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Escritura móvil 

“¿Podría volver a mi escritorio y seguir dentro de un rato, o mañana, si no tuviera la chance de andar por la calle ahora, en este mismo instante?”, se pregunta María Sonia Cristoff en esta nueva columna, a propósito de la caminata.




Por María Sonia Cristoff


 

Una editora extranjera con la que publico por primera vez me manda el diseño de tapa con las fotos y toda la parafernalia paratextual de una nueva edición y, cuando chequeo la solapa, veo que no está más una frase que suelo agregar hacia el final, una en la dice que camino compulsivamente. Reacciono un poco encrespada, un poco como la espalda de mi perra cuando ve al perro del vecino asomado al balcón de enfrente pero decide hacerse la que sigue durmiendo porque, en fin, son vecinos, se conocen hace ya tanto. Nada grave, quiero decir, pero sí molesto. Tanto que el tema me vuelve a rondar la cabeza un rato después, cuando salgo, precisamente, de caminata. Por primera vez se me ocurre pensar que a alguien, la nueva editora en esta caso, le puede parecer que la frase no va porque no tiene nada que ver con lo que tengo publicado ni con los otros datos satelitales de la vida literaria que normalmente van en esas mini bio de solapa. Tal vez simplemente quiso evitar casos como el de esas ediciones norteamericanas en las que un autor termina diciendo, por ejemplo, “vive en Montana con sus dos gatos”, lo cual en principio me parece bien pero unas pocas cuadras más adelante ya no tanto: ¿y si esos dos gatos fueran esenciales para que ese autor escriba, para sostener las horas de vuelteo y frustración que también son parte de la escritura y, sobre todo, para festejar los momentos de hallazgo? ¿No es acaso algo parecido lo que me pasa a mí un poco con mi perra pero, sobre todo, con la caminata? ¿Podría volver a mi escritorio y seguir dentro de un rato, o mañana, si no tuviera la chance de andar por la calle ahora, en este mismo instante? Definitivamente no. Escribir remueve cosas, no sé cuáles ni me interesa averiguarlo acá, que necesito decantar en movimiento.  

El movimiento, además, ha estado para mí siempre muy ligado a la escritura. No solo me fui de mis pagos natales para poder escribir como forma de vida, para hacer de la vida una forma de la escritura, sino que, además, una vez acá, fui a una universidad especializada en literatura, sí, pero sobre todo pasé esos años de formación deambulando por la ciudad a todas horas en busca de libros que después paraba a leer en bares que nunca eran el mismo, proeza que cualquier provinciano reciente puede vivir como expresión máxima de la libertad, del horizonte expandido. En Buenos Aires estaban no solo los libros que quería leer, la vida literaria que quería vivir, sino también esa sensación que yo quería experimentar de calles que no daban a un páramo mesetario sino a otra calle más, y a otra, y a otra, y en todas ellas nuevas librerías con ejemplares usados que hace años quería leer, además de bares o cafés donde muchas veces podía demorarme charlando precisamente de literatura y otras yerbas, porque resulta que esto de leer y escribir podía ser una práctica común y extendida, no solo un murmullo solipsista entre vendavales. Sé que suena un poco romántico, pero juro que así era la Buenos Aires de los años 80. También, en paralelo, era una ciudad atroz y violenta, una ciudad en la que yo estaba lejos de tantos seres y rituales queridos, y para lidiar con eso también caminaba, pero eso no viene a cuento acá. ¿Será esta versión más confesional de la caminata la que la editora interpretó en mi frase, me pregunto, mientras cruzo un parque de árboles añejos, será que no vio que ciertos aspectos de la vida de quienes escribimos pueden ser no necesariamente la exposición de una conversación que deberíamos tener con un amigo o una psicoanalista sino parte constitutiva de una poética, la vida devenida forma, la forma así alejada de la autonomía pura y transformada más bien en una materia viva, pulsante? 

Unas cuadras más allá, cuando me encuentro sacándole una foto al cartel ubicado en una fachada hermosa para mandarle a una amiga que está tratando de mudarse, pienso que tan asociadas a mis primeros años en esta ciudad tengo esa costumbre de salir a pie que en un momento pensé hacer un libro en el cual, siguiendo los protocolos de la Psicogeografía, narraría mis caminatas entre los distintos y múltiples puntos de Buenos Aires en los que viví durante mis primeros años de exiliada mientras trataría de ir pensando en formato ensayístico qué es eso de trasladarse a una ciudad grande con el propósito de tener una vida literaria, cosa que le ha pasado a infinidad de escritores en la tradición argentina, por no hablar también de otras en otros lugares del mundo en los cuales las cosas pueden ser muy distintas en muchos aspectos aunque en ese punto de asociación entre práctica literaria y metrópoli no tanto. El libro quedó en nada, como tantos de los proyectos que voy bosquejando en libretas y páginas finales de libros que justo estoy leyendo, pero lo que sí subsiste, como queda ya claro a esta altura, es esa asociación entre vida literaria y caminata. Ya no tanto ligada a la curiosidad por libros ni a personas por encontrar en un bar sino más bien a cuestiones en las que estoy pensando, trabajando -la vuelta de tuerca para cerrar un capítulo, la idea para un texto por encargo al que no sé en qué momento dije que sí, el foco para una columna, ese tipo de cosas.  

Aunque odiaría dar a entender con esto último que ando por las calles entregada a las esferas del pensamiento, toda circunspecta y reconcentrada, un sisma en mis ideas si justo me cruzo con alguien que me saluda e interrrumpe: realmente no es así para nada. Más bien ocurre que salgo a caminar por un tipo de ansia que se entrelaza íntimamente, como ya dije, con ese mismo impulso no del todo descifrable que me lleva a escribir y entonces, mientras me entretengo mirando algún cartel en alguna esquina, como recién, o algún perro en alguna plaza, van apareciendo ráfagas de conversaciones o de sueños que acabo de tener, frases o pasajes que acabo de leer, ítems agregados a las listas de cosas para hacer o mensajes que contestar y, en medio de eso, arrugada como esas camisetas que nos quedan en el fondo del cajón, la punta de una idea que, ahora sí, es cierto, me gusta especialmente seguir y desplegar mientras camino, como si eso de dar un paso detrás del otro fuera una forma de activar asociaciones, de pulir algunas conjeturas, de abandonar otras. Tengo que decir que no por tentador ese proceso mental evita que siga entreteniéndome mirando algún cartel en alguna esquina, algún perro en alguna plaza. Tal vez mi forma de escribir tan llena de fragmentos sueltos y digresiones venga, en parte, de ahí. Se lo voy a decir a la editora en cuanto vuelva a mi escritorio.  

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