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Filba

El extra

Por Matías Aldaz

¡Todavía nos quedan perlas del Filbita pasado! Aprovechamos el verano para hacernos tiempo de leerlas y compartimos este texto que dejó Matías Aldaz sobre la curiosidad, la crónica de un pequeño extraterrestre de pueblo.

Por Matías Aldaz. Foto de Walter Sangroni.

 

«No tengo ningún talento en especial, solo soy apasionadamente curioso»

Albert Einstein

 

 

«Donde hay peligro, crece lo que nos salva»

Friedrich Hölderlin

 

 

«Con esta moneda me voy a comprar un ramo de cielo y un metro de mar, un pico de estrella, un sol de verdad, un kilo de viento, y nada más»

María Elena Walsh

 

Papá me transformó en extraterrestre. Yo tenía siete años y, para él, la altura ideal. Estábamos en la boletería del cine de Paso de los Libres. Me pidió que me sacara la ropa de la escuela: corbata, camisa blanca, pantalón, y me puso un traje que me cubrió hasta los tobillos. El traje era una mezcla de arpillera y gomaespuma. Cuando terminó de prenderme los botones de la espalda sacó una cabeza-cuello enorme de una bolsa y también me la colocó. Yo miraba a través de la tela finita que forraba la parte del cuello.

Adentro había un olor raro, como a comida.

—Tiene olor a comida, papá —le dije. No sé cómo hizo para escucharme, porque yo sentí que mi voz quedó ahí, atrapada en el cuello del extraterrestre.

—Es engrudo, no pasa nada —me contestó y enseguida lo llamó a uno de los empleados del cine, el que cortaba las entradas y pasaba las películas cuando faltaba Toto.

—Carlitos, vení.

Sentí la carcajada de Carlitos apenas entró a la boletería.

—Decime que no es un extraterrestre —dijo papá.

—Qué bárbaro, yo pensé que ustedes no existían, pero estaba equivocado —dijo Carlitos y me palmeó la espalda.

En aquella época el cine de mis padres era el centro del pueblo. También el de mi familia.

Un rato después papá me pidió que lo acompañara y salió de la boletería. Yo intenté seguirlo, pero la sala de proyección estaba demasiado oscura. Prendí el dedo con lucecita que tenía en la mano izquierda y pude ver su espalda; con eso era suficiente.

—Adónde vamos, papá —le pregunté, pero no me escuchó.

Salimos al hall y caminamos hacia la vereda. Eran las seis de la tarde y había sol.

—Esperame acá que voy a buscar el auto —me dijo y desapareció.

Yo quedé parado en el cordón de la vereda. Sentía la gente pasar y comentar cosas detrás mío. Como la cabeza pesaba, sólo podía mirar hacia adelante y esperar que nuestro Torino verde apareciera. Pero pasaban autos y autos, tocaban bocina, disminuían la velocidad, y del Torino ni noticias. En un momento uno frenó tanto que otro lo chocó de atrás. Los conductores se bajaron, miraron las partes golpeadas, se dieron la mano y se fueron.

Recién después vino papá. Estacionó el Torino en doble fila. Quise contarle lo del choque, y acaso inventar alguna pelea y algún herido, pero apenas empecé me agarró de la mano y me llevó al auto.

—A ver —dijo y me levantó de los sobacos. Me sentó en el capó y me acomodó en el centro, recostado sobre el parabrisas.

—Quedate quieto —dijo y me cruzó una soga por la cintura—. Agarrate fuerte de acá, no la sueltes por nada del mundo.

La soga me apretaba un poco y al mismo tiempo me hacía sentir seguro. Antes de salir papá prendió el grabador donde al mediodía lo había escuchado grabar la propaganda. Su voz salía poderosa por las bocinas en el techo del Torino: Gran estreno en Cine Teatro Ópera, la película que todos estaban esperando. Ahí hacía una pausa para que irrumpiera una música con violines y trompetas. Jueves, veintiuna quince horas, E.T. el extraterrestre, de Steven Spielberg, gran estreno en Cine Teatro Ópera; su cine.

Papá iba lento, como empujado por una brisa. En una cuadra la propaganda se había repetido al menos cinco veces. Llegamos a la calle principal y papá golpeó el vidrio y enseguida frenó y se bajó para decirme:

—Saludá a la gente, che.

