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Bendición: uno de los primeros cuentos de F. Scott Fitzgerald

Literatura estadounidense

Fitzgerald transitaba los 25 años cuando escribió los cuentos de Flaperas y filósofos, que se publicaron por primera vez en 1921 y ahora Editorial Godot reedita con las traduciones del taller de Pablo Ingberg. 

Por F. Scott Fitzgerald. Traducción de Carla Inda.

 

La estación de Baltimore estaba calurosa y atestada, de modo que Lois se vio obligada a esperar en el mostrador del telégrafo unos interminables segundos pegajosos mientras un empleado de dientes incisivos grandes contaba y volvía a contar el mensaje diurno de una mujer corpulenta para determinar si contenía las inocuas cuarenta y nueve palabras o las letales cincuenta y una.

Mientras esperaba, Lois concluyó que no estaba muy segura de la dirección, así que sacó la carta de su bolso y la repasó. Empezaba así:

Mi querida: Comprendo y estoy más feliz de lo que la vida jamás hubiera concebido para mí. Ojalá pudiera darte las cosas con las que siempre estuviste en sintonía; pero no puedo, Lois; no podemos casarnos y tampoco podemos alejarnos y dejar que todo este amor glorioso termine en nada.

Hasta que llegó tu carta, cariño, estuve sentado aquí a media luz, pensando y pensando adónde podría irme para tratar de olvidarte; al exterior, tal vez, para andar a la deriva por Italia o España y soñar hasta olvidar el dolor de haberte perdido allí donde las ruinas derruidas de civilizaciones más antiguas y serenas solo reflejen la desolación de mi corazón; y entonces llegó tu carta.

Muchacha dulce y valiente, si me telegrafías, me reuniré contigo en Wilmington; hasta entonces, estaré aquí simplemente aguardando y esperando que todos mis largos sueños sobre ti se hagan realidad.

Howard

Había leído la carta tantas veces que se la sabía palabra por palabra, pero todavía la sobresaltaba. Encontraba allí muchos reflejos tenues del hombre que la había escrito: la dulzura y la tristeza mezcladas en sus ojos oscuros, la emoción inquieta y furtiva que sentía a veces cuando él le hablaba, esa sensualidad etérea que le arrullaba la mente hasta el ensueño. Lois tenía diecinueve años y era muy romántica y curiosa y corajuda.

Una vez que la mujer corpulenta y el empleado hubieron negociado cincuenta palabras, Lois tomó una hoja en blanco y escribió su telegrama. Y no hubo allí alusión alguna a la irreversibilidad de su decisión.

Es simplemente el destino —pensó—, es simplemente la manera en que resultan las cosas en este condenado mundo. Si la cobardía es lo único que me ha estado frenando, ya no habrá más freno. Solo tenemos que dejar que las cosas sigan su curso y no arrepentirnos nunca.

El empleado ojeó el telegrama:

Llegué Baltimore hoy paso día con mi hermano encuéntrame en Wilmington miércoles tres p.m. Cariños

Lois

—Cincuenta y cuatro centavos —dijo el empleado con admiración.

“Y no arrepentirnos nunca”, pensó Lois, “y no arrepentirnos nunca…”.

 

 

II

 

Árboles que filtran luz sobre el pasto moteado. Árboles como altas damas lánguidas con abanicos de plumas que coquetean airosamente con el feo techo del monasterio. Árboles como mayordomos, que se doblan corteses sobre plácidos senderos y veredas. Árboles, árboles sobre las colinas a cada lado y dispersos en matas y filas y bosques en todo el este de Maryland, delicado encaje en los bordes de muchos campos amarillos, fondo opaco y oscuro para arbustos florecidos o jardines silvestres trepadores.

Algunos árboles eran muy jóvenes y alegres, pero los árboles del monasterio eran más viejos que el monasterio que, según los auténticos estándares monásticos, no era para nada viejo. Y, de hecho, técnicamente no se llamaba monasterio, sino simplemente seminario; sin embargo, aquí será un monasterio a pesar de la arquitectura victoriana o las ampliaciones eduardianas, o incluso del techo duradero, patentado, de estilo Woodrow Wilson. 

Más atrás estaba la granja, donde media docena de hermanos legos sudaban vigorosamente mientras se movían con mortal eficiencia por las huertas. A la izquierda, detrás de una hilera de olmos, había un diamante de béisbol informal, donde a tres novicios les estaba ganando a batazos un cuarto, entre grandes persecuciones, resoplidos y carreras. Y adelante, mientras una enorme y serena campana tronaba la media hora, un enjambre de hojas negras humanas se desperdigaba sobre el ajedrezado de senderos bajo los árboles corteses. 

