Escribir cartas, una historia milenaria
Un libro de Armando Petrucci
Jueves 12 de julio de 2018
El reconocido paleógrafo italiano Armando Petrucci narra la historia de la práctica epistolar en las distintas tradiciones gráficas de Occidente. A continuación, compartimos el prólogo a la edición publicada por Ampersand ediciones.
Por Armando Petrucci.
En 2002 ya me lamentaba porque “no existe todavía una verdadera historia de la comunicación escrita, de sus lenguajes, sus formas de realización, sus sistemas, sus reglas, sus instrumentos y sus productos”.
Ha tenido lugar un fenómeno que todos conocemos muy bien: en la actualidad la cantidad de cartas sobre papel que escribimos o leemos es infinitamente inferior a la cantidad de mensajes que trasmitimos o nos son trasmitidos por vía electrónica. La desaparición definitiva de las cartas tradicionalmente escritas a mano está, sin duda, próxima. Por lo tanto, ha llegado el momento de narrar su historia milenaria, si bien limitándonos a las tradiciones gráficas de Occidente que las fronteras necesariamente reducidas de mi ámbito de competencia me imponen. Por lo demás, recuerdo que en un artículo que hace poco se dio a conocer parcialmente, Arnaldo Momigliano afirmaba: “el punto de partida de cualquier investigación histórica es un problema”. Entre los ejemplos que daba a continuación insertó, entre “la decadencia y caída del Imperio Romano” y “la historia familiar del historiador”, “la evolución de las postales”. ¿Una invitación o un desafío? Quizás tanto una cosa como la otra. Esta obra se propone hacerse cargo de ambos.
En un libro lúcido y apasionado, La tercera etapa. Formas de saber que estamos perdiendo, el lingüista Raffaele Simone constata que en los dos últimos decenios del siglo XX la progresiva presencia en nuestras vidas de la televisión y la informática cambiaron profundamente las prácticas de la escritura, la lectura, la comunicación y el aprendizaje, en resumidas cuentas, las modalidades y las técnicas de la cultura escrita trasmitidas en las dos etapas previas: la de la escritura a mano y aquella otra inaugurada a mediados del siglo XV con la invención y luego la difusión universal de la escritura impresa. La revolución informática implicó el gradual abandono de las prácticas precedentes, como la de la comunicación a través de la escritura a mano; el mismo Simone señala que la “tercera etapa” volvió “inmaterial un inmenso material comunicativo, que antes se hubiera volcado al papel o a otros soportes estables”, para concluir que “los filólogos del futuro encontrarán muy pocas cartas en los archivos de los hombres y las mujeres notables” como también, agreguemos, en los de las personas comunes y corrientes.
La historia que me propongo contar en las páginas que siguen es (o más bien querría ser) la historia de una práctica de escritura constituida por un gran número de realizaciones gráficas; de una práctica material, compuesta por materiales, instrumentos y técnicas de ejecución muy diferentes entre sí y, por último, de una práctica social que en el transcurso de casi cinco milenios incluye a millones de individuos de ambos sexos, pertenecientes a niveles socioculturales muy diversos, y a múltiples y diferentes áreas lingüísticas.
El estudio de cierto número de cartas que ellos escribieron y que llegaron hasta nosotros nos permitirá responder a cuatro preguntas fundamentales:
1) ¿Quién escribió cartas en el pasado, desde de los orígenes mismos de los sistemas de escritura usados por la cultura occidental?
2) ¿A quién estaban dirigidas? ¿Quiénes fueron, en definitiva, en los últimos milenios, los remitentes y los destinatarios de la comunicación escrita en la tradición occidental?
3) ¿Cómo, con qué técnicas, con qué materiales e instrumentos, en qué espacios y con qué reglas de orden gráfico y textual las cartas concebidas, escritas y enviadas fueron realizadas por sus autores?
4) Y, por último, ¿por qué y con qué finalidad un hombre o, con menor frecuencia, una mujer, eligieron poner por escrito y enviar a alguien más o menos distante un mensaje escrito?
Con respecto a lo anterior, creo poder afirmar (y de este modo me anticipo a la exposición que sigue) que las razones que indujeron en el pasado e inducen en el presente a individuos más o menos alfabetizados a enviar a otros un cierto número de mensajes escritos pueden tener su origen en la necesidad de comunicar información o de trasmitir órdenes y disposiciones desde una situación de aislamiento, transitorio o permanente, en la cual se encuentra el remitente por estar fuera de su ambiente debido a desplazamientos, voluntarios o no, como migraciones, acontecimientos bélicos, encarcelamientos; en la urgencia de comunicarse con otros, temporaria o permanentemente distantes, por motivos afectivos, educativos, expresivos o simplemente para dar o pedir noticias; en el deseo de exponer el propio pensamiento; de mantener contactos útiles; de abrir, profundizar o consolidar posibilidades de intercambio; de extender la propia influencia y el propio poder incluso en el terreno económico y financiero (es el caso de los políticos, los intelectuales, los empresarios y los máximos exponentes de comunidades religiosas, entre otros) o, por último, para pedir un beneficio, subsidio o ayuda para sí o para otros a autoridades y personajes en grado de conceder (o de hacer conceder) lo solicitado.
Vale la pena observar que mientras las preguntas relacionadas con el qué y el cómo encuentran respuestas muy variadas según los distintos escenarios y períodos en que se sitúen, en general los productos epistolares, los tipos de razones que indujeron en el pasado a una cierta parte (sea grande o pequeña) de la humanidad a servirse de la correspondencia escrita son, básicamente, más o menos siempre y en todo lugar las mismas, aunque con distinta graduación en su frecuencia según las motivaciones arriba enunciadas. Y este es un dato que confirma la impresión de continuidad y de coherencia de la epistolografía en el arco de sus muchos siglos de duración.
