Croma: un libro de color
El libro de Derek Jarman
Martes 21 de noviembre de 2017
Durante muchos años, Derek Jarman fue un cineasta de culto. En Buenos Aires, plaza que se precia de cinéfila, sus películas circulaban entre pocos enterados. Aquí, el prólogo a la edición de Caja Negra del libro que escribió un año antes de su muerte, un original y ecléctico tratado sobre el color.
Por Hugo Salas.
Durante muchos años, Derek Jarman fue un cineasta de culto. En Buenos Aires, plaza que se precia de cinéfila, sus películas circulaban entre pocos enterados, en viejos vhs regrabados hasta el hartazgo y en ciclos sin subtítulos del British Council. En España, solo tres de sus largometrajes tuvieron estreno comercial y la crítica se mostró más bien fría. Para el público de masas, era demasiado raro. Para la cultura oficial, muy politizado. Para los cinéfilos, “culturoso”. Para los refinados, de mal gusto. Para la izquierda, antipopular. Para la derecha, inaceptable. En fin… lo que suele ocurrirle al cine de barricada, obligado a construir su público en el marco de una pequeña comunidad de afines.
Sin duda, el rótulo puede llamar la atención teniendo en cuenta el argumento de algunas de sus películas, como Sebastiane (1976), biografía del mártir cristiano hablada en latín, o sus adaptaciones de textos isabelinos, como el Eduardo II (1991) de Marlowe y La tempestad (1979) de Shakespeare. No obstante, el suyo es ante todo un cine de agitación y propaganda. Jarman, que rechazaba la identidad “gay”, fue queer antes de que el queer se convirtiera en una inscripción académica de moda. Fuera del clóset, empleó todos los medios a su alcance para atacar los dispositivos que reprimían el libre ejercicio de la sexualidad, y más concretamente de la sexualidad entre personas del mismo género. No eludía la provocación, como lo demuestran las siguientes citas de At your Own Risk: A Saint’s Testament (1992) [Bajo tu propio riesgo: el testamento de un santo]: “Todos los hombres son homosexuales, algunos se vuelven hétero. Debe ser muy raro ser un hombre heterosexual, su sexualidad es irremediablemente defensiva, como un ideal de pureza racial”, o “en algún momento llegué a entender que la heterosexualidad es un estado psicopatológico anormal elaborado por hombres y mujeres infelices cuyas emociones reprimidas, al no encontrar una salida natural, los condenan los unos a los otros, y a vidas carentes de calor y compasión humana”.
Hoy, tras ciertas conquistas en materia de derechos civiles y la imposición de un discurso de corrección política que disimula tensiones aún latentes, conviene recordar que en Gran Bretaña la despenalización de la homosexualidad comienza recién en 1967, y todavía en 1988 se intenta aplicar una nueva ley, la Clause 28, contra la “promoción intencional de la homosexualidad o la divulgación de material que promueva la homosexualidad” (muy similar a la polémica ley rusa en vigencia). El momento más activo de la carrera de Derek Jarman coincide justamente con la avanzada neoconservadora del thatcherismo, y tiene como centro ideológico el combate contra esta norma, que aunque parezca delirante recién cesó de tener cualquier efecto legal en 2003, casi diez años después de la muerte de Jarman.
Para ser claros, durante muchos años su cine no fue tomado en serio por la crítica ni por los grupos de arte político por ser un cine de maricones. Acaso el mayor problema para su recepción haya tenido que ver con que no aceptó ninguna de las vías toleradas para la representación de la homosexualidad: ni el refinamiento silencioso de un Visconti, ni la experiencia tortuosa y oscura de un Fassbinder, ni el freak show de La jaula de las locas, ni mucho menos el modelo gay del blanco profesional encantador y sentimental pregonado por la buena conciencia de Hollywood.
Todo lo contrario; desde sus primeros trabajos, Jarman pone una y otra vez en imagen no solo una sexualidad abierta y sin represión, sino una experiencia gozosa de su discurso erótico, mucho más explícita que el homoerotismo sutil de un Visconti o de un Pasolini.
Fue esta actitud la que lo acercó al movimiento más anárquico de la contracultura juvenil inglesa y lo llevó a realizar la que muchos consideran la primera película punk de la historia, Jubilee (1977), su segundo largometraje. La trama es previsiblemente escabrosa: el astrólogo y alquimista John Dee transporta a la mítica reina Isabel I a una actualidad asolada por bandas salvajes, en la que Isabel II es asesinada (para mayor infamia, en coincidencia con el jubileo de la verdadera monarca). Sin embargo, el cineasta tomó distancia de los jóvenes enojados: su descontento no era con la cultura inglesa en su totalidad, sino con los poderes de su época. Alguna vez incluso se permitió caracterizar el punk como un grupo de “estudiantes de arte pequeño- burgueses que hace pocos meses eran imitadores de Bowie y de Bryan Ferry, que leyeron un poco de historia del arte y decidieron adoptar las tipografías y los malos modales del dadaísmo”. La respuesta no tardó en llegar: luego del estreno, Vivienne Westwood fabricó una camiseta “carta abierta” contra Jarman, en la que básicamente lo acusaba de aburrido, pretencioso y… marica. Una vez más, Jarman resultaba demasiado conservador para el “rompan todo” y demasiado caótico para los conservadores. (Curiosamente, jamás aceptaría ningún tipo de condecoración o reconocimiento oficial; Westwood, por el contrario, recibió la Orden del Imperio británico en 1992 y una condecoración superior en 2006, ambas de manos de Isabel II).