Algunas de estas hojas negras eran muy viejas, de mejillas surcadas como las primeras ondas de un estanque perturbado. También había dispersas unas cuantas hojas de mediana edad, cuyas formas vistas de perfil con sus reveladoras túnicas empezaban a ser levemente asimétricas. Llevaban gruesos volúmenes de Tomás de Aquino y de Henry James y del cardenal Mercier y de Immanuel Kant y muchos cuadernos abultados llenos de información de las clases.

Pero las más numerosas eran las hojas jóvenes; muchachos rubios de diecinueve años con expresiones muy severas, concienzudas; hombres bien entrados en sus veintes con una aguda confianza en sí mismos por haber salido al mundo a enseñar durante cinco años: eran varios cientos, de ciudad y de pueblo y de campo, de Maryland y Pensilvania y Virginia y Virginia Occidental y Delaware.

Había muchos estadounidenses y algunos irlandeses y algunos irlandeses rudos y unos pocos franceses, y varios italianos y polacos, y caminaban informales tomados del brazo de a dos y de a tres o en largas filas, casi universalmente distinguidos por la boca recta y el mentón considerable; pues esta era la Compañía de Jesús, fundada en España quinientos años atrás por un soldado de ideas firmes que entrenaba a los hombres para defender una brecha en un muro u organizar una tertulia, pronunciar un sermón o escribir un tratado, y hacerlo sin discutir…

Lois se bajó del autobús y se quedó al sol junto a la verja exterior. Tenía diecinueve años, pelo rubio y ojos que la gente tenía la suficiente discreción de no llamar verdes. Cuando hombres de talento la veían en el tranvía sacaban furtivamente cabitos de lápiz y reversos de sobres para tratar de resumir ese perfil o el efecto que las cejas les daban a los ojos. Más tarde miraban sus resultados y normalmente los rompían en pedazos con suspiros de desconcierto.

Si bien Lois vestía con mucho estilo un atuendo de viaje costosamente adecuado, no perdió tiempo en sacudirse el polvo que le cubría la ropa, sino que comenzó a caminar por el sendero central mirando curiosa a cada lado. Tenía el semblante muy ansioso y alerta; sin embargo, no tenía en absoluto esa expresión glorificada que se ve en las chicas cuando llegan a un baile de graduación en Princeton o New Haven; aunque, como aquí no había ningún baile de graduación, tal vez no importara.

Se preguntaba qué aspecto tendría él, si podría reconocerlo por su retrato. En el retrato, colgado en su casa sobre la cómoda de la madre, parecía muy joven y de mejillas hundidas y un tanto lastimoso, con una boca bien desarrollada y una túnica de novicio demasiado holgada como únicas muestras de que ya había tomado una decisión trascendental sobre su vida. Claro que en aquel entonces tenía solo diecinueve años y ahora tenía treinta y seis (no se lo veía así para nada; en las instantáneas recientes estaba mucho más ancho y con el pelo un poco más ralo), pero la imagen que ella había conservado siempre del hermano era la del retrato grande. Y por eso siempre había sentido un poco de pena por él. ¡Qué vida para un hombre! Diecisiete años de preparación y todavía ni era sacerdote, no lo sería hasta dentro de un año.

Lois tenía la idea de que todo esto iba a ser un poco solemne si ella lo permitía. Pero iba a hacer su mejor imitación de la plena alegría radiante, la imitación que podía hacer incluso cuando se le partía la cabeza o cuando su madre tenía un ataque de nervios o cuando se sentía especialmente romántica y curiosa y corajuda. Este hermano suyo sin duda necesitaba que le levantaran el ánimo, y se le iba a levantar el ánimo, le gustara o no.

Al acercarse a la enorme y sencilla puerta principal, vio a un hombre que de pronto se separaba de un grupo y, levantándose la falda de la túnica, corría hacia ella. Sonreía, advirtió, y se lo veía muy grande y… y confiable. Ella se detuvo y aguardó, sabía que el corazón le latía excepcionalmente rápido.

—¡Lois! —exclamó él y en un segundo la tuvo en sus brazos. De repente ella estaba temblando.

—¡Lois! —volvió a exclamar—. ¡Pero si esto es maravilloso! No puedo decirte, Lois, cuánto esperaba esto. ¡Lois, estás hermosa!

A Lois se le cortó el aliento.

La voz de él, si bien contenida, vibraba con energía y con esa rara especie de personalidad envolvente de la cual ella había creído ser la única poseedora en la familia.

—Yo también estoy contentísima, Kieth.

