Crónica de la letra con sangre
Por Juan Sasturain
Miércoles 26 de junio de 2019
"Hace un siglo y medio largo, cierto escritor sombrío y genial, Edgar Allan Poe, inventó algo que –según algunos– ya existía: el relato policial", leemos en el prólogo a la antología de Edhasa, El crimen paga.
Por Juan Sasturain.
Huellas
Como suele suceder en la historia de la literatura y en la Historia a secas, hace un siglo y medio largo, cierto escritor sombrío y genial, Edgar Allan Poe, inventó algo que –según algunos– ya existía: el relato policial.
El nombre del invento es ambiguo, confuso y posterior; los elementos que el terrible escritor combinó para plasmarlo, previos y heterogéneos. Los rastreadores de las huellas del género suelen ir a parar muy lejos: la sagacidad triunfante de Arquímedes, físico e investigador que desenmascara a un estafador del rey de Siracusa; el ciego empeño de Edipo, que descifra enigmas e investiga un asesinato hasta hallar al penoso culpable. Ahí ya estaría todo lo que vino después: la blanca novela de enigma y el registro espeso de la novela negra; Agatha Christie y David Goodis.
Es posible también remitirse al Antiguo Testamento: si Caín inventó el asesinato, Dios lo descubrió. Es un caso singular: el autor de la Obra y el Investigador coinciden. Pero hay otros casos menos notorios pero más interesantes en la Biblia. Según Rodolfo Walsh, el primer investigador y descifrador de enigmas –sueños y extrañas escrituras– fue Daniel, en tiempos del cautiverio hebreo bajo Nabucodonosor. El detective que creó para Variaciones en rojo se llamaba precisamente Daniel Hernández, en su homenaje, y hay un par de aventuras aparentemente perdidas, Las huellas en la pared y El foso de los leones, que remiten a episodios bíblicos puntuales.
También –se sabe– siempre antes y para todo está la China milenaria, y el holandés Van Gulik ha escrito sagaces pastiches basados en presuntos manuscritos que narran las hazañas del Juez Ti, magistrado chino del siglo VII. A los franceses, por su parte, les complace que en el Zadig de Voltaire haya una larga secuencia deductiva digna del mejor Holmes, que en realidad proviene de Las mil y una noches. Todo lo cual demuestra una vez más que la literatura es, entre otras cosas, una manera de leer.
Ya más cerca, hoy se reconoce como primera novela criminal de la historia a la popularísima Caleb Williams or The Things as They are, que publicó en 1794 el teórico anarquista inglés William Godwin, padre de Mary Godwin Shelley, precoz autora de Frankenstein o El moderno Prometeo. Godwin hizo de la novela vehículo de sus ideas (“las cosas como son”) inventando una historia de crimen, investigación y persecución para ejemplificar las consecuencias de un orden social injusto.
En otro registro, pero con similar repercusión popular, se difundieron en 1828 las más o menos fieles pero seguramente atractivas Memoires de Eugéne Francois Vidocq, célebre exdelincuente, luego jefe de la Sureté y posteriormente fundador de la primera agencia de detectives moderna. Su influencia fue notable. Vidocq está apenas traspuesto en el personaje de Vautrin, creado por Balzac en Une ténébreuse affaire, novela de 1841, una fecha clave. En abril de ese año, en América, en una arrabal del mundo llamado Filadelfia, Edgar Allan Poe publicaba The Murders in the Rue Morgue.
Pelos y señales
En esas pocas páginas del número de abril del Graham Lady’s and Gentleman’s Magazine, donde escribía un relato mensual y crítica literaria, Poe sintetizó una tradición y –sobre todo– la vertió en una forma artística de su dogmática invención: lo que llamamos, desde entonces, el cuento moderno. Con originalidad y arrogancia despreocupadas, ideó un argumento para aplicar en la ficción el método que ya había usado en su artículo sobre el famoso autómata turco que jugaba al ajedrez: el análisis deductivo. Y ambientó la historia del doble y bestial asesinato en la supuesta “Rue Morgue” de un París novelesco extraído de Eugenio Sue no sólo “para hacerla más verosímil” –como diría Borges– sino para poder confrontar con Vidocq, con el empirismo pedestre de sus métodos de investigación.
Sin quererlo ni saberlo, Poe estaba fundando una mitología menor y extrañamente perdurable. Con el caballero Auguste Dupin, dibujaba el arquetipo del detective amateur de mente analítica y facultades deductivas extraordinarias que sabe mirar donde la torpe policía no ve nada; con el innominado narrador testigo, inauguraba el mecanismo de poner el relato en boca de un compañero poco perspicaz y dispuesto al asombro; con el escenario del doble crimen, planteaba el primer misterio de cuarto cerrado de la historia del género; con el mono con navaja –tan peligroso, se sabe–, la primera transgresión tramposa: no había asesinato, no había asesino sino un ciego instrumento de muerte (“Dupin –dije completamente turbado–. ¡Estos no son cabellos humanos!”). No había culpable.
