Prólogos

Entrenamiento elemental para actores

El autor de El pasado presenta Entrenamiento elemental para autores, de Martín Rejtman y Federico León (La Bestia Equilátera). «Un cineasta y un director de teatro se juntan para poner en escena el ritual, la lógica y la práctica de una enseñanza que encuentra su campo de operaciones en los actores, materia prima humana que el cine comparte con el teatro»

Por Alan Pauls.

entrenamiento elemental para actoresFueron los griegos, esos inocentes depravados, los que enseñaron que enseñar no es un juego de niños. O sí, pero en un sentido incapaz de tranquilizar a jueces, psicopedagogas o maestras jardineras. “Pedagogía” comparte raíz con –entre otras palabras– “pedofilia”, y es cierto que guiar a un niño (el pedagogo es el que conduce) es empezar a amarlo. Platón puede publicitar a Sócrates y a su corte de discípulos como amigos de la verdad, gente razonable y civilizada que aspira al conocimiento sin otro interés que el bien que representa el conocimiento en sí mismo. Pero a la hora de la verdad, el filósofo actúa en los diálogos platónicos como un profesional de la seducción, alguien que usa la verdad y el camino hacia la verdad para atraer, dominar, persuadir, conquistar; es decir, para cometer con sus discípulos todas las chanchadas que la esfera autónoma y sagrada de la verdad parecía por definición dejar afuera. Uso “usa” de una manera un poco artera. Sócrates no es un violador de efebos, y sus talentos para la manipulación, que son inobjetables, no deberían eclipsar lo más importante del caso griego: la idea de que es el saber mismo, o mejor dicho la relación de enseñanza, lo que está tramado desde el vamos, originariamente, con la materia, los hilos y la fuerza de las bajas pasiones. Enseñar, para Sócrates, no es una práctica neutra, y mucho menos abstracta. Enseñar es intervenir de todas las formas posibles en ese campo de relaciones que configura una situación de enseñanza. Por más desinteresado que se presente, el amor de la verdad está veteado de ambición, envidia, competencia, voluntad de poder. Es una lástima que los artistas se metan tan poco con la enseñanza. A veces hablan, pero no mucho más que eso, y a menudo para repetir lo que todos sabemos: que en el fondo son autodidactas. A veces hablan de enseñar porque la docencia es lo que les permite vivir. Pero hablan como maestros, casi nunca como los alumnos que alguna vez fueron. Es raro que un artista exponga lo que aprendió y cómo lo aprendió o lo que enseña y cómo lo enseña en su arte, en la esfera específica de lo que hace, la esfera de esa práctica que de algún modo no deja de ser el efecto de los maestros que tuvo, los métodos a los que se expuso, las escuelas en las que estudió, los compañeros con los que los compartió. Hacen falta un Beuys o un Thomas Hirschhorn o un Mike Kelley –tres artistas que no tuvieron miedo de encarnar al enseñante como artista, y a veces hasta al enseñante como corruptor– para descubrir hasta qué punto enseñar, entrenar, formar, educar pueden ser materias artísticas incandescentes, cargadas de una intensidad y una significación insospechadas.

 

Algo de esa deuda entre arte y pedagogía parece saldarse con Entrenamiento elemental para actores. Un cineasta (Martín Rejtman) y un director de teatro (Federico León) se juntan para poner en escena el ritual, la lógica y la práctica de una enseñanza que encuentra su campo de operaciones en los actores, materia prima humana que el cine comparte con el teatro. Primera lección del experimento de Rejtman y León: los actores no son los destinatarios de la enseñanza; son sus objetos. El hecho de que sean chicos entre ocho y doce años no hace sino subrayar esa condición. Aquí, como en general en el film, Rejtman y León repelen toda coartada progresista. (Se podría incluso decir que Entrenamiento... es la película más antiprogresista que haya dado el nuevo cine argentino). Esa identificación entre discípulo y objeto es quizá una de las decisiones más osadas y problemáticas del film. Si la toleramos, si la aprobamos aun contra nuestros recelos de biempensantes, si llegamos a veces a aplaudirla, es porque estamos como magnetizados por el vértice que la hace posible: el personaje de Sergio, el profesor de teatro, la gran invención monstruosa de Entrenamiento...

Sergio pregona una pedagogía actoral de punta, radical, alérgica a los estereotipos, hostil a toda forma de populismo (el de los padres de los chicos en primer lugar, pero también el del público y el del show business, con sus fastos de fama y fortuna), y la articula ante sus pequeños discípulos con la determinación de un fanático, sin diluir jamás la densidad de su discurso, con la misma jerga técnica, las mismas referencias culturales y los mismos sarcasmos que usaría si tuviera enfrente a los peores competidores del ramo. Pero este maestro ejemplar, que trata a sus discípulos niños de igual a igual, renunciando al arsenal de condescendencias con que sus colegas –incluso Gonzalo, el gordo zumbón que lo reemplaza cuando una angina lo retira de su puesto de combate– pretenden metérselos en el bolsillo, es un talibán ciego que solo conoce el monólogo, contesta él mismo las preguntas que hace en voz alta y siempre lo sabe todo antes que todos. Sergio no quiere “hacerse entender” (su discurso es uno, siempre el mismo, inadaptable, intraducible); no quiere convencer (lo tienen sin cuidado las argumentaciones, los matices, la negociación). Su discurso es un flujo continuo, sin pausas ni titubeos, que arrastra ideas de una precisión diabólica pero también citas, referencias a la cultura de masas, ejemplos, incluso pequeños “números” (cuando silba la canción de Carly Simon de Secretaria ejecutiva, por ejemplo) en los que él mismo se permite insinuar un leve lapsus actoral. Es el discurso que precede y sostiene la disciplina, la batería de tests antropotécnicos que son la columna vertebral de Entrenamiento...: ejercicios de observación y mimetismo, recuerdos conducidos, caídas, entradas y salidas por puertas de utilería, prácticas de relajación y autodegradación, rituales de espera... El discurso, como los ejercicios, solo quiere operar, modelar, esculpir, confiado en que esas pequeñas fuerzas humanas que tiene a su cargo serán capaces de lo imposible cuando las multiplique el largo camino del ejercicio.

