer entre demonios e imposturas, dramas y secretos. Una vida desdoblada, partida entre Europa y América Latina, entre la escultura y la literatura. (…) El asombro y la sorpresa son dos grandes atributos de su escritura para lograr un estilo que conduce directamente al misterio.”

Gloria Alcorta falleció en Buenos Aires el 25 de febrero de 2012, a los 96 años. Esta fue su vida o, al menos, una de las versiones de su vida. Puede que haya otras. No obstante, queda otro enigma por resolver: ¿cuál es la argamasa que diseña el olvido? ¿Por qué semejante periplo vital no parece merecer más recompensa que el silencio mientras otros, acaso mucho menos virtuosos, mantienen vigentes sus nombres? No se puede premeditar el olvido. Detrás, se esconde una trama indigna a cualquier vida.

 

  

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