Se sonrojó, pero no sin felicidad, al usar por primera vez el nombre de él.

—Lois, Lois, Lois —repitió maravillado—. Niña, entraremos aquí un minuto, porque quiero que conozcas al rector, y luego vamos a caminar un poco. Tengo mil cosas que conversar contigo.

Su voz se tornó más seria: 

—¿Cómo está nuestra madre?

Ella lo miró un momento y luego dijo algo que no hubiera querido decir en absoluto, justo el tipo de cosa que había decidido evitar.

—Ay, Kieth, está… está cada vez peor, en todo sentido.

Él asintió despacio como si comprendiera.

—Los nervios, bueno, me cuentas más tarde. Ahora...

Lois se halló en un pequeño despacho con un escritorio grande, diciéndole algo a un curita canoso y jovial que retuvo su mano varios segundos. 

—¡Así que esta es Lois!

Lo dijo como si hiciera años que escuchara hablar de ella.

Le rogó que se sentara.

Llegaron entusiasmados otros dos curas y le dieron la mano y se dirigieron a ella como “la hermanita de Kieth”, lo cual, descubrió, no le molestaba en lo más mínimo.

Qué seguros parecían; había esperado cierta timidez, reserva al menos. Hubo varios chistes, ininteligibles para ella, que parecieron deleitar a todos, y el pequeño padre rector se refirió al trío como “los monjecitos mentecatos”, lo cual ella entendió, ya que estaba claro que no eran monjes en absoluto. Tuvo la fugaz impresión de que tenían especial cariño por Kieth: el padre rector lo había llamado “Kieth” y uno de los otros le había dejado la mano sobre el hombro durante toda la conversación. Luego ella estaba dándoles la mano nuevamente y prometiendo volver un poco más tarde para tomar helado y sonriendo y sonriendo y sintiéndose un tanto absurdamente feliz; se dijo a sí misma que era porque Kieth estaba tan orgulloso de mostrarla.

Luego ella y Kieth se paseaban por un sendero, tomados del brazo, y él le informaba qué perfecta joya era el padre rector.

—Lois —se interrumpió de repente—, quiero decirte antes de seguir lo que significa para mí que hayas venido. Creo que fue… de lo más dulce de tu parte. Sé lo bien que lo has estado pasando.

A Lois se le cortó el aliento. No estaba preparada para esto. Al principio, cuando concibió el plan de emprender el caluroso viaje a Baltimore, pasar la noche en lo de una amiga y luego venir a ver a su hermano, se había sentido un tanto virtuosa conscientemente y había deseado que él no fuera un mojigato y que no estuviera resentido porque ella no hubiera venido antes; pero caminar aquí con él bajo los árboles parecía tan poca cosa y, para su sorpresa, una cosa tan grata.

—Pero, Kieth —contestó enseguida—, sabes que no podría haber esperado un solo día más. Te vi cuando tenía cinco años, pero por supuesto no lo recordaba, y ¿cómo podría haber seguido sin haber visto prácticamente nunca a mi único hermano?

—Fue de lo más dulce de tu parte, Lois —repitió. 

Lois se sonrojó; él sí que tenía personalidad.

—Quiero que me cuentes todo sobre ti —dijo él después de una pausa—. Por supuesto, tengo una idea general de lo que tú y mamá hicieron en Europa esos catorce años, y luego estuvimos todos tan preocupados, Lois, cuando tuviste neumonía y no podías venir con mamá (a ver, eso fue hace dos años), y luego, bueno, he visto tu nombre en los periódicos, pero todo fue tan insatisfactorio. No te conocía, Lois.

Ella se encontró analizando la personalidad de él como analizaba la personalidad de todos los hombres que conocía. Se preguntaba si el efecto de… de intimidad que él transmitía nacía de la constante repetición de su nombre. Él lo decía como si amara la palabra, como si para él tuviera un significado inherente.

—Luego estabas estudiando —continuó.

—Sí, en Farmington. Mamá quería que fuera a un convento, pero yo no quise.

Lo miró de soslayo para ver si esto le ofendía.

Pero él solo asintió despacio.

—Tuviste suficientes conventos afuera, ¿no?

—Sí. Y además, Kieth, los conventos son diferentes allá. Acá, incluso en los mejores, hay tantas chicas comunes.

Él asintió de nuevo.

—Sí —coincidió—, me imagino, y sé cómo te hace sentir eso. A mí acá me irritaba al principio, Lois, si bien no se lo diría a nadie más que a ti; somos un poco susceptibles, tú y yo, a este tipo de cosas.

—¿Te refieres a los hombres de acá?

