El legado de Andrés Rivera
Gentileza familia Ribak
Por Natalia Gelós
Miércoles 23 de agosto de 2017
Fallecido a fines de 2016, este año se cumplen 60 años de la publicación de su primera novela y 30 de la edición de La revolución es un sueño eterno. Natalia Gelós entrevistó a su hijo, quien quedó ante la tarea de organizar sus archivos, que dejó en bolsas inesperadas: hay cartas con Piglia, manuscritos, cuadernos y los detalles de un registro obsesivo del trabajo.
Por Natalia Gelós.
Cuando Jorge Ribak entró a desmontar el departamento del barrio de Belgrano donde Andrés Rivera, su padre, vivió durante muchos años, alternando con estadías en Córdoba, encontró un mundo en el que todavía vibraba ese escritor que además fue periodista y un lúcido pensador de la realidad del país.
Había cosas que ya conocía: ahí estaba el ventanal que da al río iluminando el comedor, su mesa rectangular, el sillón azul, el televisor de tubo, el cuadro que le regaló Gorriarena. Estaban sus libros ordenados en largos estantes alrededor de la sala. Cosas cotidianas que de pronto se convertían en cables con línea directa a él. Pero también, y para su sorpresa, había unas bolsas de consorcio con papeles en su interior: eran sus originales (la obra de Rivera se compone de treinta libros), cartas y recortes; un tesoro que permite verlo con sus mañas, sus detalles.
Ph|Daniel Berbedes
Rivera, que en su documento de identidad figuraba como Marcos Ribak, murió a los 88 años, el 23 de diciembre de 2016, en Córdoba, donde vivía con Susana Fiorito. En su casa en Caballito, días después de guardar las cosas de su padre, Jorge Ribak muestra algunas fotos de esa tarde en la que fue a vaciar el departamento de Belgrano. Un amigo hizo el registro. En la pantalla aparecen imágenes de sus libros escritos y leídos (se llegan a ver las tapas de Las novelas de lo grotesco, de Sherwood Anderson, la Narrativa Completa de Nathanael West, Autobiografía de Alice B. Toklas, de Gertrude Stein), una mesa con su máquina de escribir y un J&B que asoma al fondo. La mesa del comedor donde veía alguna película luego del almuerzo, una pizarra en la que colgaban todavía recortes o imágenes pegadas por él mismo. En un tríptico artesanal había juntado a Freud, a Einstein y a Marx, por ejemplo. Se ve un placard a medio vaciar del que cuelgan unas cuantas camisas Grafa de las que él solía usar.
Hace unos años, en una entrevista, Rivera contaba que debía asistir a una presentación y debía vestirse “bien”: “Trataré de ponerme un uniforme, un traje –dijo–. Lo que no voy a ponerme es corbata, porque no la soporto. Es en el Hotel Alvear. Pongamos las cosas en claro. Yo lo pensé: si voy con esto y ese saco que está ahí, ¿qué es lo que van a decir? Que me estoy mandando la parte. Yo puedo hacerlo sin inhibición alguna pero no quiero que después digan ‘Mirá, Andrés Rivera vienen aquí disfrazado de proletario’. Si hay crítica, que esté fundada, no que yo les ofrezca eso. Ese traje que me voy a poner lo hizo mi padre, lo debo haber usado seis o siete veces en toda mi vida. Después tengo que verme con Alberto Díaz, editor general de Seix Barral, Planeta. Voy a comer unos saladitos, una copa de champagne, saludaré a alguno que otro y volveré a casa. Yo prefiero sentarme frente al televisor, servirme una medida de whisky y ya está”. Esa honestidad categórica siempre caracterizó al escritor. En la intimidad, era igual, según dice su hijo.
Ph|Daniel Berbedes
Ribak habla de su padre con cariño. Nació en 1961, es abogado, mago y actor (en estos días sube a escena con la obra Días Rusos de Mirta Bogdasarian). Cuenta que Rivera siempre lo apoyó: “Cuando empecé a estudiar magia, el viejo me dijo: ‘Si vas a ser mago, tenés que estudiar teatr’, y me recomendó a Alezzo. En realidad, cuando me presentaba decía: ‘El doctor Ribak’. Le daba bola al tema de la magia y todo eso, pero me presentaba así. De todos modos, no desdeñaba ni descalificaba lo artístico para nada”. Lo recuerda también como alguien afectuoso.
Sobre las rutinas del autor de La revolución es un sueño eterno cuenta, por ejemplo, que usaba cuadernos espiralados para todos sus trabajos; en uno así estaba el original de esa novela que en 1992 obtuvo el Premio Nacional de Literatura.
“Escribo: un tumor me pudre la lengua”.
