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El agua es el lenguaje

Por Sebastián Martínez Daniell

 

"Que fuésemos, al menos por un momento, peces": el autor de las novelas SemanaPrecipitaciones aisladas Dos sherpas, uno de los cuatro responsables de la editorial Entropía, compartió el texto que sigue en la última edición del Filba.

Por Sebastián Martínez Daniell. Foto de Walter Sangroni.

 

Yo había escrito un texto. Un texto para compartir hoy, acá, con ustedes. Un texto malogrado, que ya nunca va a ser leído. Un texto que empezaba con una cita de David Foster Wallace, de un discurso que pronunció en 2005, en una universidad de Ohio, tres años antes de cruzar el patio trasero de la casa y colgarse de una viga. Aquella disertación de Foster Wallace arrancaba, a su vez, con una fábula. Una historia sencilla sobre dos peces jóvenes que nadan por el mar. Estos dos peces se encuentran con un pez más viejo que los interpela: “¿Qué tal está el agua hoy, muchachos?”, les dice. Los peces jóvenes se excusan, se despiden, siguen nadando en silencio, aturdidos. Hasta que, al rato, uno de ellos mira al otro y le pregunta: “¿Qué demonios es el agua?”.

El texto que yo había escrito señalaba que Foster Wallace veía en esa breve parábola una moraleja: las realidades más evidentes y ubicuas son habitualmente aquellas que más nos cuesta percibir. Lo que otros llaman el rol de la ideología en la imposición de un orden: naturalizar lo sistémico. Y, de inmediato, Foster Wallace incitaba a su público universitario a mantenerse alerta frente al maltrato cotidiano, a la deshumanización de los vínculos, a la violencia ordinaria… Difícil no suscribir estas admoniciones. Pero aquel texto que yo había escrito, ese que ya no voy a leer, advertía casi enseguida, y aquí daba un viraje en su naturaleza, que la historia de los peces jóvenes y su ignorancia no me llevaba, a mí, a pensar en la hostilidad circundante e internalizada, sino que siempre, de modo inevitable, me conducía a identificar el agua de los peces con nuestro lenguaje. El agua es el lenguaje, decía.

Se ponía asertivo el texto, como vemos. Y lo que seguía era aun peor. En ese instante nos pedía –a ustedes y a mí mismo– que fuésemos, al menos por un momento, peces. Y que el lenguaje fuera el medio vital en que nacen, se desarrollan y mueren nuestras subjetividades lanzadas al encuentro del mundo. Que fuese el lenguaje aquello que nos constituye, lo que damos por sentado, lo que nos alimenta, lo que eventualmente nos abandona. Nos pedía el texto que, rodeados por ese fluido lingüístico, fuésemos peces… Podríamos haber sido criaturas lacustres que disfrutan la transparencia de la quietud. O animales fluviales que se dejan llevar por la corriente hacia el estuario o la catarata. Pero no: seamos peces oceánicos, nos pedía el texto, y ya no salgamos del agua. Afuera, es sabido, moriríamos de súbito. Y, de todos modos, se preguntaba, ¿qué hay afuera? ¿Hay algo de interés, alguna otra cosa, una terra incognita o un plus ultra, que no sea este líquido y esta salobridad vivificante? Y era a partir de estas preguntas que el texto proponía, con imaginación ictícola, con fantasía de pez visionario o místico, una suerte de mapa de nuestro hogar marino y, con especial énfasis, de sus contornos exteriores.

Debajo nuestro, decía aquel texto que yo había escrito, hay un plasma magmático, la fragua del inframundo, un universo incandescente y pulsional regido por la agramaticalidad, la yuxtaposición de tiempos y la falta de contradicciones. Un sitio inhóspito, sulfuroso, irrespirable, que de forma constante libera su energía primitiva, lava ardiente que salpica nuestro océano simbólico. Es nuestro, está ahí: no podemos vivir sin él; no podemos vivir en él. Tomar el riesgo de adentrarse en sus profundidades no es para cualquiera, advertía el texto. A esa audacia los griegos le llamaban catábasis. Odiseo hizo la prueba: descendió al Hades, vio a su madre muerta, intentó tres veces abrazarla. Fracasó, sintió un agudo dolor cardíaco. Tuvo que irse. A Orfeo no le fue mucho mejor: pensó que podía rescatar a Eurídice pero, apenas pisaron la superficie de la tierra de los vivos, ella –como todo lo sólido­– se desvaneció en el aire... Es cierto, concedía el texto: Orfeo y Odiseo fueron y volvieron con vida. Pero Odiseo era fecundo en ardides, alcanzaba las más altas cumbres del engaño, o –para ser más certero– de la ficción, de aquello que no es mentira pero a todas luces no es verdad. Orfeo, por su parte, tenía una lira: la música, hermana siamesa de la poética. Y, de todos modos, a uno y a otro, a Odiseo y a Orfeo, la supervivencia definitiva les llegaría de la mano de la palabra. Para perdurar más acá o más allá del inframundo, de nuestro nadir de peces, debieron convertirse en poema, en relato, en lenguaje.

