Dos poemas de Paula Abramo

Poesía mexicana contemporánea
Miércoles 11 de noviembre de 2020
Audisea acaba de publicar y disponibilizar en Argentina la versión revisada de Fiat Lux, poemario de la autora y traductora del portugués nacida en 1980 en Ciudad de México.
Paula Abramo (Ciudad de México, 1980) estudió Letras Clásicas en la UNAM y se dedica a traducir del portugués. Ha vertido de esa lengua al español una cuarentena de libros, entre cuyos autores figuran Raul Pompeia, Luiz
Ruffato, Veronica Stigger, Sophia de Mello Breyner Andresen, Ana Martins Marques, Angélica Freitas, Clarice Lispector, Gonçalo Tavares y Ana Luísa Amaral. Fiat
Lux es, hasta el momento, su único libro de poesía, y con él obtuvo el primer premio de poesía Joaquín Xirau Icaza (2013), otorgado por El Colegio de México.
Audisea acaba de publicar y disponibilizar en Argentina la versión revisada de Fiat Lux. De allí tomamos las tres piezas que siguen.
"Partes de este libro siguen de cerca las cartas que escribió Fulvio Abramo durante las décadas de 1930 y 1940. Otras partes son recreaciones de una historia que no viví. Pido disculpas por lo mucho que hay de imprecisión en ellas", advierte la autora.
(FALSA) FRONTERA
la palabra frontera tampoco demarca sus propios lindes
ni indica cómo descifrarlos
si cromáticamente
si en materia de tiempo
o de textura
y queda abierta allí
como una fruta
como un eslabón roto
que propicia la fuga
de sentido
un fósforo puede
denotar un lindero
asegún lo que encienda
para fines iguales
un anafre una estufa
de gas
un horno
o una fogata
Supóngase una casa a las afueras,
una línea divisoria,
una calle mal asfaltada y, de un lado,
casas con firme, ventanas, castillos; del otro,
apenas láminas
y aleros confusos y parchados
de cartón goteando
sobre el lodo,
y de ambos lados, termitas
conejos, hierba
crecida,
gallinas
corroyendo las sobras, lo nimio,
humildemente,
como una especie de óxido vivo y compartido,
para luego acabar
en caldos tímidos a ambos lados de la calle, pero en medio,
un accidente rojo, que viene subiendo
la ladera de mangos podridos
y moscas:
Gotículas, red esponjosa de júbilo,
olor a cosa nueva, casi áspera
de tan tersa, y viene rodando,
cucurbitácea carcajada,
desde las tierras rojas de Jundiaí
a punto de rajarse,
retumbando su interior líquido
en ecos:
el paladar haciendo ecos, las fosas
nasales
con ecos
de azúcar y lluvia y caña,
cuarenta kilos de fruta
en una sola sandía,
casi como un niño gordo
vuelto pulpa
y rodando
sobre el asfalto cuarteado
entre sonrisas y pasos
firmes de expertos
tozudos en sembrar
la fruta, que,
dando trompicones,
se estaciona.
Aquí ya no fruta sino ofrenda hinchadísima,
la sandía,
medio torpe y absurda en una casa
que no tiene heladeras,
donde todo es el sopor de enero.
Y entonces
un lado de la calle, el de las casas amplias
donde cada habitante tiene un cuarto,
le grita al otro lado,
de seres apiñados bajo láminas sucias,
las gallinas corriendo a medio día
a ambos lados de la calle, y aquella fruta
rajándose
sangrando como un grito de azúcares
de breve
duración,
que se mezcla con la tierra, con
los gritos de los niños que se acercan
o que lloran a caballo en la cadera de sus madres
otra vez preñadas.
Cuarenta kilos de fruta que aquí se parten
convivio repentino entre dos lados de una calle
en la que faltan heladeras y entonces la leche,
los dones repentinos, los bizcochos,
se reparten así,
sin mucho alarde.
ANGELINA
—prende un cerillo
—sí señora
Angelina es breve y es ficticia
(las marcas de sol sí son de sol)
y vino aquí a hacer el favor de su presencia
porque existe el hambre, ese fantoche de mal gusto,
y existe la cocina, existe la orden
de encender un fósforo
y hay una riqueza enorme y mal distribuida
de crustáceos en el mundo, y de libros y de tiempo
para leerlos.
Angelina va friendo camarones:
guarda uno y come tres,
porque la llama
–los efectos de la llama–
del cerillo
los hace suyos,
trabajan
para ella,
y en la frontera minúscula que media
entre la orden y el hecho de cumplirla,
caben los ciclos, las repeticiones,
las guerras, el juego de espejos
venecianos, donde gestas
y gestas
y exilios
y barrotes
sólo tienen sentido si trastornan
el fin de ese cerillo:
si segundos antes de encenderlo
se opta por el acato o el desacato
y la lux que fit,
aunque pequeña,
no es ya la luz de un fósforo.