Contar un sueño
Por Santiago Craig
Martes 11 de enero de 2022
"Diego me dijo que había que pensar en el mar antes de dormirse. No dijo que había que concentrarse, no dijo que había que enfocar la atención. Éramos chicos, mejores": uno de los textos del último Filba Internacional, de la mano del autor de Animales (Factotum).
Por Santiago Craig.
Trato de soñar un mar. Un primo más grande, Diego, me dijo, cuando éramos chicos, que cada uno puede inventarse los sueños. Decidirlos. Nos sentábamos siempre a conversar en un escalón, en una casa de alguien. Diego me hablaba del mundo, de lo que sabía del mundo. Tendría once años Diego, yo, seis. Y le creía. Y le creo. Siempre había en el aire olor a hojas que se queman, a mandarinas amargas. Desde esas tardes, yo trato de soñar un mar.
Diego me dijo que había que pensar en el mar antes de dormirse. No dijo que había que concentrarse, no dijo que había que enfocar la atención. Éramos chicos, mejores. Hablábamos bien. Dijo: tenés que inventarte el sueño y después, soñarlo. Por eso yo trato de inventarme un mar y después, trato de soñarlo. Quiero hacer aparecer un cielo blanco, gaviotas gritonas, y fijar, abajo, una secuencia de ondulaciones verdes, mojarme los pies en esa orilla berreta, estereotípica, entrar de a poco al escenario. Trato de soñar un mar así... y no puedo, la verdad. Nunca puedo sumergirme así en el sueño. Ni el cielo blanco, ni el verde ondulante, ni los ruidos de las cosas. Esa luz, esas olas. No puedo imaginar así, me disperso. No puedo dejarme llevar desde un invento controlado. No tengo esa fuerza. Siempre suelto la correa, siempre se me escapa, dejo ir.
Entonces, cuando trato de soñar un mar, sueño otra cosa. El sueño, como con todos, supongo o, a lo mejor, con todos menos con mi primo Diego, hace conmigo lo que quiere. Prescinde de mí y es solo.
Me piden que cuente un sueño, me piden que sueñe para contar. Es complicado. Trato. Pero no puedo. En realidad, no puedo hacer que aparezca un sueño que me importe. Los sueños son iguales y aburridos. Porque pase lo que pase en un sueño, siempre es eso y nada más: un sueño. ¿Por qué voy a contar algo que nace ya con ese final tan obvio, tan decepcionante? Hay un tiempo de vida ahí, sé. Hay un modo de ser en ausencia, hay un estar sin estar. Mares que aparecen y se hacen solos. Otras olas nuevas, otra forma y otros motivos para volar en las gaviotas. Otra forma de ser nosotros. Ponele. No me cierra. Un sueño es siempre desperdicio y rejunte, es un esfuerzo del cuerpo tratándonos de reemplazar por el descanso; es engañarnos con el calorcito de un cuento que nos acurruca y nos distrae el impulso de abrir los ojos y de tocar y de morder y de querer y de preocuparnos. No son
justas las historias que armamos en sueños, no son sinceras: pura necesidad, mecanicismo, fisiología pirotécnica.
Pero acá estamos. No hace falta ponerse tan mañoso. Contá un sueño, dale. Tampoco es recitar la Ilíada o hacerle un gol con la mano a Inglaterra. No es inventar el mar.
Hay un sueño. Uno que me acuerdo. Es el final de una novela.
En el sueño hay una mujer. En el sueño, la mujer no tiene cara. En la novela tampoco. O tiene varias, podría tener. Da lo mismo. El sueño se está haciendo mientras duermo, la novela también. Yo no sé, ni en el sueño ni en la novela, qué cara tiene la mujer. Se llama Marta la mujer. En la novela. En el sueño debería llamarse así. Porque es ella. No me dice, no me habla. Yo, en el sueño, soy alguien que sabe, pero no está. No podría decir: hay una mujer ahí, se llama Marta, está al final de la novela que escribo, yo estoy a un costado. De ella, del sueño, de la novela. Es siempre incierta la presencia de uno en los sueños. ¿Hay una forma de estar ahí? ¿Hay espejos? ¿Uno puede verse desde afuera en un sueño? Si un charco o un lago o el vidrio de un ventana nos refleja en un sueño, ¿nos muestra a nosotros? En el sueño que cuento no hay nada de eso. Ni espejos, ni charcos, ni mar, ni gaviotas, ni yo. Hay una mujer sin cara al final de una novela no escrita. Si quisiera verse reflejada esa mujer, Marta, no podría.
Como todos los sueños, este también es aburrido. La mujer, Marta, está ahí y la verdad es que no hace casi nada. Está sentada y sola y lo único que llama la atención apenas es que, a la luz, se deshace. Se va desintegrando en migas y pelusas y partículas que flotan en el aire y suben y se mezclan con lo que sea que hay alrededor. Luz cruda, luz de mentira transparente, pero también un cielo blanco, o el mar verde, una repetición lerda de espuma y de olas.
Es el sueño en el que una mujer, Marta, está sentada y sola y se deshace. Es el sueño que muestra una forma distinta de morir. Yo no sé, no puedo asegurar, pero intuyo, porque me angustia, que esa mujer se muere. Marta. Entonces, creo que es el final de la novela. Porque, si se muere Marta, no hay nada que siga. Si se desarma así, como ceniza.
El sueño es eso. No mucho más. Yo se que, también, mientras se desarma, mientras se muere, Marta, la mujer, se acuerda de algunas cosas tan tontas que la desesperan. ¿Cómo puede ser tan aburrido morir? ¿Cómo puede ser tan inasible y
trivial, tan poco edificante? Una muerte sin detalles emotivos, sin contraste ni peripecias, sin trama. Una muerte de sueño. Le toca.
Me despierto, y ya estoy con los ojos abiertos, claro. Resiste una aspereza en el paladar, un gusto a migas, una confusión breve. Hay en mí todavía una mujer que se deshace, no avanza desde un mar a una orilla, no se seca en la arena, no deja a su paso nubecitas porosas de espuma. Porque yo no soñé un mar y ya es tarde. Ahora, de este lado, en esos gestos elementales, vivo lo que hay. Me mojo la cara, me seco, me lavo los dientes, escupo, me miro, porque puedo, en un espejo. En el comedor, con la luz nueva del cielo y la luz tonta del monitor, trato de ir del sueño a la página y escribir el final de una novela. Trato de sentarme en una silla que está en el umbral de la casa de alguien, oler las hojas que se queman, las mandarinas que cuelgan como pena de los árboles. Hago lo que me enseñó mi primo Diego: con lo que tengo, trato de inventarme el final y después contarlo. Diego me dijo, cuando éramos chicos, que cada uno puede inventarse el final que quiera. Mojar un pie, después el otro, hundirse en su invento. Avanzar hasta estar ahí. Sumergirnos de a poco al lugar en el que querramos que todo se termine. En esa luz, en esas olas. Decidirlo.