—Sí, algunos por supuesto me caían bien, eran la clase de hombres con la que siempre me habían juntado, pero había otros; un hombre llamado Regan, por ejemplo: yo odiaba a ese tipo, y ahora es prácticamente el mejor amigo que tengo. Un personaje maravilloso, Lois; más tarde vas a conocerlo. La clase de hombre que querrías tener a tu lado en una pelea.

Lois estaba pensando que Kieth era la clase de hombre que ella querría tener a su lado en una pelea.

—¿Cómo fue que…, cómo fue que te decidiste? —preguntó ella, algo tímida—. A venir acá, quiero decir. Por supuesto, mamá me contó la historia del coche cama.

—Ah, eso —se lo notaba un poco molesto.

—Cuéntamelo. Me gustaría que me lo contaras tú.

—Ah, no es nada, excepto lo que probablemente sepas. Ya era de noche y llevaba todo el día viajando en el tren y pensando en… en cientos de cosas, Lois, cuando de repente tuve la sensación de que tenía a alguien sentado enfrente, sentía que ya hacía un rato que estaba ahí, y tenía la vaga idea de que era otro viajero. De golpe se inclinó hacia mí y escuché una voz que dijo: “Quiero que seas sacerdote, eso es lo que quiero”. Bueno, di un salto y grité: “¡Dios mío, eso no!”. Quedé como un idiota delante de unas veinte personas; ya ves, no había nadie sentado ahí en absoluto. Una semana después, fui a la Universidad Jesuita de Filadelfia y subí gateando con las manos y las rodillas el último tramo de escaleras hasta la rectoría.

Hubo otro silencio y Lois vio que los ojos de su hermano llevaban una mirada lejana, que él tenía la vista fija perdida en los campos soleados. Estaba conmovida por las modulaciones de su voz y el silencio repentino que pareció flotar alrededor de él cuando terminó de hablar.

Advirtió ahora que los ojos de él eran de la misma fibra que los de ella, sin rastros de verde, y que su boca era mucho más delicada, en realidad, que en el retrato —¿o sería que en el último tiempo su cara se había desarrollado en consonancia?—. Se estaba quedando un poco calvo justo en la mollera. Ella se preguntó si sería de tanto usar sombrero. Parecía horrible que un hombre se quedara calvo y a nadie le importara.

—¿Eras… devoto de joven, Kieth? —le preguntó—. Sabes a qué me refiero. ¿Eras religioso? Si es que no te molestan estas preguntas personales.

—Sí —contestó con los ojos todavía lejos, y ella sintió que esta intensa abstracción era parte de su personalidad tanto como su atención—. Sí, supongo que sí, cuando estaba… sobrio.

Lois se exaltó levemente.

—¿Tomabas?

Él asintió.

—Estaba en camino de arruinarlo todo.

Sonrió y, volviendo los ojos grises hacia ella, cambió de tema:

—Niña, cuéntame sobre mamá. Sé que últimamente ha sido dificilísimo para ti. Sé que has tenido que sacrificar mucho y soportar demasiado, y quiero que sepas que pienso que eso habla muy bien de ti. Creo, Lois, que es como si ocuparas allá el lugar de los dos.

Lois pensó enseguida en lo poco que había sacrificado; en que en el último tiempo había evitado constantemente a su madre nerviosa y medio inválida.

—No se debería sacrificar la juventud a la vejez, Kieth —dijo ella con firmeza.

—Lo sé —suspiró—, y no deberías cargar con ese peso sobre tus hombros, niña. Desearía estar allí para ayudarte.

Ella vio lo rápido que él había dado vuelta su comentario y supo al instante cuál era esta cualidad que transmitía. Era dulce. Sus pensamientos se desviaron por una tangente, y luego rompió el silencio con un comentario extraño.

—Lo dulce es duro —dijo ella de repente.

—¿Qué?

—Nada —negó confundida—. No quise hablar en voz alta. Estaba pensando en algo; en una conversación con un hombre llamado Freddy Kebble.

—¿El hermano de Maury Kebble?

—Sí —dijo ella, un poco sorprendida al pensar que él había conocido a Maury Kebble. Sin embargo, no tenía nada de raro—. Bueno, hace unas semanas estaba hablando con él sobre la dulzura. Ah, no sé; yo dije que un hombre llamado Howard…, que un hombre que yo conocía era dulce, y él no estaba de acuerdo conmigo, y comenzó a hablar de qué era la dulzura en un hombre. Me decía que yo me refería a una especie de suavidad sensiblera, pero yo sabía que no; sin embargo, no sabía exactamente cómo expresarlo. Ahora entiendo. Quise decir exactamente lo opuesto. Supongo que la verdadera dulzura es una especie de dureza, y fuerza.

