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El secreto y la liebre

Foto por: Jiniva Irazábal

Uno de los textos leídos en el Filba, escrito por el músico, compositor y gestor cultural Martín Bauer. 




Por Martín Bauer



 

C. K. Chesterton decía que la mejor manera de guardar un secreto era gritarlo a los cuatro vientos. Algo de esto pensaba también Poe, que en su cuento “La carta robada” propone que dejar algo a la vista, es la mejor manera de ocultarlo. 

Vivimos en un tiempo convulsionado por la aceleración, que ahonda la distancia cultural entre generaciones. Este no es un proceso inédito, aunque esta vez la distancia alcanzada sea vertiginosa. ¿Dónde quedaron nuestros secretos? 

Se entrena a la inteligencia artificial para también poder equivocarse, y nosotros tememos perder -quizás ya haya sucedido- ese milenario privilegio.  

También el de arrepentirnos. 

Así, el valor de la intimidad, entendiéndola como lo que uno quiere mantener en silencio, adquiere una relevancia enorme. 

Estamos experimentando el modo que tiene lo nuevo de irrumpir en nuestra existencia. En este sentido podríamos decir que en estos tiempos en los que pareciera ser que todo se sabe, los secretos adquieren un valor de resistencia. La intimidad, el mundo propio, esas cosas que uno comparte con muy poquitos interlocutores, la posibilidad de escuchar y quedarnos mudos, en silencio, guardando algún secreto, es una opción.  Mantenernos callados, lejos de las certezas mudas o las soluciones estereotipadas, nos ofrece un acceso inédito a las dificultades 

Se dice, se sabe, o algunos saben y lo dicen, que un secreto, aún inconsciente, está hecho para ser contado. Saber lo que no puede decirse es incómodo, pero para quien guarda un secreto, ese secreto tiene un valor de verdad. Por eso lo guarda. 

Kafka decía que es difícil hablar de la verdad -a mí me gustaría parafrasearlo diciendo que es difícil hablar de verdad- pues aunque solo haya una verdad, ésta está viva y posee entonces un rostro vivo y cambiante. 

Maurice Blanchot, que siempre va un paso más allá, decía que la verdad es nómade 

¿Y el secreto?  

No tanto. Aunque el mundo actual nos invita a no parar de hablar y a no parar de escuchar, el secreto sigue siendo algo personal. 

Se entiende a qué nos referimos cuando hablamos del mundo moderno. Pero he aquí la primera paradoja: hoy la realidad se parece mucho a la pintura de Brueghel, el gran pintor holandés del siglo XVI. En sus cuadros está todo expuesto. Se ve todo.  

Guardar un secreto hoy, probablemente se emparente más por ejemplo a la pintura de Rotkho. Es de una belleza contundente que no se entiende del todo.  

Cercana al silencio. No se explica. Pero no al silencio que uno puede asociar a las meditaciones del Meister Eckhart, sino más bien a lo que sucede cuando uno decide cerrar la boca y no contar algo. Se acerca más a lo que Spinetta decía en aquella canción. Es “el vestigio del futuro”. 

El secreto es también como el futuro, de una imperfección verdadera. 

Esto no lo digo. Esto me lo guardo. Ya llegará el momento. Si llega. 

Todo esto me acerca a “Funes el memorioso”, el inolvidable cuento de Borges de 1944, que funciona como una verdadera obra de anticipación a la inteligencia artificial que mencionamos.  

La imposibilidad de olvidar y la compulsión de Funes a recordarlo todo, nos propone un infierno: la ausencia de secretos. Así lo presenta a Funes Borges, que de secretos sabía mucho. 

Lo mismo ocurre en otro estilo y de otro modo, en la obra “Not I” de Samuel Beckett. 

Beckett fue el maestro del silencio. Él sí sabía cómo callarse la boca. Él sí sabía guardarse un secreto y lo escribía magistralmente. Encontró un modo apasionante. La descripción sin opinión. 

Me gustaría recordar ahora lo que Morton Feldman decía de Franz Schubert. “En el Schubert tardío, la transición de una idea musical a otra, no solo es evidente, sino demasiado evidente. Como un mal jugador de poker, Schubert siempre muestra las cartas. Pero su virtud es sin embargo, este mismo defecto, este mismo fracaso. En él, vemos toda la ingenuidad, todo el genio del artista”. En Schubert no hay secretos. En Brahms sí. 

