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Ensayos

César Aira: "La calidad está más a la vista en lo breve que en lo extenso"

Ideas diversas es la última y excelente novedad de Aira en Blatt & Ríos. Allí se leen ensayitos breves como los que siguen.

Por César Aira.


A los once o doce años, en la escuela, yo era el que leía, el literato, había leído la Ilíada, la Odisea, supongo que en reducciones o adaptaciones para la juventud, pero también las novelas de piratas de Salgari, Julio Verne, muchas más, todo lo que me caía en las manos. Mis compañeritos, que admiraban mi saber exótico (del que yo no perdía ocasión de jactarme) no tocaban jamás un libro. Esto lo digo para presentar los personajes de los siguientes dos episodios.

La maestra nos hizo un dictado. Lo anunció como un texto sacado de un libro. Dictó una oración. Luego: punto aparte. Otra oración. Punto aparte. Entonces un chico, creo recordar que López (¡justamente López, esa bestia!), le dijo: Ah, son oraciones sueltas. Y la maestra: No, es un texto, pero empieza así. Y yo, para mí, extrañado, intrigado, interesado, descubría gracias a este breve intercambio la diferencia entre el punto aparte y el punto seguido, entre las frases sueltas y las que siguiéndose componen un texto, un párrafo, un discurso. Era nuevo para mí, pese a que ya debía de haber leído mil libros.

Segundo episodio: creo que era algo así como una redacción, tema libre. No recuerdo qué escribí yo. La maestra hizo leer en voz alta algunas redacciones. Lito Miganne, que se sentaba en el pupitre contiguo al mío, fue uno de los que leyó: había escrito el relato de la cacería accidentada de un oso, en un bosque. Y terminaba: Esa noche, sentado junto al fuego de la chimenea, recordé la aventura… Y ahí terminaba. Yo no podía creerlo. Faltaba “Y entonces me desperté”. La maestra lo felicitó a Lito y pasó a otra cosa.

Yo seguía sin entender cómo la maestra no le hacía la observación pertinente. ¿Acaso Lito, ese gordito con el que yo me juntaba a jugar todas las tardes, había matado a un oso en un bosque alguna vez? La tranquila seguridad con que había escrito y leído, el asentimiento de la maestra, el que todos lo dieran por algo natural, me causaba un shock de perplejidad que hizo que hoy, sesenta años después, lo recuerde vívidamente. 

Estas ignorancias mías pueden haberse debido, lo mismo que tantas otras antes y después, hasta ahora, a una distracción (la palabra es débil para lo que quiero decir), a esa sobrenatural distracción que volvió tan deficiente mi educación. En el episodio del oso, mi sorpresa y desconcierto son especialmente extraños dado que yo leía novelas entonces, las devoraba, una tras otra. Supongo que se debió a que a los autores de esas novelas los ponía en una categoría humana fuera de la órbita de los seres corrientes que veía en la calle o la escuela.

Una categoría donde oscuramente esperaba ponerme a mí algún día.




 

A muchos escritores les ha pasado que, cuando el editor les pide que escriban diez líneas para poner en la contratapa, o para una gacetilla de prensa, descubren que escribir todo el libro fue más fácil que dar por buenas esas diez líneas.

No debería sorprender. La calidad está más a la vista en lo breve que en lo extenso. El compromiso es mayor.

En este caso (de la contratapa o la gacetilla) el autor siente como si ese párrafo se pusiera en la balanza y debiera pesar tanto en méritos como las doscientas y trescientas páginas del libro. Cada palabra debe estar calculada, evaluada, pensada diez veces, leída y releída con los ojos facetadísimos de la mosca incalculable que son los lectores y críticos. Y se produce una paradoja lamentable: cuanto más se la trabaja, mayor es la insatisfacción.

Con la extensión, la forma pierde protagonismo, el contenido se apodera de la atención del escritor y la pluma corre rápido. Nos damos cuenta de que lo que estaba ausente era la espontaneidad, con invitarla a la fiesta se terminaba el problema. Claro que hay que seguir siendo espontáneo todo el tiempo, y es difícil hacerlo cuando uno es consciente de que está siendo espontáneo.


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