Cóndores inconmovibles planeando bajo
Una bitácora del Filba Nacional
Jueves 14 de abril de 2016
En cada festival de literatura Filba, tanto en la versión nacional como en la internacional, un grupo de escritores es invitado a escribir un texto a partir de una experiencia que se vive en los días del festival. Esos textos se llaman “Bitácoras”. Presentamos aquí el que escribió Mercedes Araujo durante la última versión del Filba Nacional, que acaba de suceder en San Rafael (Mendoza).
Por Mercedes Araujo.
Respirá, respirá el aire fresco, trae vahos de jarilla macho. Respiro y veo el rabo de Flecha. Flecha es agalgado en las costillas, pero tiene el pelo largo y duro y un poco de barba. Caracolea las caderas con el hocico contra el suelo, levanta las orejas. Los animales saben. Él es flecha y nos va a seguir todo el trayecto, lo presenta el que manda. La jarilla macho, la hembra y la orientadora. La orientadora, o la Norte-Sur que le dicen, la hojitas se disponen con el frente hacia el este y el reverso hacia el oeste, busca el sol tibio de la mañana y el de la tarde, pero evita el del mediodía. No es tonta, no se desagua. Olé, olé bien, el aire huele a tomillo. La jarilla es lo contrario al cactus, porque no regula, consume agua sin cuidado, sentencia, al final cualquier roce hace que explote y se seque.
Hay desprecio por los excesos del cactus. Justo ahora el desprecio parece desaforado. Hace un día que llegamos y desde entonces atravesamos, primero un viento frío y húmedo que empujaba nubes turbulentas, luego rayos y relámpagos que cruzaron el cielo como víboras eléctricas y al fin, una feroz granizada anunciada por nubarrones negros, a los que intentamos no creerles nada. La granizada, se anunció en un bramido, un rugido estrepitoso, pero seguimos conversando parados, ofreciendo las cabezas a la pedrada, los granizos del tamaño de un damasco, cayeron y rebotaron. Desde entonces, arrastramos el cuerpo bajo un aguacero que a veces es suave y otras, torrencial.
Partimos a la caminata encebollados, remera, buzo, campera. Ninguno de nosotros trae zapatos apropiados. Él no, él anda en remera y ordena, demasiada ropa, dejen las camperas en la camioneta, nosotros nos dejamos mandar, corderos. Flecha sigue una huella que sube acaracolada, hecha y contrahecha de curvas bordeando el acantilado. Cuando llega arriba se da vuelta. Nosotros no, nosotros iremos poniendo una pisada detrás de la otra, cuidadosos y retobados, no nos gusta el barro. La tierra se nos pega y no estamos seguros de haber traído el cuerpo con los músculos adecuados, pero tenemos el corazón caliente y al fin, arremetemos, las rocas aplacadas, los bordes filudos, caminamos rodeando el arroyo.
¿Sobre qué escribir? Sobre nombres. De lugares: Rama Caída, Agua del toro, Los Reyunos, Los Chihuidos; de Cerros: El Sosneado, El Guanaquero, El Overo, el Blanco y el Malo, de chica los recité de memoria. Cada tanto alguien pregunta, ¿y esta planta, que huele medio dulce pero venenosa? Esa es la chañar brea, la planta que se desnuda. Esto no es montaña ni es cordillera, es bloque exhumado, el sanrafaelino pampeano, aclara el que manda. Este exhumó hace trescientos cincuenta millones de años, al verle la cara a la roca, se aprecian. Lo llamamos el mil hoja. Una capa sobre la otra. Una adentro de la otra. La roca es cenicienta y está atravesada por miles de pequeñas líneas de hierro oxidado.
Resbalamos un poco sobre la huella empantanada. Uno de nosotros pelea con los pies en el barro de la orilla. Tiene zapatos de ciudad y avisa, si me encajo, tendré que resignarme a usar ojotas durante los próximos tres días. Flecha se aleja, tan rápido, sin peso y nos mira de lejos. El que manda no, el que manda nos mira de cerca hasta que se cansa y se aleja, camina bailando, como un zorro. Cada tanto advierte, acaricien la roca para sostenerse. O: por ahí no, eso es barro puro. Tarde, con una pata enterrada hasta el tobillo, intento movimientos parecidos a los de una cabra. Saltitos cortos. No sirven. Alguien dice, qué pena que Flecha no sea más alto, si no lo montábamos como un pony, por turnos. Nos enjuagamos un poco la cara, las manos. Somos como lisiados.
Busco animales, guanacos, cuises, cabras, una lechuza de ojos manchados. No están, hay monte, espinillo y una novedad, dice el que manda, las jarillas están siendo acogotadas por parásitas. Las parásitas acogotadoras son hermosas, de hojas verdes y pequeñísimas flores color bermellón, casi rubí, pero animales no hay, o quizás sí, escondido algún pichi, pichiciego, una serpiente, en algún lado deben estar. Avanzamos y el sol aparece apenas por detrás del cerro e ilumina un telar circular sostenido desde el borde de un espinillo que una radiante araña teje, detrás, el arroyo rebota contra las piedras y salpica gotas densas que motean la red, en ellas, la luz se posa, refracta los hilos y destella.
Le pedimos al que ordena una tregua. Cada uno se recuesta sobre una piedra. Recién entonces dejamos de resoplar y miramos algo más que la huella del que camina adelante. Añil, rojo, amarillo y anaranjado, todo velado por la ceniza blanca aplacada, ensombrecida en sus pliegues. Una brisa suave y perfumada, menta peperina. Respirá, respirá bien. El paisaje es desolado, ahora con sol es más fácil ver la ceniza blanca y lúgubre que cubre la roca y a medida que avanzamos el suelo se volvió más arenoso. Nos cuenta de la explosión del Descabezado, allá por abril del 32, tres días sin luz solar, la ceniza cubrió pasturas y envenenó el agua. Durante muchos años se dijo "Fue el año de la tormenta oscura". Imaginamos una nube negra, cubriendo el sol y haciendo de la tarde una noche cerrada. Todos tejiendo explicaciones sin saber qué había pasado.
El que manda descansa con los ojos clavados al suelo y no nos dirige la palabra. De pronto se para, camina y se aleja más que nunca, titubea. Cada uno busca a Flecha con los ojos. El que manda aparece a la distancia, se acerca, tiene los ojos sombríos y casi de costado murmura: no podemos seguir porque la huella está inundada. O volvemos o habrá que improvisar, anuncia. Rezongamos. No podemos avanzar ni retroceder. Flecha aparece y desaparece. Nos mira con cara de pena. Los animales saben. El que manda, no, el que manda, anuncia: me olvidé el agua y ahora viene la parte empinada, la difícil. Con la respiración cortada, clavamos los ojos en el cielo, las nubes corren y aparecen los primeros animales. Cóndores inconmovibles, planeando bajo.
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