Para guardar un secreto se necesita una tenacidad implacable que evoca más a la naturaleza que a cualquier inventiva o decisión humana. Recordemos por ejemplo el diálogo entre Bruto y su mujer Porcia, en la primera escena del segundo acto de Julio César, la genial obra de William Shakespeare. Permítanme citarlo: 

Porcia: “Bruto mío, tu sufres de un tormento de la mente, que por virtud y derecho de mi título, debo conocer en su detalle. De rodillas te conmino, por mi celebrada belleza, por todas las promesas de amor, y la mayor de todas, por esa que nos entretejió en un solo cuerpo, a que descubras ante mí, tu sombra tu mitad, aquello que tanto te inquieta” 

Bruto: “No supliques dulce Porcia” 

Porcia: “No tendría necesidad, si tu fueras el dulce Bruto. Pero dime Bruto: ¿En qué cláusula del contrato conyugal, me está vedado conocer los secretos que te conciernen? Soy parte de ti o eso creo, ¿Sólo cuando te conviene? 

Bruto: Eres mi verdadera y legítima esposa, tan querida como las rojas gotas que visitan mi atribulado corazón 

Porcia: De ser así, conocería tu secreto. Soy la mujer de Bruto, pero también la hija de Catón. Confíame tus proyectos. No los develaré 

Bruto: “Ah dioses. Háganme merecedor de esta mujer tan noble. Muy pronto tu pecho sabrá qué esconde mi alma. Te explicaré esas perturbaciones que lees en la inquietud de mi mente”  

Claro, Bruto no podía contarle a su mujer que estaba conspirando nada menos que para asesinar al César. Pero Porcia sabía que algo pasaba. Sabía sin saber que sabía. 

Por eso dice Ian Cott que Shakespeare es más verdadero que la vida. 

Aquí el silencio y el secreto adquieren dimensiones muy dramáticas, pero quiero compartir con ustedes algunas historias que me gustan mucho, sobre todo una de John Cage, que ofrece una variante cotidiana del secreto y el ocultamiento, pero que afectan tanto a las personas involucradas.  

Es, para Cage, un recuerdo infantil. ¿Podríamos decir que fue esta historia la que originó tempranamente el interés de Cage por el silencio? Por lo pronto está incluida en un texto llamado “Credo”, que forma parte de su libro Silence 

“Era miércoles. Yo estaba en Sexto grado. Escuché a lo lejos a mi padre diciéndole a mi madre: preparate. Nos vamos a Nueva Zelandia el sábado. Yo me preparé. Leí todo lo que podía encontrar en la biblioteca sobre Nueva Zelandia. El sábado llegó. No pasó nada. El proyecto no fue ni siquiera mencionado. Ni ese día ni ningún día sucesivo”  

Hoy podríamos decir que los padres de Cage fingieron demencia. ¿Pero lo habrán hecho cuando lo conversaron o cuando no dijeron más nada? 

A Cage lo marcó mucho esa anécdota y quizás le enseñó a no esperar nada de nada y a no tener que tomar decisiones cuando componía. Quizás fue eso lo que lo acercó al I Ching y al azar. Cage fue, entonces y después, un devoto de la indeterminación. 

A Cage le podría haber contestado Charles Dickens quien en “Tiempos difíciles dice: “En la vida, caballero, lo único que necesitamos son verdades. Nada más que verdades”. Por supuesto me siento más cerca de los padres de Cage que de Dickens, aunque estos tiempos sean también difíciles. 

Pirandello decía que la vida o se escribe o se escucha. Hay una variante que no consideró: también se calla. Por eso el silencio existe cuando uno lo crea. Y puede estar poblado de secretos. Hablar no es entenderse. Es, con la mejor de las suertes, querer entenderse. 

¿Y cómo se devela un secreto? ¿Cómo irrumpe quebrando el deseo de cualquiera de los involucrados? 

A veces los secretos importan menos por su contenido que por sus destinatarios. Contar un secreto puede ser también algo entrañable y anácrónico, y pueden develarse por azar, como quizás le hubiera gustado a Cage. 