Esta estrecha relación con la cultura del pasado tiene raíces complejas. Michael Derek Elsworthy Jarman nació el 31 de enero de 1942 en las afueras de Londres. Su padre, piloto de la Real Fuerza Aérea, era un neozelandés que nunca terminó de adaptarse a su encarnación británica, por más que lo llevara a ocupar importantes cargos en Italia, Pakistán e incluso una mansión con todas las letras en la baronía de Curry Mallet. La sobreactuación del carácter inglés se mezclaba en él con el resentimiento del nativo de las colonias que no lograba sentirse parte de la escena imperial. A pesar de los desencuentros suscitados por la sexualidad del hijo, esta disconformidad encontró su propia formulación en el joven Derek, desgarrado por la no concordancia entre cierto ideal humanista de Inglaterra y la Inglaterra concreta de su tiempo. Como correspondía a los niños de su clase, desde los siete años fue educado en distintos internados de élite, experiencia que compartía con su actriz fetiche y amiga Tilda Swinton. Los dos detestaban la comedia de costumbres del universo aristocrático y el ambiente represivo y cruel de estas instituciones, pero en aquellos claustros también aprendieron a amar ese ideal de la Inglaterra isabelina, a mitad de camino entre el Medioevo y el humanismo renacentista, que fascinó a los prerrafaelitas. El lector no tardará en advertir la sólida formación de Jarman en la materia a lo largo de este libro.
A esta erudición, entendida no como capital de un trabajo técnico profesional, sino como materia viva, se suma otro elemento que lo emparenta aún más a la tradición inglesa: su pasión por la jardinería. Cuesta encontrar otro país con igual afición a las variedades de plantas, en particular las flores, y sus modos de cultivo (tal vez Japón, que para más coincidencias posee también una geografía insular). Una de las últimas grandes obras de Jarman, de hecho, no es una película ni un cuadro, sino el jardín que abrió entre las piedras de la costa de Kent, en su célebre cabaña de Prospect Cottage, próxima a la estación termonuclear de Dungeness. Allí, en un terreno lunar sin cercas ni bardas que parecería extenderse hasta el infinito, amenazado por la inclemencia del mar y la contaminación humana, injertó vida en la piedra, conjugando especies delicadas con otras rústicas, junto a óxido, chatarra y madera: una poética que bien puede aplicarse a toda su obra.
Sus primeros pasos en el cine los dio como extensión de su trabajo en la pintura. “Nunca había pensado en ser un director de cine”, confiesa en There we are, John (su última entrevista, en que se lo ve penosamente desgastado), “yo quería ser pintor”. Llegó a la pantalla como escenógrafo y por una puerta tan megalómana como absurda: sus faraónicos decorados para Los demonios (1971) de Ken Russell. Estimulado por la experiencia, comenzó a rodar pequeños materiales en Super 8 que ni siquiera llegaron a ser cortos, antes bien películas caseras. Pero no se queda en el registro, no hace cine directo. Aplicando diversas técnicas, violenta y pervierte aquellas imágenes hasta convertirlas en formas confusas, equívocas. El principal aporte que este recién llegado trajo del arte moderno, al igual que otros cineastas experimentales de la época, fue el de las técnicas mixtas: contra la homogeneidad característica del cine industrial, sus películas son lienzos desplegados en el tiempo, sobre los cuales se yuxtaponen –es notoria su preferencia por el corte directo– elementos de naturaleza diversa, alterados a su vez por distintos procedimientos. Más tarde, esta experimentación continuaría en un formato por aquel entonces novedoso, el de los videoclips, donde trabajará junto a los Sex Pistols, Marianne Faithfull, Carmel, Wang Chung, Marc Almond, Bryan Ferry, Bob Geldorf, The Smiths y en particular los Pet Shop Boys, entre otros.