Y yo comencé a saludar, y como tenía la cabeza de E.T. apoyada en el parabrisas y no tenía que hacer fuerza, la incliné hacia mi derecha. Así comencé a ver y a distinguir a los que iban por la vereda. Creo que vi a mi maestra, al papá de mi compañero de karate, al dueño del almacén donde compraba chipás antes de ir a la escuela.

Al llegar a donde la calle principal se cruzaba con la avenida de ingreso al pueblo, papá estacionó, me bajó del capó y me llevo a la vereda. La propaganda seguía en marcha: Mañana gran estreno en Cine Teatro Ópera.

Al primero que vi fue a Chipi. Después a Palín. Los dos eran mis compañeros de grado con los que no me llevaba bien. En realidad no es que no me llevara bien, ellos me trataban mal desde el mismo día que me presentaron en el aula. Yo era el nuevo, el raro, el medio boludo y ellos los más altos y fanfarrones del grado, combinación que impedía cualquier resistencia.

Chipi y Palín se pararon frente a mí. Eran enormes, me sacaban, fácil, una cabeza. Los miré y fue terror lo que me dio verlos tan de cerca. Terror de que me dijeran o hicieran cualquier cosa. Ahora iba ser el nuevo, el raro, el medio boludo y el extraterrestre. Cerré los ojos tan fuerte que hasta la propaganda de papá desapareció. Así estuve unos segundos, como encerrado en una habitación vacía del subsuelo. Hasta que oí:

—Hola, E.T.

—Hola.

Primero fue la voz de Palín. Después la de Chipi. Los miré, sus caras eran diferentes, parecían otros gurises. Y aunque fue revelador verles esas otras caras, lo que modificó todo fue notar que ninguno de los dos me miraba a mí, a mis ojos, sino hacia arriba, hacia la cabeza de E.T. Ahí me di cuenta de que podía espiarlos sin que lo supieran. Palín tenía dientes hasta en la lengua, Chipi no era tan rubio. Moví la cabeza como pude, hacia delante y atrás, y ellos interpretaron algo gracioso y se rieron y Chipi dijo:

—Vamos a ir a verte al cine.

—El domingo a la matiné —dijo Palín.

Yo levanté el dedo con lucecita, como E.T. hacía en el cartel de la película, y le apunté a la cara primero a Chipi, después a Palín. Los dos se volvieron a reír y retrocedieron unos pasos. Me puso contento, quizás porque era la primera vez que me relacionaba con ellos de manera amigable. Pero toda esa amabilidad terminó cuando Palín se acercó otra vez y me tocó la lucecita del dedo. Me di impulso y le pegué una patada en la canilla lo más fuerte que pude. Los dos agacharon la cabeza.

—Perdón, E.T. —dijo Palín y salió corriendo.

Chipi lo siguió. Esa misma noche, mientras hacía la tarea con el libro de lengua y repasaba la patada a Palín, me topé con algo que llamó mi atención. Oraciones que no ocupaban toda la hoja, que se cortaban a la mitad. Era un poema, el primero que leía en mi vida. Recuerdo la sensación de extrañeza que me dio. Y no pasé al siguiente, sino que leí el mismo varias veces. Fue algo que posiblemente, lo digo ahora, más de treinta años después, me agrandó el mundo, y al mismo tiempo me lo puso en la palma de la mano. Porque cómo era eso de comprarse un ramo de cielo, un metro de mar, un kilo de viento. Pero lo que más me maravilló fue la música de la rima. Y entonces, no sé por qué, tal vez para saber cómo era escribir y hacer música al mismo tiempo, compuse un poema. Me pasé un buen rato buscando rimas. Mi poema era cortito y no agrandaba ni achicaba nada, pero me lo acuerdo hasta el día de hoy.

E.T. le pegó una patada a Palín

Fue una patada sin fin

Palín no se enojó

Palín disparó como un sifón

Al otro día todo transcurrió igual: me levanté cerca de las doce, almorcé, y en la escuela, Chipi y Palín me trataron como siempre. La única diferencia fue la lluvia. Y aunque insistí bastante, no pudimos salir con papá a dar propaganda.

 

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