Porque a Poe no le interesaron nunca los culpables ocasionales; lo obsesionaba la Culpa a secas, oscura e inmotivada. El hombre siente la muerte como un castigo. Algo habrá hecho. El miedo es la evidencia de esa culpa, la raíz del mal. Y esos fantasmas vuelven una y otra vez. Al respecto, el manuscrito original del cuento muestra un detalle revelador: Poe había puesto, en un principio, un nombre verídico y anodino a la calle del título, y después lo substituyó por el ficticio “Morgue”. Irremediablemente fiel a sus fuentes –“Sus raíces como artista de la prosa se hunden en el cuento de terror del período romántico”, dice Julian Symons– y sobre todo a sus obsesiones personales, Poe no deja nunca de traficar con el miedo.
En su historia del género, Boileau y Narcejac se han preguntado –tan racionalmente franceses– por qué Poe, habiendo tenido todas las cartas en la mano, no desarrolló esta vertiente analítica y puramente especulativa más allá de los otros dos casos del caballero Dupin –The Mistery of Marie Roget y ese alarde desmenuzado por Lacan, The Purloined Letter– y del deslumbrante ejercicio de criptografía que sostiene The Gold Bug. No lo hizo sencillamente porque si le interesaba la racionalidad deductiva era sólo como barrera de contención a sus obsesiones. “Poe inventó las historias detectivescas para no volverse loco”, escribió Wood Krutch con terrible simplicidad. Y qué otra cosa es Eureka, ese esfuerzo terminal, sino el intento de desentrañar el Universo, ese plot que nos propone Dios.
Poe sentó las bases del cuento moderno; creó los rudimentos de los estereotipos del relato policial que otros artesanos transitaron después hasta el cansancio y, además, llevó a la práctica una ética y una estética del riesgo fundadas en la manipulación de la muerte y la experiencia del miedo.
La historia de los avatares de estas ideas es la de cierto tipo de literatura, la letra con sangre, y puede contarse de muchas maneras. La que sigue es tan arbitraria y oblicua como otras, pero acaso más reveladora.
Clubes
Como casi siempre, primero vale la pena oír lo que escribe Stevenson en The New Arabian Nights hacia 1882: “Dicen que el amor es una pasión violenta. No. La más violenta de las pasiones es el miedo. Hay que jugar con él si se desea disfrutar de los verdaderos placeres de la vida”, dice una figura ocasional –el emblemático Mr. Malthus– al introducir a los protagonistas en el memorable Suicide Club, ese club pavoroso que seduce y horroriza al príncipe Florian. Allí nadie mata, en realidad. Es peor: se asesinan recíprocamente, previo sorteo –en círculo cerrado– de víctimas y homicidas. No los une el amor sino el espanto.
No se mataba a nadie, en cambio, en otro memorable club de la literatura inglesa, el inventado en 1827 por Thomas de Quincey. En On Murder considered as One of the Fine Arts sostiene la existencia en Londres de la Society of Connoiseurs in Murder, cuya desinteresada función y sentido es la apreciación estética del asesinato: cada vez que se produce un crimen notable “se reúnen para criticarlo como harían con un cuadro, una estatua u otra obra de arte”. De Quincey sostiene con irónica perspicacia previa a la exposición de su ponencia en el club que en todo aficionado hay un promotor, un cómplice estimulante de la actividad que lo ocupa; y no necesita remontarse al circo romano para demostrarlo.
Los miembros de The Club of Queer Trades (El Club de los Negocios Raros, 1905), de Chesterton, “que impera oculto en un gran edificio como un fósil escondido entre un gigantesco conglomerado de fósiles”, no se reúnen a analizar crímenes de otros porque están muy ocupados en inventar una manera inédita de ganarse la vida, ya que esa es la condición necesaria para ser miembro de una entidad que sólo acoge a excéntricos con un insólito sentido comercial. Basilio Grant y el Comandante Brown nos in- Basilio Grant y el Comandante Brown nos introducen en ese mundo que en cierta medida –aunque no linda sino ocasionalmente con el del crimen– funciona, para los lectores del maestro de la paradoja, como preludio del memorable Four Faultless felons (Cuatro granujas sin tacha, de 1930).
En esta obra maestra absoluta, el Club de los Hombres Incomprendidos está formado por quienes se han dedicado “a una nueva clase de historia detectivesca o servicio detectivesco” pues no se ven perseguidos por crímenes sino por ocultas virtudes. Así, cada uno de ellos –El asesino moderado, El charlatán honrado, El ladrón absorto y El traidor leal– son públicamente difamados y condenados no por sus crímenes sino por la práctica de virtudes encubiertas. Maravilla total.