Kieth asintió.

—Entiendo lo que dices. Conocí a viejos sacerdotes que eran así.

—Estoy hablando de hombres jóvenes —le dijo, un tanto desafiante.

—¡Ah!

Habían llegado al diamante ahora desierto y él, tras señalarle un banco de madera, se desparramó por completo sobre el césped.

—¿Estos hombres jóvenes son felices acá, Kieth?

—¿No se los ve felices, Lois?

—Supongo que sí, pero esos jóvenes, esos dos que acabamos de ver… ¿Ellos han…? ¿Son…?

—¿Si se han enrolado? —se rio—. No, pero estarán el mes que viene.

—¿Para siempre?

—Sí, salvo que colapsen mental o físicamente. Por supuesto que bajo una disciplina como la nuestra muchos abandonan.

—Pero esos chicos. ¿Están renunciando a buenas oportunidades afuera, como tú?

Él asintió.

—Algunos sí.

—Pero, Kieth, no saben lo que hacen. No han tenido experiencia de lo que están perdiéndose.

—No, supongo que no.

—No parece justo. Es como si la vida los hubiera asustado al principio no más. ¿Todos vienen de tan jóvenes?

—No, algunos han callejeado, tuvieron vidas bastante alocadas; Regan, por ejemplo.

—Pensaría que esos son más indicados—dijo ella meditativa—, hombres que vieron la vida.

—No —dijo Kieth serio—, no estoy seguro de que callejear le dé a un hombre el tipo de experiencia que pueda comunicar a otros. Algunos de los hombres más abiertos que conocí han sido absolutamente rígidos consigo mismos. Y los libertinos reformados son una clase notoriamente intolerante. ¿No crees, Lois?

Ella asintió, todavía meditativa, y él continuó:

—A mí me parece que, cuando una persona débil recurre a otra, no es ayuda lo que quiere; es una especie de compañía en la culpa, Lois. Después que naciste, cuando mamá empezó a sufrir de los nervios, ella solía ir a llorar con una tal señora Comstock. Dios, me daba escalofríos. Decía que la confortaba, pobre madre. No, no creo que para ayudar a otros sea necesario mostrarse uno mismo en lo más mínimo. La verdadera ayuda viene de una persona más fuerte a quien uno respeta. Y su compasión es mucho mayor porque es impersonal.

—Pero la gente busca compasión humana —objetó Lois—. Quieren sentir que la otra persona se ha enfrentado a la tentación. 

—Lois, en el fondo quieren sentir que la otra persona ha sido débil. A eso se refieren con humana. 

»Acá en este viejo monasterio, Lois —continuó con una sonrisa—, tratan de sacarnos toda esa autoconmiseración y ese orgullo por nuestra propia voluntad ya bien desde el principio. Nos ponen a refregar los pisos y a hacer otras cosas. Es como esa idea de perder tu vida para salvarla. Mira, para nosotros es como si cuanto menos humano sea un hombre, en tu sentido de humano, mejor va a poder servir a la humanidad. Y además lo cumplimos hasta el fin. Cuando muere uno de nosotros, la familia no puede llevárselo ni siquiera entonces. Lo entierran aquí, bajo una simple cruz de madera, con mil más.

Su tono cambió de repente y la miró con un intenso brillo en los ojos grises.

—Pero en el fondo del corazón de un hombre hay cosas de las que no puede deshacerse; y una de ellas es que estoy terriblemente enamorado de mi hermanita.

Con un impulso repentino, ella se arrodilló junto a él en el pasto y se inclinó para besarle la frente.

—Eres duro, Kieth —dijo ella—, y te amo por eso; y eres dulce.

 

 

III

 

Cuando volvieron a la sala de visitas, Lois conoció a otro grupito de los amigos particulares de Kieth; había un joven llamado Jarvis, un poco pálido y de aspecto delicado, y ella supuso que debía ser nieto de la vieja señora Jarvis que conocía de su infancia y comparó mentalmente a este asceta con un par de los tíos desenfrenados de él.

Y estaba Regan, con la cara surcada de cicatrices y ojos penetrantes intensos que la seguían por la sala y a menudo se posaban en Kieth con algo muy parecido a la adoración. Entonces supo qué quiso decir Kieth con “un buen hombre para tener a tu lado en una pelea”.

Es del estilo misionero, pensó ella vagamente, China o algún lugar así.

—Quiero que la hermana de Kieth nos muestre qué es el meneíto de hombros (1) —demandó un joven con una amplia sonrisa.

