Borges y Sollers
Philippe Sollers. Fuente: bibliobs.nouvelobs.com
Memorias y venenos
Viernes 16 de setiembre de 2016
"Sollers quiere hacer que Borges descienda dos o tres peldaños nomás. Pero, con su empujoncito torpe, es él quien rueda escaleras abajo". Alrededor de Una verdadera novela, las memorias de Philippe Sollers (Páginas de espuma), y sus páginas dedicadas a Calvino, Moravia y Eco, además de al autor de El Aleph.
Por Martín Kohan.
El veneno que cuantiosamente exudan las memorias de Philippe Sollers no es tanto el del venenoso como el del envenenado. La diferencia es crucial. Porque el venenoso destila malicias, destila acidez y agudezas, puede ser hasta jocoso, puede mostrarse jovial. Mientras que el envenenado, en cambio, es penosamente oscuro, agresivo en su rencor; mastica sombrío su propio veneno, lo traga aunque no quiera a fuerza de resentimiento.
El prestigio de Philippe Sollers es, a mi entender, considerable. Pero a él, evidentemente, no le alcanza. Son muchos los que apreciaron o aprecian las cosas que Sollers ha escrito. Pero no tantos como él quisiera, según parece, o no tanto como las aprecia él mismo. No hace falta compararlo con Barthes, con Foucault o con Derrida, a quienes tanto frecuentó. Pero él mismo, pese a eso, se compara, y en el trance de la comparación se amarga.
En Una verdadera novela, sus tan nutridas memorias, hay unas cuantas páginas que dictó el envenenado. En algunas de ellas, para el caso, se la agarra con Calvino, se la agarra con Moravia, se la agarra con Umberto Eco y se la agarra con Borges. Lo hace con una artimaña cargada de moralismo, a pesar de que repetidas veces se declaró un libertino (tal vez fuera de prever: si el moralista sermoneador con tanta frecuencia es en verdad un degenerado, por qué no suponer las taras del moralismo en quien se muestra sospechosamente precisado de declarar su libertinaje a cada rato).
Es así entonces que Sollers, viscoso y arisco, se vale de un saber privado, proveniente del trato personal, y lo expone en tenor de alcahuete: a Calvino, cierta vez, lo encontró en actitud dudosa en la casa de una amiga en París; Moravia, en cierta ocasión, le mostró en Roma varias fotos de travestis; con Eco conversó en alguna oportunidad en un club de strippers chinas de New York. Y hubo un día en que Borges, en una pequeña habitación de hotel, se le acercó por demás para comentarle que las prostitutas francesas eran las mejores en la Buenos Aires de antaño.
La evidente intención de Sollers fue disminuir a los otros cuatro escritores, que casualmente lo sobrepasaron con creces en genio o en reconocimiento, mediante un recurso rastrero al escándalo. No importa que sus argumentos no nos escandalicen para nada, ni importa que no nos resulten un factor de disminución; la intención de Sollers no fue otra que la de rebajar a aquellos de quienes estaba hablando.
Entre las cosas que más aprecio en Borges, y en la que me gustaría (ya sé que no podré) parecérmele, está la siguiente: a Borges le bastaba con doblegar a su interlocutor, cuando se lo proponía, sin ninguna necesidad de que el otro se enterara. Sus victorias verbales eran a menudo secretas, motivo de un regocijo exclusivamente íntimo; mientras el otro seguía en lo suyo, así, sin advertir nada. Porque Sollers escribe lo que escribe, creyendo que de ese modo rebaja a Borges, y es por él que ahora sabemos una cosa que él mismo nunca supo: que fue Borges quien lo rebajó. Porque Borges habrá detectado sin dudas la petulancia francesa de Sollers, su presunción de superioridad general. Y pareciendo que la retomaba, en verdad la derivaba al caso de las putas francesas: las más apreciadas, las más onerosas, las mejores de Buenos Aires. El tópico de la francofilia porteña lo ancló Borges en la sordidez de los burdeles, y se lo ofreció a Philippe Sollers imagino que con una sonrisa (una de esas sonrisas vacilantes de Borges, máscara perfecta para la falta de vacilación).
Sollers quiere hacer que Borges descienda dos o tres peldaños nomás. Pero, con su empujoncito torpe, es él quien rueda escaleras abajo. ¿Lo sabe? No, no lo sabe. ¿Se entera? No, no se entera. Y Borges no precisa ni hacérselo saber ni enterarlo: lo deja hablar y lo deja irse. Admiro esa prescindencia: envidio el poder que se obtiene del más puro desinterés.