Ahora miremos para arriba, nos pedía el texto. Otro espacio. Encima, por sobre nuestras cabezas escamosas, hay otra semiesfera de la que ignoramos todo. Mientras nadamos, percibimos cómo cambia su coloración, de la claridad del alba a la penumbra nocturna; vemos signos: la quilla de un barco, el resplandor del fuego que consume una torre petrolera, la tormenta eléctrica que se desata sobre las olas. Cada tanto, la detonación de alguna carga de profundidad y su onda expansiva. Desde nuestra posición subacuática, no son más que destellos, misterios que irrumpen desde un afuera distante, cuños sobre la superficie de lo cognoscible. Rodeados por el agua, apenas nos llegan las radiaciones de esos fenómenos, las sombras que proyectan entre los arrecifes y el paso de los cardúmenes. Ese otro territorio, por supuesto, también es impenetrable. No caigamos en la ingenuidad teológica, nos reconvenía el texto: sobre nuestro océano no hay un paraíso. Es otro infierno, el infierno de lo real que permea sobre el mar desde un más allá secreto. Parece estar hecho de aire. O, peor: de vacío. Mirarlo directamente es imposible. Apenas si vemos sus consecuencias, como los astrónomos que deducen la presencia del agujero negro únicamente por sus efectos gravitacionales. Los griegos también nos advirtieron sobre los peligros de aventurarnos en ese reino etéreo. Ícaro, sus alas de cera derritiéndose en la proximidad del sol, la caída. Pero aun más explícito es el pasaje bíblico sobre la torre de Babel, la pretensión humana de alcanzar las alturas celestiales, y sobre el castigo divino ante esa arrogancia: la proliferación de las lenguas. Otra vez, el texto volvía al punto de partida… el lenguaje.

Acá, el texto que yo había escrito intentaba ponerse didáctico. Hacía un repaso: en un extremo del mar, decía, el inframundo ígneo, pulsional y prohibido; en el otro, la cegadora luz de lo real, helada y también interdicta. Entre uno y otro, entre esos dos polos insoportables, es donde vamos a vivir. Y se ponía enfático el texto, reafirmaba: sí, en ese límite inestable sometido a las erupciones volcánicas subyacentes y a las radiaciones incomprensibles del afuera, ahí, vamos a fundar nuestro hogar acuático. Ahí es donde sucede el lenguaje. O mejor: ahí es el lenguaje. Un borde, un margen, un límite entre dos mundos asfixiantes. Pero un límite oceánico, se ilusionaba, con su extensión potencialmente inabarcable, y su cronología siempre dispuesta a dislocarse. Ese límite, entonces, decía el texto, es el único refugio que nos queda. Único espacio y único tiempo que podemos habitar. Única sede posible del cuerpo. El lenguaje, ese límite, como único sitio donde sucede el ardor y la placidez, el hambre y el orgasmo. Único reducto, lenguaje oceánico, donde ejercer la soberanía y el pasmo, la solidaridad y el conflicto de nuestro pathos.

Ni el absoluto caos reprimido, ni el glacial orden inaccesible, postulaba el texto, que ya para entonces era más bien un panfleto. Edificamos en el mar un sitio que es nuestro en su plenitud porque es incompleto, decía: un mundo siempre provisorio, a medio construir. Y recordaba, entonces, una frase de Marcelo Cohen: “El lenguaje es una búsqueda de afinación de la palabra que nunca acierta su temperamento”. Ese fracaso, el fracaso que de forma ineluctable conlleva participar del lenguaje, es, podríamos decir, decía aquel texto, nuestra garantía de liberación. Y remataba: en tanto el lenguaje falle, en tanto esa frontera en la que vivimos no alcance para expresar lo insondable que nos amenaza a ambos lados de nuestro piélago, podremos seguir modificando el mundo.

El texto quería ser esperanzador: nuestro límite es tan imperfecto, tan frustrante, tan hermoso, decía, que basta con que invistamos de poder a la palabra acá, en este, nuestro océano defectuoso, para que algo cambie. Basta con que digamos algo en nuestro esmerilado y entrañable charco de impermanencia, para que se desencadene el éxtasis, o la merienda, la catástrofe, el alumbrado público o la penicilina. Decimos algo, lo decimos de nuevo, lo decimos de otra forma, y entonces se conmociona lo gélido; lo incandescente parece, por un momento, inteligible.

Alcanzado este punto, un punto de inflexión, el texto que yo había escrito se preguntaba: ¿y la literatura?, ¿no era que veníamos a hablar de literatura? Y se respondía, a continuación, que lo literario podía ser entendido como una predisposición favorecida para explorar ese límite, nuestro océano lingüístico. Fue en este punto, un punto de giro, que yo entendí que el texto intentaba fundar una élite, una aristocracia del mar. Y fue por tanto en este punto, me entenderán, que el texto y yo, que habíamos tropezado hasta ese momento más o menos a la par, tomamos caminos divergentes; hubo distancia, e incluso enfrentamiento. El texto insistió. Pero yo me negué a pensar que lo literario pudiese encontrar su núcleo en un (nuevo, otro) sistema de castas, clases o jerarquías. Me pareció un gesto prebendario sostener, como sostenía el texto, que en lo literario hay privilegios o inequidades que funden su esencia. Un gesto de máximo egotismo contemporáneo, un gesto narcisista. Me detuve en la figura de Narciso, condenado a permanecer afuera del agua, en la esterilidad de la pura contemplación. Me acordé de la ninfa Eco, sentenciada a repetir entre las montañas yermas lo que dicen los demás…

Me quedé en silencio. Aturdido, como los peces de la fábula. Hasta que sobrevivió una sola certeza: yo había escrito un texto. Y ese texto se me revelaba ahora pretencioso, vano, fallido. Decidí abandonarlo de inmediato. No sé qué será de él. Yo, por mi parte, no tenía más posibilidad que volver a sumergirme y repensar el océano, sus abismos, las mareas, la superficie y el oleaje, el sistema de predación de su delicado ecosistema, las corrientes y las fronteras... Tenía que escribir un nuevo texto. Un texto para compartir hoy, acá, con ustedes. En eso estoy. Ahí vamos. Otra vez.

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