El sentido de los monstruos
Por Diego Erlan
Miércoles 12 de abril de 2017
"Los peores monstruos no son esos sino los que se parecen a nosotros, los que no tienen ninguna forma espantosa, los que viven en el interior de nuestros pantanos". El autor de El amor nos destrozará y La disolución, y su texto para el Manual de zoología fanástica del Filba Bariloche.
Por Diego Erlan.
Nunca hasta ahora había escuchado hablar sobre el Cuchivilu. No es un insecto. No es un malestar estomacal. No es una forma de la resaca. Se trata de un animal monstruoso, un ser mitológico de la patagonia chilena proveniente de las islas del Pacífico Sur. Entre los pueblos huilliches circulaba la leyenda que el cuchivilu emitía un extraño grito, una suerte de mantra que decía: “cru cru cru” y aquel que lo escuchara estaba destinado a morir en poco tiempo. Mitad chancho y mitad culebra, este producto surgido de la afiebrada mente del demonio, es un ser degenerado, contrario a la naturaleza, que vive en cuevas cerca de los pantanos y se arrastra por la costa destruyendo las trampas de los pescadores para comerse los peces y contaminar las aguas. El nombre proviene de dos voces mapuches diferentes que, como el ser en sí, une dos naturalezas distintas para crear algo horroroso, inconcebible. Sabemos que el cristianismo tenía al puerco como un animal inmundo mientras que la serpiente era la representación de satanás, un animal condenado a arrastrarse de por vida y lamer el polvo. Los pueblos donde circuló este mito del cuchivilu necesitaban encontrar las causas de ciertas fatalidades y esta figura las sintetizaba. Como entiende Evaristo Molina Herrera en un trabajo sobre la mitología chilota, los huilliches tenían espíritu aventurero y carácter fatalista, siempre tendiente a admitir lo inevitable con resignación. Para ellos la naturaleza era algo vivo lleno de magia, misterio y horror. El archipiélago de Chiloé, donde circuló la leyenda del cuchivilu, tiene características volcánicas y sísmicas y está rodeado de un mar que oscila entre la calma y la hostilidad.
Las misiones jesuíticas llegaron a la zona hacia fines de 1595. Cuarenta años antes ya circulaban por Europa los bestiarios de monstruos y prodigios con ilustraciones de animales reales o imaginarios que tenían un objetivo moralizante: cada figura estaba relacionada con significados relativos a la formación de virtudes y denuncia de vicios. Esas mismas láminas llegaron con la evangelización y funcionaron de la misma manera pero se aplicó en ellas un proceso de traducción por parte de las culturas nativas. Desde hace años me pregunto cómo exponer esa traducción. Uno de los casos más interesantes fue el de la Trinidad. Evangelizar un dogma que plantea que Dios es uno y trino resulta de una complejidad absoluta. Una de las formas encontradas para representar esa idea delirante fue el de un cuerpo con tres cabezas o, más extraño aún, la de una cabeza con tres rostros. Se puede rastrear la existencia de esta figura, conocida en la historia del arte como la Trinidad Monstruosa, hasta en algunas catacumbas romanas, pero más bien proviene de la tradición hermética del siglo XVI y del gusto del Barroco por las imágenes deformes. Llegó a ser prohibida por el Concilio de Trento. Incluso está el caso de una pintura de Gregorio Vásquez Arce y Ceballos, un pintor de la Nueva Granada, que había compuesto una de esas extrañas representaciones de la Trinidad en la forma de una cabeza con tres rostros. Al enterarse de la prohibición tuvo que disfrazarla y pintar encima de ella la figura de un Cristo Pantocrator, que todavía puede verse en Bogotá.
Las órdenes religiosas no concibieron la evangelización de los pueblos originarios del mismo modo. Franciscanos y dominicos, por ejemplo, eran partidarios de hacer tabla rasa con todo culto religioso de origen precolombino, interpretándolo a la luz de la demonología europea. En cambio, los agustinos y los jesuitas prefirieron sacar provecho de las historias de dioses paganos y mitos culturales. Los huilliches, los chonos o los payos, pueblos mapuches del archipiélago de Chiloé, estaban rodeados de una presencia imponente, impredecible, fuente de alimento y vía de comunicación: el mar. Debía haber una razón para que las trampas con las que atrapaban los mariscos o los peces algunas veces aparecieran destruidas. Atribuían la desgracia a algo o a alguien que la hubiera provocado: un ser mitológico, un espíritu maligno o simplemente un brujo. Esas eran sus creencias y ese es el sentido del mito. Otro tema es el carácter monstruoso del ser. Históricamente los monstruos fueron una presencia necesaria para echarles la culpa de los males. Así fue en 1512, por ejemplo, con el Monstruo de Rávena. Aldrovandi, en 1642, lo supo describir con alas de murciélago, genitales hermafroditas y garras. A medida que pasó el tiempo fue mutando. Se le atribuía la culpa de la guerra entre Maximiliano de Alemania y Luis XII de Francia por controlar la República Veneciana. Suele suceder que llamamos monstruos a lo que no podemos entender, a lo inconcebible, a lo impensable. Y quizás, como ocurrió con el monstruo de Rávena, sólo se tratara de un bebé recién nacido aquejado seguramente con el Síndrome de Roberts, malformación genética que recién empezó a estudiarse a fines del siglo XIX. Volvamos a las islas. El cuchivilu fue un monstruo alimentado por la imaginación de los isleños para tratar de darle nombre a lo incomprensible pero de ese modo lo ubicamos en otro plano, en uno que no podemos enfrentar, propio del carácter fatalista de estos pueblos. Otro aspecto que resulta interesante analizar sería la cantidad de seres mitológicos (o monstruosos) que utilizan alguna característica porcina en su constitución. La Cuyancúa, en la zona de El Salvador, también es mitad cerdo y mitad serpiente, pero su presencia anuncia la lluvia. El sonido que emite la Chancha con cadenas en las vías del ferrocarril produce demencia al escucharlo. Wilcock tiene un cuento que habla de los donguis, unos seres que parecen un lechón transparente, una especie de agua viva, como si fueran gusanos con forma de lechón, ciegos, sordos, que viven en la oscuridad y habitan en las vías muertas del subterráneo. Dice Wilcock que en la estación de Constitución está lleno. Expectantes. Con esas bocas en forma de cilindro cubierta de dientes córneos en todo su interior para triturar a sus presas. Los donguis también emiten un sonido. Wilcock no lo describe pero lo imagino monstruoso. Como una risa. Como ese croar deforme que repite: “cru cru cru”. Pienso que podría ser una traducción urbana del cuchivilu. Pienso también que esos monstruos tienen cierta belleza y que los peores monstruos no son esos sino los que se parecen a nosotros, los que no tienen ninguna forma espantosa, los que viven en el interior de nuestros pantanos.