En sus largometrajes, esta estética choca inevitablemente con el desarrollo narrativo. A pesar de sus audacias y libertades, los tres primeros se ciñen a una estructura clásica que los vuelve poco convincentes. La tensión se resuelve poco a poco, hasta encontrar con The Last of England (1987) una forma en que la narración avanza de manera entrecortada y libre, sobre un espacio visual que se define ante todo por la abolición de lo escenográfico (decisión paradójica si se tienen en cuenta sus inicios en el cine), ya sea mediante un innovador uso del chroma-key en The Garden (1990), decorados volumétricos en Eduardo II (1991), el fondo negro en Wittgenstein (1993) o la total prescindencia de la imagen, salvo por una señal de azul saturado constante, en Blue (1994). La consecuencia más evidente de esta estética no es, como podría parecer, la pérdida de contexto, sino el libre juego de las referencias, procedimiento que Jarman explota a lo largo de este mismo libro. En Eduardo II, por ejemplo, el rey y su amante visten modernos trajes italianos, y los militares están caracterizados con los trajes de fajina del Ejército actual. La lectura es obvia y coherente con su postura militante: Eduardo II transcurre tanto en la corte del rey como en la Inglaterra contemporánea. Pero nuestro autor da un paso más allá de la simple metáfora y se anima a transformarla en acción; al promediar la película, una movilización de gays y lesbianas encabezada por el rey se enfrenta a la policía, armada con escudos antimotines y palos de goma. Los personajes, elididos de su entorno, se vacían de sí mismos, volviéndose a un mismo tiempo personas, íconos y representantes de grupos transhistóricos. Quizás el mayor logro de Jarman haya sido utilizar estos procedimientos sin atentar contra la emoción, sino hacerla surgir de ellos. La pareja de The Garden debe su inmensa ternura a la representación estática, así como su posterior humillación y tortura se vuelve estremecedora por romper ese mismo estatismo. La despedida de los amantes en Eduardo II no sería igual de conmovedora si no incluyese a Annie Lennox, a su lado, cantando “Ev’ry Time We Say Goodbye” de Cole Porter, así como el horror del asesinato del rey no sería completo si no lo viésemos inclinado sobre un simple cubo estéril. Y, sin duda, la muerte de Wittgenstein constituye una de las escenas elegíacas más poderosas de la historia del cine, gracias a la participación de una marioneta de marciano y el inolvidable plano de su Wittgenstein-niño ascendiendo, impulsado por globos y alitas a la Da Vinci, sobre un cortinado/cielo que él mismo acaba de desplegar.
Las últimas películas, las mejores de su carrera, están asoladas por el fantasma de la muerte: en 1986 Derek Jarman recibe su diagnóstico de vih. A diferencia de lo que solía ocurrir con las personalidades públicas, que se retiraban para “tratarse”, él decidió hacerlo público y convertirse en una de las pocas figuras en presentarse ante los medios como un paciente de la enfermedad que en ese momento aterrorizaba a millones. Tilda Swinton observó que, devastado en lo personal, como artista, Jarman consideró a la enfermedad un desafío formidable, y abordó su propia muerte a la manera de una obra de arte.
Algo de ello se advierte en este libro, y lo convierte en un texto único del siglo xx. Elegíaco, nostálgico, apasionado, contestatario, enojado… Croma establece con su lector una intimidad imposible y por momentos intolerable, que llega a su paroxismo en el capítulo “Hacia el azul”, virtualmente el guion de Blue. No debe habérsele escapado la ironía de un libro sobre el color escrito por alguien que estaba quedándose ciego. Sin prisa, Jarman se va despidiendo de él, como así también de los libros, de su jardín y de las plantas, del pasado, del sexo, de sus amigos, de la vida. En la descripción de cada pigmento se deja oír el amor de quien sabe que no volverá a mezclarlos. En cada recuerdo, el reconocimiento de que han de perderse con él. Su lucidez ante la muerte, su falta de compasión, su humor implacable –el título de uno de sus últimos cuadros, expuesto hoy en la Tate Gallery, es “Ataxia, el sida es divertido”, haciendo alusión a la pérdida de coordinación motriz inducida por los medicamentos–, hacen de la lectura de Croma una experiencia tan intensa como lacerante.
Su propia poética ha planteado desafíos a esta traducción. Al igual que en las películas, Jarman pasa con enorme velocidad de una idea a otra, o a veces desarrolla una y otra al mismo tiempo, dejando poco margen para el error. Por otra parte, su prolífico juego con las referencias y los juegos de palabras ha obligado a introducir, aunque entorpecen la lectura, notas al pie en aquellos casos en que un elemento pudiera resultar oscuro o carente de resonancias para el lector de la versión en español. A lo largo del libro, además, el autor emplea un sistema de citas no académico, en el que no solo no provee la referencia de las obras, sino que en ocasiones edita el texto sin indicarlo. Incluso existen algunas confusiones o erratas que probablemente tengan que ver con el particular proceso de escritura de este libro, cuya edición Jarman no llegó a revisar. Para la traducción se ha corroborado la concordancia (o no) de las citas con las referencias inglesas, indicando diferencias demasiado sustanciales o notables cuando las hubiera, u ocasionales errores de atribución. En todos los casos, se han privilegiado el ritmo y la claridad que son cifra del original. Es copia infiel, pero realizada con la más absoluta de las lealtades.