Biografía imaginaria de Balvina Ledesma
Por Martín Felipe Castagnet
Miércoles 23 de junio de 2021
El libro Gente de la tierra de José Depetris recupera un censo del año 1895 sobre los sobrevivientes de la Conquista del Desierto a quienes devuelve su nombre y les da una identidad. A partir de algunos datos de este relevamiento, tres escritores imaginaron sus biografías en el último Filba Nacional. Aquí, la de Castagnet.
Por Martín Felipe Castagnet.
Balvina Ledesma nació en las tolderías de Chilihué, en las Salinas Grandes de Hidalgo. No sabía cuántos años tenía; cuando la censaron en 1895 le calcularon cincuenta años, a juzgar por su apariencia y los acontecimientos que recordaba. Cuando ella nació, hacía poco que el lonko Manuel Namuncurá había pasado a controlar el área salinera, donde nacía la rastrillada grande hacia Chile y donde los porteños obtenían su sal. La zona era rica en ganado y Balvina no pasó hambre ni frío: su infancia fueron los médanos, los caballos y la laguna. Las cosas que no tenía tampoco las conocía.
Se casó a los diez años. El weñedomon fue realizado con el consentimiento de su padre, y los varones se hicieron los distraídos cuando su futuro esposo entró a secuestrarla. Ella estaba paralizada, aunque sabía todo lo que iba a pasar. También se sabía afortunada, porque algunas compañeras de juegos habían sido raptadas, pero por la fuerza. Una se había escapado al monte y el padre la había devuelto al marido. Balvina pensaba en eso cuando el hombre la subió al caballo y se alejaron a pasar su noche de bodas. Al día siguiente se encontraron ambas familias para consumar el acuerdo. La dote fue generosa; se sintió querida y feliz.
A los catorce tuvo a su hijo, al que luego los pu winca bautizarían Bonifacio. Fue durante el embarazo que Balvina tuvo su primer sueño premonitorio: una mariposa se posaba sobre la flecha clavada en un ciervo de las pampas. Se lo contó a su madre y al día siguiente ocurrió.
Tuvo que pasar una temporada con un machi consagrado. El suyo era un machi weye, poseedor de dos almas, que se vestía con ropa de mujer y se entregaba a otros varones, aunque con la obligación de permanecer soltero toda su vida. Con él aprendió más que nunca sobre los misterios del mundo. Para desaparecer los moretones el remedio más eficaz era un compuesto de orines, ajíes y bastante sal, que debían tomar acostados del lado adolorido; para la hinchazón de garganta y llagas, tres gárgaras por día de la pilunhuque, oreja de guanaco o llantén, pisada y sin cocer. Balvina se sentía útil. El machi también le enseñaba a evitar los males, no solo a curarlos, como por ejemplo nunca quedarse debajo de árboles en punta durante una tormenta, menos todavía de un algarrobo.
Finalmente llegó el momento de ser consagrada como curandera. El machiluwün se realizó durante el retorno del sol. Antes del amanecer se bañaron en el río, le perforaron las orejas de las niñas y les pusieron nombres a los bebés. Balvina sintió cómo nacía de nuevo. Pero su sueño de esa noche fue oscuro: pescado seco sobre la tumba de un caballo. Luego, una tras otra, llegaron las desgracias.
Su marido, que era la sal del mundo, se debilitó de forma imprevista. Balvina recurrió a todos sus saberes y, cuando no tuvo éxito, a los ancestros. La ceremonia del machitún no es una celebración, le había enseñado su machi weye; ahuyenta las energías nefastas y te llena de angustia e inquietud. Empezaba al atardecer y duraba toda la noche. Balvina subió los siete escalones espigados del altar rewe, orientado hacia el este, y luego encendió las hojas de canelo. Las banderas azules y blancas se agitaban con el viento frío. Sus colaboradores hacían trinar las kaskawilla de alpaca y sacudían las wada rellenas, para asustar a los malos espíritus. Cuando escuchó golpear el cuero del cultrún, entró en trance. Balvina se internó en el küimi, en la conversación con los ancestros, que tanto la habían ayudado antes.
¡Cuánto quería Balvina hacer un ngillatún para su hombre y agradecer por su restablecimiento! Cuando hacemos ngillatún para dar gracias al Espíritu Supremo, le había explicado su machi weye, compartimos la sensación de estar vivos como mapuches. Pero esa vez no había habido final feliz. Balvina salió del trance en silencio, y la ayudaron a bajar. Balvina solo murmuró: la flecha dio en el ciervo. Su marido, que con tanta fuerza la había raptado, terminó de perder todo el vigor y murió apestado.
La siguiente pérdida fue todavía más terrible. La Conquista, que sus mayores escupían al mencionar, hasta entonces había sido para ella algo del pasado. Primero hablaron de una zanja, y Balvina pensó que quedaba lejos, que estaba a salvo. Luego vinieron los ejércitos, la noche y el frío. Fue el fin del Puel Mapu y de su propia vida tal como la conocía. Cuando el coronel Levalle los expulsó de Chilihué, se llevó como conscriptos a los varones jóvenes y ahí se fue su pobre hijo, a combatir en guerras que no eran la suya. Hasta entonces su hijo solo había sido jornalero; sabía montar, pero no se le daban las armas.