Hoy, cada vez más, hemos aprendido a no tener vergüenza, y a no disfrazar la curiosidad. El secreto nos exige a veces, aunque suene paradójico, a abandonar el disfraz de la sinceridad. 

Román Gary, escritor francés, vuelve a su casa materna después de la guerra.  

Al llegar se entera que su adorada madre, con quien él había mantenido sin interrupciones una asidua correspondencia, había muerto de cáncer en 1942. Tres años antes. Ni la muerte había podido interrumpir la intensa comunicación entre la madre y su hijo. Antes de morir, ella había dejado escritas unas 250 cartas que entregó a una amiga con la instrucción de que ella las fuera enviando a su hijo mientras durara la guerra y hasta su regreso. Hizo un buen cálculo, lo que le permitió mantener su muerte en secreto. Conversaron epistolarmente sin ningún problema durante todos esos años. 

Ya sabemos que conversar es entregarse a la fascinación por la ausencia de tiempo. La interrupción de la conversación, y por tanto del secreto, no le quita ningún valor a la cartas, sino por el contrario, las puso de relieve, y develó a la madre como una gran inventora de trivialidades cotidianas: “Hoy comimos milanesas. No sabés lo bien que me salieron. Todos me las festejaron”. “Ayer fuimos a la Iglesia a escuchar a un organista cuyo nombre no recuerdo. Hizo una obra de Bach preciosa. Tampoco recuerdo cómo se llamaba. ¿Estaré perdiendo la memoria?”. “ No sé por qué se adelantó tanto el invierno. Es Octubre y ya hace mucho frío. Tendré que ir a buscar ropa de abrigo al altillo”. 

No cualquiera sobrevive a su muerte. 

Hay otro ejemplo literario, que a mí me gusta mucho. No se trata esta vez de un hecho verídico, sino un invento de un escritor: Julio Cortázar. En el cuento “La salud de los enfermos”, del libro Todos los fuegos el fuego, las cartas son el modo que encuentra una familia, para ocultar a una madre enferma crónica, la muerte accidental de uno de sus hijos. Inventan que ese hijo, en realidad muerto en un accidente en Montevideo, está trabajando en Porto Alegre. Así, van llegando desde Brasil periódicamente las cartas que en realidad escriben sus otros hijos, los hermanos del muerto. Ella las recibe, las lee, pero nota algo extraño, no verosímil. Su hijo no se dirige a ella con el apelativo que era un secreto entre ambos.  

Los secretos también pueden ser inoportunos, y también pueden ser develadores. ¿Qué es entonces un secreto? 

Imaginemos a los primeros lectores de Fervor de Buenos Aires en 1923, que leen a Borges sin saber quién era Borges.  

Los secretos pueden adquirir formas impensadas. 

Quiero terminar este escrito contando una historia personal, que si bien no es estrictamente secreta, podría serlo. En cualquier caso, es algo que nunca le conté a nadie. Tiene un significado muy importante para mí. Hoy lo hago por primera vez. 

Cuando salí del secundario, al tiempo que continuaba con mis estudios musicales, me anoté en la carrera de Psicología de la UBA. Cursé la carrera durante dos o tres años a los tumbos, hasta que finalmente decidí abandonarla. Ahí la conocí a Minou, la madre de mis hijos. Lo único bueno de esa experiencia. 

Cuando dejé la facultad, mi abuela Mina, una inmigrante rusa, apasionadamente comunista y apasionadamente estalinista a quien yo admiraba con fervor, le dijo un día a Minou en tono de confidencia secreta: “Minou, tenés que insistir para que Martín termine la carrera de psicología, porque para dedicarse a la música hay que tener mucho talento, y si Martín lo tuviera ya nos hubiéramos enterado”. 

Le agradezco mucho a Minou que no haya guardado el secreto porque desde ese momento y hasta ahora, me dediqué a desobedecer retrospectivamente a mi abuela, sin que esa desobediencia significara un desafío o una meta, sino tan solo entender que aún estando en lo cierto, uno puede equivocarse. O, como decía mi querido amigo y maestro Mariano Etkin, “uno nunca sabe por dónde salta la liebre”. 

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