De modo que la doctrina del “de igual a igual” no es precisamente el fundamento de una relación horizontal, equitativa, sino de su contrario: relación de imposición, de dominación, incluso sadismo. Esa paradoja es uno de los rasgos más perturbadores de este personaje extraordinario. Reconoce a los chicos como sus semejantes (algo que ni sus propios padres están dispuestos a hacer), los considera a su altura, dignos y lúcidos como él, capaces de entender su lenguaje sin simplificaciones denigrantes, pero al mismo tiempo no para de aplastarlos con su incontinencia verbal, de enmudecerlos, de experimentar sobre ellos las exigencias de la máquina disciplinaria de la que depende su utopía.

Porque en el horizonte de este inspirado energúmeno hay, efectivamente, una utopía irreprochable. Sergio trabaja con personas, no con “productos”. Pregona el cuidado de sí, la autorreflexión y la distancia crítica, no el conformismo. Quiere formar actores, no “niños actores”. Piensa en términos de procesos, no de resultados. Cree en el trabajo, la invención y el compromiso, no en satisfacciones vulgares como el aplauso o la risa. Induce transformaciones integrales, no virtuosismos técnicos. Su ambición última –como por definición la de toda pedagogía– va más allá de la esfera específica de su acción; es formar superhombres –o al menos superniños. De ahí su estupor cuando la madre de una de sus alumnas, en una suerte de corte marcial de padres, le reclama una clase abierta, una muestra de fin de año, algo, cualquier cosa que pruebe los progresos de su hija. “¿No notás una diferencia entre la primera Camila y la Camila actual?”, pregunta él. “¿Qué querés decir? ¿Cómo actúa o cómo es?”, pregunta ella. Y él, escandalizado: “¿Me estás hablando en serio? ¿Todavía no entendiste que es parte de lo mismo?”. No, no entendieron.

No entenderán nunca, ni siquiera cuando Sofía –la outsider del grupo, a la que Sergio, con toda crueldad, convierte en chivo expiatorio–, acorralada por el maestro, se caiga de la escalera en medio de un ejercicio y vuelva a su casa con el brazo enyesado. Yeso real, no de ficción, no como el que luce al principio Paula, la alumna que imita a Ponette junto al televisor. (Ese pasaje a lo real es el logro máximo del sistema pedagógico de Sergio, pero no tanto por su dosis de sadismo como por el modo en que articula la ficción y la realidad, la actuación y la verdad, el teatro y la vida). Mientras ellos, los padres, piensan en teatros, telones, comedias musicales, flashes, bordereaux, él, Sergio, solo tiene en mente la perfección de un modelo que excede todas esas vulgaridades, suerte de ascesis extrema –hecha de vanguardismo y de severidad puritana– en la que convergen la lucidez, el espíritu crítico, el dominio de sí. ¿Hace falta decir qué perdida está la causa que defiende? Las escenas del final, que lo sorprenden en una vida cotidiana ordinaria, entre asados, siestas y apuros de microcentro, hacen pensar en esos documentales empecinados en develar cuán inesperadamente chata es la vida privada de los Grandes Hombres: dictadores que toman sol con una manta sobre las piernas, genios lavándose los dientes, generales de compras en el supermercado, espíritus notables picoteando grisines en el restaurante.

La única esperanza de Sergio son sus discípulos. Lo detestemos o lo adoremos, no dejamos de hacernos esa pregunta a lo largo de todo el film: ¿qué saldrá de esas clases que se parecen a sesiones de adoctrinamiento, a lavados de cerebro, a ceremonias de tormento? ¿Qué hay en el silencio inmóvil con que los chicos lo escuchan, en la docilidad con que una y otra vez pasan al frente y ejecutan órdenes? ¿Terror? ¿Concentración? ¿La promesa de una liberación? ¿El sueño de hacer con todo eso algo con lo que Sergio, que lo sabe todo, ni siquiera alcanza a soñar? Quizá la respuesta esté al principio de Entrenamiento elemental para actores, en esas escaramuzas nocturnas donde los discípulos ejecutan en sus casas la disciplina aprendida en el búnker de Sergio. Brian se esconde junto a una ventana iluminada; Lourdes roba los controles remotos y los guarda en una caja bajo llave; Ulises observa a sus padres dormir. Los chicos se mueven decididos, como sonámbulos o poseídos. Podrían ser espías, agentes de una fuerza superior contrabandeados en sus propias vidas como un veneno o una bomba de tiempo. Vaya uno a saber. Pero son otros, esa clase inquietante de otros con que las madres y padres de las películas de terror se topan por las mañanas cuando los van a despertar, creyendo que despiertan a sus hijos de siempre.

Y eso ya es un buen comienzo.

 

Para seguir leyendo:

Portavoces

    : una lectura de Camila Fabbri.

 

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