Las novedades le fueron llegando a Balvina por carta, que le leía uno de los pocos del lof que sabía escribir. Nos dieron una hora de descanso para retirar los cadáveres y comer, le contó su hijo. Ya se había retirado Tejedor, la batalla del corral estaba ganada, pero a nosotros nos regresaros a la isla Martín García, a seguir nuestra vida de soldados y prisioneros. Fui bautizado en la fe cristiana, ahora mi nombre es Bonifacio Zapiola, en honor al mayor que me apadrinó.
Los años fueron pasando; para sobrevivir, trabajaba de vendedora de yuyos milagreros. Era apreciada, pero no le alcanzaba. Se acercaba a las carpas, a las procesiones, recorría las ciudades y el arenal. Así también le llegaban noticias, como la rendición del lonko Namuncurá, que tanto había guerreado. Cuando se cumplieron doce años, Balvina pidió ayuda para reclamar por la vuelta de su hijo. Cuando Bonifacio volvió a Utracán con una hija, Manuela, estaba casi ciego y necesitaba ayuda para seguir cultivando; al menos tenía algo de dinero, que había ahorrado en sus doce años en el ejército. Con el cambio de siglo, que en la ciudad festejaron con fuegos de artificio que ellos vieron a lo lejos, sus plegarias de permanecer juntos fueron atendidas. El lof empacó sus trastos y se mudaron a la recién fundada colonia Los Puelches.
Gracias a Francisco Ñankufil Calderón, capitanejo de Namuncurá muchos años atrás, Bonifacio había sido uno de los pocos en lograr una concesión cerca de la Urre Lauken: poco más de seicientas apenas hectáreas para cada uno. Pero los terrenos no habían resultado buenos: la piedra impedía el crecimiento de vegetación alta, y los anegamientos eran peligrosos para los animales. Intentaron conseguir agua potable haciendo jagüeles, pero necesitaban chapas de zinc, o peor, dinamita. Probaron con palos del arbusto de jarrilla, pero no llegaban tan hondo. Tomaron la decisión de mudarse a otros lotes, con miedo a que el papel que tanto les había costado conseguir no valiera nada. Cuando los inspectores volvieron una década más tarde, los trataron de intrusos. Balvina se indignó: qué esperaban estos pu winka, que nos muramos de sed, que se nos pudran los pies. Todo lo que dicen es winkadungun, la lengua de ladrones. Cada vez se sentía más amargada, aunque intentaba no transmitírselo a sus nietos.
De alguna manera lograron persistir. Balvina era respetada por su conocimiento curandero y su familia había crecido; los yernos de su hijo cultivaban la tierra. Sus nietos estudiaban en la escuela ambulante; al menos sabían leer y escribir. No los iban a engañar tan fácil. Un día, el maestro de escuela, Atanasio Mayor Soria, les preguntó si podía transcribir sus historias. La universidad quiere conservar nuestro legado. ¿Después de haberlo destruido?, preguntó ella, pero igual contestó todo lo que preguntaron.
Ese día fue difícil para Balvina: demasiados recuerdos. Le contó sobre sus saberes de machi, y especialmente sobre la fiesta de Camarikum, que se hacía en primavera. Hacían un cerco enorme de ramas, y los jóvenes montados emprendían las vueltas en torno al cerco antes de sentarse todos a comer en orden y silencio. Al caballo blanco se le pintaba con tiza colorada los ojos y una pisada de avestruz en el cuarto, y lo mismo al alazán con tiza blanca. En el cuello llevaban un cascabel. El último día de fiesta, le contó a Don Atanasio, todos pasaban un cuchillo de plano por el pelaje de dos toros, a los que habían llenado de flores, y luego los soltaban. Y a cuatro capones, dos blancos y dos negros, les arrancaban el corazón mientras todavía estaban vivos, para que Enechen les concediera animales sanos y sin peste. Muchas gracias, papay, le dijo el maestro cuando ella ya no pudo decir más.
Esa noche Balvina tuvo su último sueño premonitorio: tres moscas negras se posaban sobre una pared amarilla. Pensaba una y otra vez en algo que le había contado Atanasio: que el lonko Inacayal terminó sus días exhibido en un edificio que llamaban museo, junto a huesos de animales. Esa indignidad había sido su única forma de salir de prisión: reemplazar una cárcel por otra. También decían que habían desenterrado el cráneo de Calfucurá. Pero no quiso pensar tanto en la muerte: el eluwün la preparaba para viajar a otra tierra, una despedida a otro caminar. Por eso ponían sobre la tumba todas las cosas que el muerto iba a necesitar en su viaje. Separó sus poquitas cosas: su manta küpam, su trailonko, su mate; pensó en su marido, que había subido al Wenu Mapu demasiado joven, y en su hijo ciego, que dependía tanto de ella, y en sus nietos adorados, fuertes, que quizás tendrían una vida peor que la de ella pero un futuro mejor. Se vio a sí misma, la machi que degollaba el carnero ante la hoguera, junto al rewe sagrado, los olores aromáticos, llenos de humo y de vida, hermano sea el fuego, que el sol reúna a los hermanos. Cuando Balvina finalmente murió, hablaron de lo bueno y de lo malo, que era mucho bueno y poco malo, y cuando comieron ubicaron un churrasco en la cabecera, en su honor.