El chico del circo
Jueves 14 de enero de 2016
A partir de una continuidad casual entre personajes de cuentos de Federico Falco y Selva Almada, Luciano Lamberti define cierta idiosincracia de la gente de "provincia". Un texto que además puede leerse como una crítica literaria tan heterodoxa como genial de ambos escritores.
Por Luciano Lamberti.
Foto: Patricio Zunini.
Esta es la historia de una casualidad. Si quisiéramos ponernos esotéricos, diríamos que es la historia, en realidad, de una anomalía en la sucesión pacífica de hechos comprensibles de nuestra vida. Pero tomémoslo, por lo menos por ahora, como una casualidad.
En el 2010, Federico Falco publicó en Emecé la colección de relatos titulada La hora de los monos. Uno de los cuentos, que ya había sido publicado en la edición cordobesa de 222 patitos, se llama “Elefantes” y narra la historia de un circo que arriba a un pequeño pueblo. El hijo del dueño del circo, que es un niño, asiste, en la quincena que dura la estadía del circo, a la escuela local. En ese tiempo, una nena se enamora de él, entra corriendo al aula antes de que suene la campana y le da un beso. El chico del circo la sostiene y le devuelve el beso, empujándole un chicle adentro de la boca. La escena es infantil y a la vez tan violenta como una violación. Cuando el circo se va, deja olvidado a un elefante, que muere y se pudre en un basural y cuyos huesos terminan vendidos a un museo. Los que lo arman notan que falta un hueso, una pequeña vértebra. El narrador del cuento (un narrador extrañamente omnisciente para una época como ésta, donde todos los narradores sufren por lo menos algún defecto de la vista) nos revela algo que solo él y nosotros como lectores sabemos: la niña ha guardado un pequeño pedazo del esqueleto, junto al chicle. El cuento termina con estas palabras que siempre me parecieron tan geniales: “Era su souvenir”.
Nada más se nos dice del destino del elefante, de la gira del circo o de la niña. Imaginamos muchas cosas, y la riqueza del cuento proviene de esa palabra tan bien escogida: souvenir. Podemos ver a la chica creciendo, asistiendo a la escuela secundaria y quizás a la universidad, en la capital. Podemos verla emborrachándose en fiestas universitarias y entablando relaciones casuales. Podemos verla poniéndose de novia, casándose, teniendo hijos, comenzando a envejecer. Y podemos ver que todavía conserva su souvenir, un hueso que va ennegreciéndose, guardado siempre al fondo del cajón de la cómoda. Quizás el marido lo encuentra alguna vez y le pregunta qué es eso y ella le cuenta la historia, le habla del chico del circo. Quizás le miente, le dice que no es nada, y el marido, desatento como es, sencillamente pasa a otra cosa. Quizás los hijos (o, incluso, más adelante, alguno de sus nietos) le preguntarán por ese hueso viejo. Ella puede contarles una parte, riéndose de sí misma y de su propia ingenuidad, pero nunca podrá transmitirles el deslumbramiento de esa experiencia, tan única, depositada en ese objeto inexplicable.
Lo extraño es que ese chico aparece otra vez, casi idéntico, en otro cuento de la llamada nueva literatura argentina. Estoy hablando de “Chicas lindas”, el relato que pertenece al libro El desapego es una manera de querernos, de Selva Almada, recientemente editado por Random House. Publicado originalmente en el 2007, narra la relación de dos niñas que quieren ser grandes, que están aburridas, que ven el mundo de los bailes y el cortejo de sus primas con envidia. Suyas son las primeras experiencias de lo femenino y el despertar sexual, reflejado en la revista porno que encuentran y miran una y otra vez sin entender del todo, en el tedio y la magia del pueblo.
Pero entonces pasa el circo. Y con él, el chico del cuento de Falco vuelve a asomarse. Se llama Claudio, ahora, tiene “la piel aceitunada y los ojos azules”. La narradora se enamora de él, como no podía ser de otra forma: “Cuando el chico se soltaba del trapecio y quedaba suspendido esos escasos segundos eternos, yo sentía el corazón en la boca”. A diferencia del cuento de Falco, este es un amor que queda solo en ella, que no llega a concretarse. El circo se va, y eso es todo.
Tanto Falco como Almada provienen del interior, esa gran masa gris que los porteños llaman “provincia”. En ese sentido, no es extraño que sus experiencias se crucen en algunos puntos. Para ambos, el circo significa la ruptura con una normalidad enloquecedora. Llegan los freaks y nada va a ser lo mismo. Sobre todo si, como en su caso, son vistos por niños, incapaces de advertir el patetismo: lo leones mal alimentados, los payasos alcohólicos y fumadores crónicos, esa clase de cosas. Si lo ven, no les importa. La clase de magia que el circo trae a provincias es oscura: la magia de lo desconocido, del otro. Ese “otro” fascina y a la vez da miedo. “Las madres tampoco dejaban a sus hijos acercarse al baldío; podrían raptarlos o llevárselos a la partida, convertidos en saltimbanquis o en malabaristas”, dice el cuento de Falco. “Que roban a los niños y se los llevan para trabajar”, dice Almada.
Ambos tiene razón. Han visto como niños, y todos los niños saben que el circo es una entidad paranormal, siempre la misma, con diferentes caras: eterna, secreta y oscura.