Cuando en 1928 le tocó al mismo Chesterton presidir, honoríficamente, una entidad, en este caso con pretensiones de ser real, que agrupaba a los escritores clásicos del género, el famoso Detection Club –fundado por la ortodoxia inglesa para preservar las reglas básicas de la novela-problema pura cultivada por Dorothy Sayers, Agatha Christie y otros notables– no pudo dejar de sentirse secretamente identificado –por el absurdo– con sus propios Four Faultless Felons: como ellos, se sabía reconocido por razones equivocadas. Nada más alejado de su obra que la postulación del género como puro ejercicio de la razón especulativa.
El sombrío Ambrose Bierce creó, desde el otro lado de Chesterton, de Stevenson y del Atlántico, un club a la medida de los protagonistas y narradores de sus cuentos más negros y los agrupó en él: The Parricide Club. A la inversa de lo postulado en el famoso apotegma de Groucho Marx –“Jamás sería socio de un club en el que aceptan a gente como yo”–, Bierce hizo todo lo posible en vida y literatura para que lo consideraran miembro honorario de la espantosa cofradía de su club de parricidas. Y no cabe duda de que hubiera propuesto al cadáver cataléptico de Edgar Poe para la presidencia.
En su diversidad, todas estas propuestas comparten algo: un club no es una cárcel, ni una iglesia ni una escuela. Es el espacio del placer personal, el espacio reservado para la afición no productiva, habitualmente el juego, el deporte o las artes. Un club es un lugar de recreación en compañía de miembros afines, que comparten intereses o afecciones de este tipo. En estos clubes tan diversos desplegados por la literatura se comparten y disfrutan dos cosas: el crimen y el relato (del crimen). Juego, deporte y arte del relato y del crimen. Esto es, todas las formas posibles de experimentar y conjurar la máxima de las pasiones: el miedo. Como bien dejó dicho el maestro Stevenson antes de que se popularizara la adrenalina.
La narrativa policial –rótulo arbitrario, inevitable en nuestro contexto– abarca el difuso conjunto de los relatos producidos por la actividad a la que aluden todos y cada uno de estos clubes. Coherentemente, para cerrar el círculo, hubo un Club del Misterio –en los cincuenta en la Argentina, en los ochenta en España– que sirvió de marca para una colección de novelas y cuentos del género de amplio espectro. Por eso: bienvenidos todos a este club con tantos antecedentes, que no tiene nombre todavía.
Textos
Los veinte relatos aquí reunidos –podría haber otros también: son imprescindibles pero no son todos los imprescindibles– tienen en común varias cosas: en principio, sus autores son exclusivamente anglosajones: británicos y norteamericanos; en segundo lugar, abarcan, cronológicamente, sólo (y nada menos que) el primer siglo largo del género –el más antiguo es el de Hawthorne, de 1837; el último, el de Chandler, fue publicado tras su muerte en 1959– y, finalmente, han sido elegidos con el único y soberano criterio de la excelencia literaria.
Los textos son muy diversas y maravillosas historias de amplio registro que, también o por añadidura, se dejan leer desde las laxas convenciones del policial, del problema de detection puro, al thriller y a la historia noir. Pero no son sólo buenos cuentos policiales; son excelentes cuentos a secas.
Se ha intentado la convivencia no traumática entre autores emblemáticos del género –Conan Doyle, Christie, Poe, Chesterton, Hammett, Chandler– con brillantes cultores ocasionales como Hecht Thurber u O. Henry. También se mezclan piezas sujetas a los rigores formales del cuento con los relatos extraídos de obras narrativas más extensas, tal es el caso de los textos ejemplares de Mark Twain y Stevenson.
Y algo más: hay pocos detectives fijos –apenas los inevitables: Holmes y Marlowe–, y en el caso de los grandes autores prolíficos y/o canónicos, como Poe o Hammett, se ha intentado no recaer en textos no demasiado frecuentados por las antologías. Hay algunos relatos memorables como los de Hawthorne y London, en que no hay alternativa: son esos y no otros.
Aunque no es la primera vez que me toca y/o elijo emprender la tarea de recolectar cuentos del género y en muchos casos vuelvo a encontrarme con textos más de una vez antologados, verifico que la sensación placentera no disminuye. Es más: se acrecienta con el tiempo. Hace muchos años que me asumo un relector confeso y consciente y –como el criminal del sospechoso refrán– sin culpa y con regocijo disfruto en volver al lugar del crimen.
Buenos Aires, primavera del 2017