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Cosas que te pasan si sos escritor

Rachel Cusk

A partir de A contraluz, de Rachel Cusk

Luciano Lamberti leyó A contraluz, de la canadiense Rachel Cusk (Libros del Asteroide), protagonizado por una escritora que imparte talleres literarios. "Lo que queremos oír es lo extraordinario, lo que pasa una sola vez, el resplandor de lo único. Por eso los escritores tienen que tener los oídos abiertos. Oídos, ojos, tacto", reflexiona el autor de La casa de los eucaliptus, en su deriva lectora.

Por Luciano Lamberti.

Soy un imán para toda clase de frikis. Me basta sentarme en una plaza para que a los cinco minutos alguien extrañísimo se me acerque y quiera venderme algo, pedirme algo, contarme alguna historia o amenazarme. A veces me gustaría pasar un rato solo sentado en el banco de una plaza, pero no me sale. Enseguida percibo que alguien se sienta al lado, y cuando me doy vuelta para mirarlo veo que le falta la nariz, que tiene un ojo de cada color o una gallina viviéndole en el pelo, que es largo y enmarañado. Entonces suspiro y le convido un cigarrillo, y la cuestión comienza a rodar.

Todo el mundo tiene un historia para contar, todos quieren contar su historia, todos creen (y con razón) que en su historia personal hay una clave de lectura para entender el mundo, para aprender algo, para extraer, de la confusión en la que vivimos, algo similar a un sentido. Desde que se enteraron que soy algo así como un escritor toda clase de tías y vecinas se apersonan en mi domicilio cada vez que pueden para contarme sus historias. La mayoría, lamento decirlo, no me interesa para nada. Se oyen muy bien, son divertidas y ocurrentes, están llenas de ese encanto propio de las historias de mujeres mayores (cuernos y muerte, básicamente). Me interesa lo que mis tías dicen cuando están distraídas. Cuando no saben que las estoy filmando, por llamarlo de alguna manera. Ahí suele salir lo mejor. Tengo el recuerdo de ser un niño y estar oyendo, calladito en mi lugar, a mi madre y las vecinas o las tías hablando de tal o cual desastre viviente. Toda la literatura podría salir de ahí.

En varias novelas y cuentos de Piglia aparece la idea de una máquina que capte todas las historias de un momento dado en un lugar. Las historias mínimas, las pequeñas anécdotas que se cuentan entre los amigos o la familia. Si tuviera una máquina así, dice Piglia (cito de memoria) podría entender realmente lo que pasa en un país, o incluso en el mundo: sería la más perfecta elaboración de sentido (estamos viviendo esa máquina, probablemente, en las redes sociales). En La forma inicial, Piglia habla del libro de Lewis, un antropólogo, que se llama Los hijos de Sánchez y probablemente haya influido en la literatura de Puig. Es una serie de entrevistas donde los miembros de una familia cuentan una historia, su historia, y se percibe ahí el murmullo que conforma el México de la época, la clave para entender un país entero.

Todo esto viene a que leí A contraluz, de Rachel Cusk, publicada por Libros del Asteroide y con recomendaciones en la solapa de la talla de Jeffrey Eugenides y el New Yorker. Las recomendaciones están un poco infladas, como casi siempre (“Un éxito rotundo”, “Una de las obras de ficción más atrevidas, originales y entretenidas que he leído nunca”, “Soy mucho mejor después de haberla leído” y siguen) pero la novela es un buen entretenimiento. Se trata de una escritora que viaja a Atenas a dar un taller de escritura creativa. Pero lo importante no es la escritora en sí, que sirve más o menos como excusa para narrar las historias paralelas a esa trama principal, que terminan siendo las centrales. Desde su compañero de viaje a un colega o un alumno, todos terminan abriéndole su corazón, o como se llame eso que hacemos cuando somos completamente sinceros sobre lo que nos pasa. El libro termina siendo, en gran medida, una reflexión sobre la literatura, sobre el “detrás de escena” que alimenta a un escritor, sobre las formas en la que lo que nos pasa nos moldea como personas. El “si yo te contara mi historia” que nos dicen cuando saben que nos dedicamos a esta extraña profesión llevado al extremo.

Cualquier historia empieza con un “pero”. Sin “pero” no hay historia posible. Es lo que sucede en ese gran semillero para la literatura que son los cuentos infantiles: Juanito vivía muy feliz con sus padres pero… Es ahí donde lo comienza la excepción, lo extraordinario. Nadie quiere oír una historia donde Juanito sigue estando muy feliz con sus padres. Nadie quiere oír algo que pasa muchas veces. Lo que queremos oír es lo extraordinario, lo que pasa una sola vez, el resplandor de lo único. Por eso los escritores tienen que tener los oídos abiertos. Oídos, ojos, tacto. Para captar el momento exacto en el que una historia cualquiera pasa a ser una verdadera historia: la distinta, la única, la irrepetible.

 

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