Dislocar la realidad
© Alejandra López
Entrevista a Sergio Bizzio
Miércoles 22 de junio de 2016
"Yo descubro lo que me interesa a medida que lo hago" responde el autor de Rabia tras entregar su nueva novela, Mi vida en Huel (Random House). "Está plagada de situaciones que rompen el verosímil", dice, y también que no sabe de sus novelas mucho más que los lectores.
Por Ivana Romero.
Irina quiere ser poeta. A los doce años escribe: “Sáquense la ropa, tarados, /arránquense la carne, /tiren los huesos…”. Lee esos versos a su madre por teléfono cuando la escucha gritar. Después, ruido de chapas y vidrios rotos. Después, un accidente automovilístico sin ningún final feliz. A los pocos días, Irina llega a un pueblo que ocupa apenas nueve manzanas. La espera su padre, a quien apenas conoce. También su medio hermano, Alicio. “¿Viajaste bien?”, pregunta el padre. “Sí, lloré todo el viaje de lo más tranquila”, responde la hija. Así comienza Mi vida en Huel, la última novela de Sergio Bizzio, editada por Literatura Random House.
Irina se sumerge en una vida opuesta a la que llevaba en la ciudad: no hay computadoras ni celulares, pero sí un espesor rural que por momentos parece asfixiarla. “No aguanto más, no aguanto más…” escribe sobre una pared con lápiz negro. Sin embargo, se deja arrastrar por la mansedumbre de los días, donde su padre muere y renace sin explicaciones mientras construye una cabaña, donde un amigo que tiene un mono puede ser un encanto y también un asesino serial, donde su hermano se enamora de una chica más grande llamada Sergia, donde tres hermanos (dos hombres y una mujer) alteran la línea recta del paisaje con sus modos brutales y policíacos.
“El punto donde empiezo a escribir algo nunca es el comienzo del libro: puede quedar en el medio o desaparecer. Y por supuesto voy tirando de hilitos, como todo el mundo, pero sin ningún plan. Hasta que aparece algo que empieza a llevarme. Solo una vez tuve una historia completa en la cabeza antes de sentarme a escribir. Fue en el caso de Rabia. Nunca más me pasó. Esta vez empecé por el poema que escribe Irina”, cuenta Bizzio una mañana brillante de otoño, sentado en la vereda de un café de Colegiales. Adentro del café hay mucha gente. Afuera no, y es posible escuchar mejor su modo bajo de hablar. Nacido en Ramallo en 1956 (de donde se fue a los 18 años para estudiar Arquitectura en Rosario, primero, y después Letras, en Buenos Aires) reconoce que algo de la atmósfera de ese pueblo bonaerense está en esta novela. Sin ningún apego al realismo, deja que los personajes resuelvan como puedan sus vidas, en las que van quedando atrapados. Pero, a diferencia de novelas como Rabia o Borgestein, aquí el encierro es a cielo abierto. Lo opresivo convertido en llanura, con personajes que rebotan contra paredes invisibles, transforma el relato en un artefacto extraño y, por momentos, desopilante.
—¿El poema que escribe Irina es tuyo?
—No, es de ella.
—Es que a lo largo del libro aparecen citados varios poetas, desde Henri Michaux hasta Vallejo.
—Sí, son los poetas que le gustan a Irina. Son los mismos que me gustan a mí.
—Sin embargo, el primer libro que ella puede leer es el de un tal Barandelli, que tiene una librería y le regala un ejemplar con versos como “misteriosa deidad que presiente /con temor y esperanza el humano, /cuando levanta la frente/ y del Mundo el por qué busca en vano…”
—Un poeta malo. Pero me gusta. Lo que ella transcribe de Barandelli es una cuarteta que Daniel Guebel y yo pusimos al comienzo de La China, una obra de teatro que escribimos juntos en 1997, cuando Guebel me dijo: “¿Por qué no hacemos una versión gauchesca de Esperando a Godot?” Fue muy divertido. Escribimos a toda velocidad, sentándonos a una máquina de escribir mecánica un rato él y otro rato yo.
—Decís “divertido” y pienso en Johnny, que resulta más bien, hilarante. Aunque es ágil, hace piruetas y lee poemas en braille para Irina, también es capaz de matar sin culpas. ¿Te divierten esos hallazgos? Me refiero a encontrar un personaje, saber qué está pidiendo para ser contado.
—Sí, esa es una de las cosas que me impulsan hacia adelante, además de la escritura en sí misma. Pero no tengo intereses previos. Eso es algo que veo muy seguido en las preguntas a escritores y sobre todo en sus respuestas. “Me interesaba el tema de…”, o “Me interesaba trabajar con tal o cual cosa”. Yo descubro lo que me interesa a medida que lo hago. Así que tenía las tres líneas iniciales. Y quizá también la casita en el pueblo diminuto... No me propuse trabajar el tema del encierro ni investigar la naturaleza de un asesino involuntario. Todo eso me interesó a medida que fue apareciendo, no antes. Yo no sé de mi novela mucho más que vos.
—Pero ¿no te parece que algunos indicios de tus obras vas teniendo? Por ejemplo, sabés que trabajás desde una zona aparentemente distanciada que va abriendo un mundo fantástico y terrorífico… O sea, esa distancia es parte de tu estilo y es posible que por eso te reconozcan los lectores.
—Es que yo no sé quién es el lector. Los lectores. Podría ser uno solo, pero aún así no lo conozco. No sé cómo se puede escribir pensando en alguien a quien no se conoce. Yo no pienso en eso. No le encuentro ningún sentido. El mundo fantástico… Bueno, voy escribiendo y en determinado momento el padre de Irina muere, los hijos lo entierran y, al otro día, cuando Irina y Alicio se levantan, ven que el padre ha revivido y que está trabajando en la construcción de la cabaña a la que planean mudarse en caso de que la madre de Alicio vuelva y los eche. Ese dislocamiento de la realidad fue el primero de los trampolines de entusiasmo que usé para seguir adelante. Me pareció que ahí había algo distinto, por lo menos para mí. La novela está plagada de situaciones que rompen el verosímil y eso me resultó atractivo.
—El año pasado escribiste esta novela y también presentaste tu disco, Música para pensar sentado.
—El disco es un conjunto de improvisaciones editadas que grabé en el 2007. Me encerré en un estudio durante una semana, toqué todo lo que había ahí adentro y después lo olvidé. Luego, un amigo que había hecho algo parecido, lo escuchó y me propuso editarlo como disco. Lo presentamos en el Museo del Libro y de la Lengua con Súper Siempre. Pero yo no sé tocar, lo único que sé es escuchar. Y cuando digo “escuchar” me refiero exactamente a eso, a escuchar un disco entero, completo, como una obra, sin distracciones.
—¿Qué música escuchás?
—Daevid Allen, Can, PJ Harvey… Tengo muchos preferidos, por suerte.
—¿En qué estás trabajando ahora?
—Todavía no lo sé. Sospecho que va a ser un relato, pero eso depende lo que pase en el camino.