Celuloide escrito
Luis Martín-Santos
Cine y literatura
Viernes 06 de mayo de 2016
Alrededor de Condenada belleza del mundo, "una novela corta o cuento largo, o extraña mezcla de crónica y ficción", obra póstuma de Luis Martín-Santos que recuperó Seix-Barral.
Por Antonio Jiménez Morato.
La relación habitual, o que tiende a entenderse como habitual, entre la literatura y el cine, presupone una influencia de la narración escrita sobre la audiovisual. Han sido, sin duda, muchas las ocasiones en que se han adaptado libros a la gran pantalla, y en los premios más célebres del «Séptimo arte» se han llegado a diferenciar dos según el origen del guión: original o adaptado. Las adaptaciones, prácticamente siempre, vienen de la literatura. No hay, casi, casos de cómics, guiones de radio, videojuegos, etcétera, candidatos al premio.
Tuvo que llegar la crítica más despierta para recordar lo evidente: que la literatura, sobre todo la narrativa, sufrió modificaciones determinantes a raíz del auge del cine, primero, más tarde de la televisión y, en última instancia, con la aparición de Internet, aunque acaso todavía esos cambios están teniendo lugar como para hacer una lectura más completa de los hechos. La otra cara de la moneda es el modo en que el cine ha representado a la escritura o a los escritores. Casi siempre de modo vergonzante en el caso de Hollywood –vergonzante a efectos estéticos e intelectuales: no recuerdo una sola película sobre escritores, acaso las que hicieron sobre Capote, que lleguen a un nivel digno; la que ahora mismo se acaba de estrenar sobre Hemingway en La Habana resulta de nuevo patética a la vista de los dos minutos del trailer. En otras industrias, eso sí, han sido más osadas o al menos inteligentes: pienso en el Kafka de Soderbergh o en las propuestas del cine francés –Bresson, Resnais, Duras o Chris Marker– donde no se ha buscado narrar la biografía del escritor, ni siquiera más o menos transformada para resultar interesante, sino el acto mismo de la escritura, así como las sensaciones y consecuencias del acto de escribir.
Por otro lado, no es todo culpa del cine. En muchos casos la literatura se ha dejado influir por el cine de modo determinante, bien para usar la narrativa del blockbuster como horizonte de posibilidades –tal y como sucede en mucha literatura anglosajona y cada vez más en la que se escribe en castellano, sirvan como ejemplo ajeno para no generar suspicacias las novelas de Thomas Harris, que no tuvieron apenas que ser adaptadas para filmar las películas protagonizadas por Hannibal Lecter–, o como referente mítico de los personajes o las voces narradoras, tipo las novelas inolvidables de Puig.
Todo este preámbulo para llamar la atención sobre la originalidad de planteamientos de Condenada belleza del mundo, una novela corta o cuento largo, o extraña mezcla de crónica y ficción, que dejó inédita a su muerte Luis Martín-Santos y que se recuperara hace doce años por la editorial Seix-Barral. El texto en sí era conocido antes de esta publicación porque primero unos fragmentos en una revista cinematográfica y luego en una revista literaria habían sido publicados, pero no fue hasta la edición de Seix-Barral que pudo leerse, más de cuarenta años tras la muerte en un accidente de su autor. La edición contaba con un prólogo del hijo del autor, útil porque enmarca el texto y su historia y del que se agradece su falta de pretensiones; no quiere apropiarse del texto y establecer una interpretación unívoca del mismo. Además, sumaba un final alternativo que barajó el autor y una reproducción del original mecanografiado y corregido a mano, que en la edición tienen el descaro de llamar facsimilar, cuando se hace evidente que los originales están escritos sobre las hojas tamaño folio habituales en la Europa de la época (principios de los años sesenta) y el libro tiene el formato de 12x19 cm, por lo que las reproducciones tienen menos de la mitad del tamaño original. Llamarle a eso facsímil es, desde luego, no tener ni idea de qué es un facsímil. Reproducir los treinta folios del mecanoscrito, de modo tal que es casi imposible leer las correcciones y anotaciones que hizo el autor, es una solemne memez.