Lois se rio.

—Me temo que el padre rector me sacaría meneando a la calle. Además, no soy experta.

—Estoy seguro de que igualmente no sería lo mejor para el alma de Jimmy —dijo Kieth solemne—. Tiende a quedarse cavilando sobre cosas como los meneos. Estaban recién comenzando a hacer la… machicha (2) (¿cierto, Jimmy?) cuando se hizo monje y lo obsesionó todo el primer año. Lo veíamos cuando pelaba papas: abrazaba el balde y hacía movimientos irreligiosos con los pies.

Hubo una carcajada general a la que Lois se unió.

—Una señora anciana que viene aquí a misa le mandó a Kieth este helado —susurró Jarvis velado por las risas— porque se enteró de que venías. Es muy rico, ¿no?

En los ojos de Lois temblaban unas lágrimas.

 

 

IV

 

Luego, media hora después en la capilla, de repente todo salió mal. Hacía muchos años desde la última vez que Lois había ido a una bendición y al principio estaba entusiasmada con el reluciente ostensorio con su centro blanco, el aire rico cargado de incienso y el sol que brillaba a través del vitral de san Francisco Javier, en lo alto, y que caía en cálida tracería roja sobre la sotana del hombre situado frente a ella, pero con las primeras notas de O salutaris hostia fue como si un gran peso descendiera sobre su alma. A su derecha estaba Kieth y a su izquierda el joven Jarvis, y ella les echó furtivas miradas intranquilas a ambos.

¿Qué me pasa?, pensó impaciente.

Volvió a mirar. ¿Había en esos dos perfiles cierta frialdad que ella no había notado antes; una palidez en la zona de la boca y una curiosa expresión fija en los ojos? Se estremeció levemente: eran como hombres muertos.

Sintió que su alma se alejaba de repente de la de Kieth. Este era su hermano; esta, esta persona antinatural. Se pescó en el acto de una risita.

“¿Qué me pasa?”.

Se pasó la mano por los ojos y el peso se incrementó. El incienso le daba náuseas y una nota aislada disonante de uno de los tenores del coro le rechinó en el oído como el chirrido de una pizarra. Se movió nerviosa y al llevarse la mano al cabello se tocó la frente y la encontró húmeda.

“Hace calor aquí, un calor del demonio”.

De nuevo reprimió una risa débil y luego, en un instante, el peso que tenía en el corazón se dispersó de repente en forma de un miedo frío. Era esa vela del altar. Todo estaba mal, mal. ¿Por qué ninguno lo veía? Había algo en la vela. Había algo saliendo de la vela, cobrando forma y figura por encima de la vela.

Trató de combatir su pánico creciente, se dijo que era el pabilo. Si el pabilo no estaba derecho, las velas hacían algo; pero ¡no hacían esto! Con rapidez incalculable, una fuerza se juntaba dentro de ella, una fuerza tremenda, absorbente, que se alimentaba de cada sentido, de cada rincón del cerebro, y cuando subió en su interior la fuerza, sintió una repulsión enorme, aterrada. Se apretó los brazos al cuerpo, lejos de Kieth y Jarvis.

Algo en esa vela… ahora ella se inclinaba hacia adelante: sintió que al momento siguiente se iría adelante hacia la vela. ¿Nadie lo veía? ¿Nadie?

“¡Arj!”.

Sintió un espacio junto a ella y algo le dijo que Jarvis había resollado y se había sentado muy de repente…; luego estaba arrodillada y cuando el ostensorio fulgurante se retiraba lentamente del altar en las manos del sacerdote, escuchó un gran ruido vertiginoso en sus oídos: las campanadas eran como martillazos…; y luego en un momento que pareció eterno un gran torrente le arrolló el corazón; entonces hubo un grito y un latigazo como de olas…

… Estaba llamándolo, se sintió llamando a Kieth, sintió los labios articulando las palabras que no venían:

—¡Kieth! ¡Dios mío! ¡Kieth!

De pronto fue consciente de una nueva presencia, algo externo, frente a ella, consumado y expresado en cálida tracería roja. Entonces lo supo. Era la ventana de san Francisco Javier. Su mente se agarró a esta, se aferró al fin, y ella se sintió llamándolo de nuevo, incesante, impotente: ¡Kieth, Kieth!

Luego, de una inmensa quietud surgió una voz:

—Bendito sea Dios.

Con un resonante eco gradual sonó la respuesta que rodó pesada por la capilla:

—Bendito sea Dios.

Las palabras le cantaron enseguida en el corazón; el incienso reposaba mística y dulcemente pacífico en el aire y la vela del altar se apagó.