La letra manuscrita se ve prolija, apenas flotando sobre la línea de renglón; sin tocarlo, sin bajar, como siguiendo una raya imaginaria, apenas, por sobre la que impone el cuaderno. Ribak cuenta: “El tema no era tanto levantar el departamento. El tema era lo que iba descubriendo. El viejo tenía bolsas que yo no sabía que tenía. La revolución, El farmer, todos los manuscritos. Y también me encontré con una carpeta que decía CARTAS. Hay todo un intercambio epistolar con Ricardo Piglia. Son relatos”. Y lee un fragmento fechado en 1999, enviado desde Princetown: “Querido Andrés: Aquí el invierno es el tiempo de los lobos que se asoman desde los bosques y los lagos cercanos a la orilla del pueblo, hambrientos y desesperados en el medio de la nieve…”. La carta sigue y habla de la muerte de Bioy Casares, de las actitudes de las mujeres que acompañan a los escritores.
Hay también cartas que Rivera le mandaba a Jorge Onetti, uno de sus mejores amigos, hijo de Juan Carlos Onetti. Y cartas de Susana Fioritto, su última mujer. “Él tenía una rutina. Escribía por la mañana”, sigue Ribak. “Lo que me acuerdo es de cuando conviví con él en la época de la dictadura, que es cuando nos rescata a mi vieja (Reneé Dana, su primera mujer) y a mí, al comienzo del golpe, cuando nos rajamos de Castelar. No fue su época más fructífera, porque recién había llegado Ajuste de cuentas. Por entonces, él estuvo diez años sin publicar. Había escrito Nada que perder y El verdugo en el umbral, pero estaban inéditos”.
Todavía le queda material por ver, por catalogar. No encontró, hasta el momento, nuevas ficciones. En los manuscritos originales, Ribak encontró, sí, las pequeñas obsesiones de su padre: cada jornada quedaba registrada con la hora en la que había comenzado y terminado, y el detalle de qué hojas había escrito en ese tiempo. Por lo general, el grueso del trabajo se hacía por la mañana. Mantuvo siempre esa dinámica. Un registro obsesivo de su producción.
¿No llevaba diario? ¿No encontraste algún material de ese estilo?
Lo que encontré fueron algunos papelitos que anotaba cuando se le ocurrían algunas ideas o palabras. Encontré una libreta espiralada chiquitita del 68 en la que habla de Pirí Lugones. En otra tenía registrada su internación en el Instituto de Médicas, donde lo operaron del riñón. El relato que hace ahí de las intervenciones de enfermeros y otros pacientes es maravilloso. Eso él lo vuelca en uno de sus libros, pero un poco, no todo.
¿Dejó alguna instrucción de qué hacer con su material?
No dejó instrucciones. Yo creo que hasta se olvidó de lo que tenía en esas bolsas.
¿Cómo era? ¿Hacía chistes?
Tenía humor negro. En el homenaje que le hicieron hace poco planteé que el viejo tenía una imagen más de gruñón o de parco pero en la intimidad era un tipo más afectivo y compañero. Si le caías bien, te llamaba, te agradecía. Si él tenía un tipo enfrente que le parecía un pelotudo, se lo decía en la cara. Tenía un gran vínculo con la gente de Sudestada.
¿Lo veías seguido?
Yo iba todos los meses a verlo a Córdoba. Le cobraba el Premio Nacional de Literatura y la jubilación y se los llevaba.
¿Podía vivir bien con lo que cobraba?
El premio era alto: el último estaba en 24 mil pesos. La renta vitalicia. Él tenía una señora que dormía con él a la noche. Tenía una chica que le hacía masajes a la mañana, movimientos, y un kinesiólogo. Para eso alcanzaba.
¿Realmente había dejado de escribir cuando lo anunció en 2011, luego de Kadish?
Sí. Yo creo que el viejo ya había escrito todo.
¿Cada cuánto venía al departamento de Buenos Aires?
Si bien todos los artículos hablan de su estadía en Córdoba con Susana, la verdad es que desde 2004 al 2012 se la pasaba en Belgrano, en este departamento. Es cierto que en los primeros años la estadía fue más prolongada, pero después viajaba una o dos veces a Córdoba por pocos días. Adoraba el departamento de Belgrano. Era su refugio.
En ese mismo rincón de Buenos Aires, solía recibir a los periodistas. Muchas veces contó ahí, ante el entrevistador de turno, cosas sobre su origen, sobre su infancia, como por ejemplo: “Provengo de un hogar obrero, mi padre fue dirigente sindical de los obreros del vestido desde los 30 hasta el advenimiento del peronismo. En mi casa se leía mucho, fundamentalmente material político. Un dato: yo era un chico enfermizo, entonces, para entretenerme leía algo que llevaba este título: ‘Memoria y balance del Comité Central Confederal de la CGT’, también, ‘El levantamiento de los mineros de Asturias’. Era por el 34... Tenía ocho años”.
Hay treinta libros e interminables ideas por ahí y por allá de un escritor que nunca titubeó para plantar posición y decir lo que pensaba. Quedan incontables entrevistas en las que habla claro del pasado, del presente. En estos días, Seix Barral lanzo Cría de asesinos, que reúne sus cuentos. Este año se cumplen treinta de la primera edición de La revolución es un sueño eterno y sesenta de la salida de El precio, su primera novela. Son todas excusas para volver a leerlo. O para leerlo por primera vez.
Gentileza familia Ribak