Más allá de estos detalles de edición, Condenada belleza del mundo es un texto que hace de las condiciones de un rodaje cinematográfico, con sus tensiones dentro del equipo de rodaje y las dificultades en la representación de una ficción por parte de los actores el asunto del texto. Esto es, el texto, además de fraguar un fresco sobre la ficción y los mecanismos con que esta se construye, se centra en los procedimientos de elaboración de otra disciplina artística. Sería más o menos esperable un filme sobre la elaboración de una película, como La nuit américaine, o una novela sobre los mecanismos de escritura de la novela, y acaso el más radical de los planteamientos en ese sentido siga siendo Museo de la Novela de la Eterna. Lo que escapa absolutamente a lo habitual es una narración escrita sobre la filmación de un largometraje. O, más allá, una narración que se atreva a reflexionar sobre las relaciones entre ambos campos de creación, y lo haga de manera honesta, sin obviar ni simplificar las tensiones entre ambas:
«Cuando el guionista es al mismo tiempo Ayudante de Dirección, está sometido a un suplicio intelectual especialmente sutil. Pues que él se siente verdadero padre del engendro y mejor dotado en virtud genesíaca que el Director (ente menesteroso de ideas que a él ha tenido que recurrir para llegar a tener algo a lo que dar realidad) cada una de sus interpretaciones estilísticas le abruma por su falta de correspondencia con el esquema originario. Esta situación, caracterizada por la impotencia en que se encuentra para modificarla, pues sus tímidas sugerencias no serán tomadas por colaboraciones, sino interpretadas como cortapisa, traición, zancadilla o al menos carencia de subordinación, le produce una progresiva pérdida de peso y un anquilosamiento facial en el que el único órgano expresivo viene a estar representado por la armazón negra de las gafas. Tras los cristales, sus inmóviles pupilas traducen sólo mediante dilataciones y contracciones del agujerito negro donde la espantosa perpetración del sacrilegio va penetrando, el grado de sufrimiento espiritual que le aqueja. Se desliza, pues como inmóvil y silenciosa alma en pena, en torno a los técnicos y a los aparatos y con voz quebrada y apenas perceptible, contesta a los interrogatorios de los extras voluntarios, que quieren cobrarse en atención o en informaciones inéditas la falta de pago que su generoso trabajo exigiría».
Es esta una buena muestra de la maestría de Martín-Santos a quien, tantas veces, de modo injusto, se ha reducido en Latinoamérica a la «contrafigura española del Boom fatalmente malograda». Una novela como Tiempo de silencio deja claro que en España había una cantera de autores con cosas que decir en el paso de los cincuenta a los sesenta; y el Boom, como todo el mundo sabe ya, o debería saber, fue un montaje publicitario urdido en Barcelona por Carmen Balcells, que poco o nada tiene que ver con lo que estaba verdaderamente sucediendo en la literatura latinoamericana de la época y ni siquiera estuvo protagonizado por los mejores autores. Sí que es cierto lo de malogrado, porque tanto su novela publicada como la inédita, Tiempo de destrucción (publicada al inicio de la transición español en una edición crítica que reunía los textos relacionados con el proyecto que Martín-Santos no llegó a concluir), permiten intuir a un autor capaz de escapar de la novela ramplonamente realista y conductista de la época y suficientemente valiente para transitar por territorios nuevos.
Condenada belleza del mundo, escrita poco después del fallecimiento de su esposa y mientras permanecía en libertad provisional acusado de actividades subversivas por el régimen franquista, es una narración que, incluso hoy, resulta novedosa e inquieta, no ya por enfocar la mirada en la industria cinematográfica y su lenguaje, sino por el modo en que la voz narradora se desdobla, como personaje y como espectador, generando una perspectiva más cercana al documental o la crónica actuales. Martín-Santos, siempre de modo involuntario, le recuerda al que lo lee un detalle que pareciéramos haber olvidado: en los cincuenta y en los sesenta el arte era mucho más valiente de lo que suele serlo hoy.