—Bendito sea su Santo Nombre.

—Bendito sea su Santo Nombre.

Todo se desdibujó en una bruma oscilante. Con un sonido mitad resuello, mitad grito, se balanceó sobre los pies y se tambaleó para atrás hacia los brazos repentinamente extendidos de Kieth. 

 

 

V

 

—Quédate recostada, niña.

Volvió a cerrar los ojos. Estaba afuera, en el césped, sirviéndose del brazo de Kieth como almohada, y Regan le daba toquecitos en la cabeza con una toalla fría.

—Estoy bien —dijo ella en voz baja.

—Lo sé, pero quédate recostada un rato más. Hacía mucho calor adentro. Jarvis también lo sintió.

—Estoy bien —repitió.

Pero aunque una cálida paz le llenaba la mente y el corazón, se sentía extrañamente rota y humillada, como si alguien para divertirse hubiera expuesto su alma desnuda.

 

 

VI

 

Media hora después caminaba apoyándose en el brazo de Kieth por el largo sendero central hacia la verja.

—Ha sido una tarde muy corta —suspiró él—; y siento mucho que te hayas descompuesto, Lois.

—Kieth, me siento bien ahora, de verdad; quisiera que no te preocuparas.

—Pobre niña. No me di cuenta de que la bendición sería una ceremonia larga para ti luego de todo ese viaje caluroso hasta acá. 

Ella se rio alegre.

—Supongo que, en realidad, no estoy muy acostumbrada a ir a la bendición. La misa es el límite de mis esfuerzos religiosos.

Hizo una pausa y enseguida continuó:

—No quiero impactarte, Kieth, pero no puedo explicarte lo… lo inconveniente que es ser católico. En verdad no parece pertinente ya. En cuanto a la moral, algunos de los muchachos más salvajes que conozco son católicos. Y los más inteligentes; quiero decir los que piensan y leen mucho, pareciera que ellos ya no creen en casi nada.

—Cuéntame más. El ómnibus no vendrá hasta dentro de media hora.

Se sentaron en un banco junto al sendero.

—Por ejemplo, Gerald Carter, él publicó una novela. Directamente ruge cuando alguien menciona la inmortalidad. Y luego Howa…; bueno, otro hombre que he conocido bien en el último tiempo, que era Phi Beta Kappa (3) en Harvard, dice que ninguna persona inteligente puede creer en el cristianismo sobrenatural. Pero que Cristo era un gran socialista. ¿Te estoy impactando?

Se interrumpió de repente.

Kieth sonrió.

—No se puede impactar a un monje. Somos amortiguadores de impacto profesionales.

—Bueno —continuó ella—, eso es más o menos todo. Parece tan… tan estrecho. Las escuelas parroquiales, por ejemplo. Hay más libertad sobre algunas cosas, que la gente católica no puede ver: como los métodos de control de natalidad.

Kieth hizo una mueca de incomodidad casi imperceptible, pero Lois la notó.

—Ah —dijo ella enseguida—, todo el mundo habla de todo ahora.

—Probablemente sea mejor así.

—Ah, sí, mucho mejor. Bueno, eso es todo Kieth. Solo quería contarte por qué estoy un poco… tibia en este momento.

—No estoy impactado, Lois. Entiendo mejor de lo que crees. Todos pasamos por momentos así. Pero sé que va a salir todo bien, niña. Está ese don de fe que tenemos tú y yo, que nos va a ayudar a atravesar los malos trances. 

Se levantó mientras hablaba y comenzaron a andar de nuevo por el sendero.

—Quiero que reces por mí de vez en cuando, Lois. Creo que tu oración sería justo lo que necesito. Porque nos hemos acercado mucho en estas pocas horas, me parece.

De repente a ella le brillaban los ojos.

—¡Ay, sí, sí que nos acercamos! —exclamó ella—. Me siento más cerca de ti ahora que de cualquier otra persona en el mundo. 

Él se detuvo de repente y le señaló el costado del sendero.

—Podríamos…; solo un minuto…

Era una piedad, una estatua de tamaño real de la Virgen Bendita erguida dentro de un semicírculo de rocas.

Algo cohibida, se arrodilló junto a él e hizo un intento fallido de rezar.

Estaba apenas por la mitad cuando él se levantó. Volvió a tomarla del brazo.

—Quería agradecerle a ella por dejarnos tener este día juntos —dijo él con sencillez.

Lois sintió un nudo repentino en la garganta y quiso decir algo que le hiciera saber cuánto había significado para ella también. Pero no encontró palabras.

—Voy a recordarlo siempre —continuó; la voz le temblaba un poco—; este día de verano contigo. Ha sido todo lo que esperaba. Tú eres todo lo que esperaba, Lois.

—Estoy de lo más contenta, Kieth.

—Cuando eras chica, me enviaban instantáneas tuyas todo el tiempo, primero de bebé y luego de niña en calcetines jugando en la playa con un balde y una pala, y luego, de repente, una nena anhelante de ojos puros maravillados; y yo fabricaba sueños sobre ti. Un hombre tiene que tener algo vivo a lo que aferrarse. Creo, Lois, que era tu alma blanquita lo que trataba de mantener cerca, incluso cuando la vida era puro ruido y todas las ideas intelectuales sobre Dios parecían una mera burla, y el deseo y el amor y un millón de cosas venían y me decían: “¡Mírame! Mira, soy la Vida. ¡Me estás dando la espalda!”. En todo ese tiempo de sombra, Lois, siempre podía ver tu alma de bebé revoloteando delante de mí, muy frágil y transparente y maravillosa.

Lois lloraba suave. Habían llegado a la verja, donde ella se apoyó con el codo mientras se secaba los ojos con toques furiosos.

—Y luego, niña, cuando te enfermaste, me arrodillé una noche entera y le pedí a Dios que te salvara para mí; porque sabía que quería más; Él me había enseñado a querer más. Quería saber que te movías y respirabas en el mismo mundo que yo. Te vi crecer, vi esa blanca inocencia tuya transformarse en una llama que arde para dar luz a otras almas más débiles. Y luego quería alzar algún día a tus hijos en mi rodilla y oír que al viejo monje refunfuñón lo llamaran tío Kieth.

Ahora parecía reírse mientras hablaba.

—Lois, Lois, le pedía más a Dios en ese entonces. Quería las cartas que tú me escribirías y el lugar que tendría en tu mesa. Quería muchísimas cosas, Lois, querida.

—Me tienes a mí, Kieth —sollozó ella—, lo sabes, di que lo sabes. Ay, estoy actuando como una bebé, pero no creí que serías así, y yo…, ay, Kieth, Kieth…

Él le tomó la mano y la palmeó con suavidad.

—Aquí llega el ómnibus. Volverás, ¿cierto?

Ella le puso las manos en las mejillas y le bajó la cabeza para presionar su propia cara bañada en lágrimas contra la de él.

—Ay, Kieth, hermano, algún día te contaré algo…

Él la ayudó a subir, vio que se sacaba el pañuelo y le sonreía valiente, cuando el conductor dio un latigazo y el ómnibus se marchó rodando. Luego una nube espesa de polvo se levantó alrededor del ómnibus y ella desapareció.

Durante unos minutos se quedó de pie en el camino, con la mano en el poste de la verja, los labios entreabiertos en una sonrisa.

—Lois —dijo en voz alta como maravillado—, Lois, Lois.

Luego, algunos novicios que pasaban lo vieron arrodillado ante la piedad, y al volver después de un rato lo encontraron todavía allí. Y estuvo allí hasta que cayó el anochecer y los árboles corteses se pusieron parlanchines encima de su cabeza y los grillos retomaron el bordón de su canción en el césped oscuro.

 

 

 

VII

 

El primer empleado de la cabina del telégrafo de la estación de Baltimore le silbó al segundo empleado entre sus dientes de conejo.

—¿Qué pasa? 

—¿Ves a esa chica? No, la bonita con los lunares negros grandes en el velo. Tarde; se fue. Te lo perdiste.

—¿Qué hay con ella?

—Nada. Salvo que estaba lindísima. Vino ayer y mandó un telegrama a un tipo para encontrarse en algún lado. Luego, hace un minuto, vino con un telegrama ya escrito y estaba ahí a punto de dármelo cuando cambió de opinión o algo y de repente lo rompió.

—Mmm.

El primer empleado rodeó el mostrador, levantó del piso los dos pedazos de papel y los juntó sin mucho cuidado. El segundo empleado los leyó por encima de su hombro e inconscientemente contó las palabras mientras leía. Eran tan solo trece.

 

Esto va a modo de adiós definitivo. Te sugiero que sea a Italia.

Lois

 

—Lo rompió, ¿eh? —dijo el segundo empleado.

 

 

(1) Ver nota 9 en “Cabeza y Hombros”.

(2) Del portugués maxixe, danza brasileña de salón que se baila en pareja, popular entre fines de siglo xix y principios del xx.

(3) Phi Beta Kappa es la sociedad de honor para las artes y ciencias liberales más antigua y prestigiosa de los Estados Unidos.

 

 

 

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