Ficción

Lengua de vidrio

Antología de cuentos de Dorothy Parker

Una lectura de la antología de relatos de la gran escritora neoyorkina, Colgando de un hilo, edición de Lumen con ilustraciones de Simone Massoni.

Por Valeria Tentoni.

“Cuatro son las cosas sin las que hubiese estado mejor: amor, curiosidad, pecas y dudas” dijo Dorothy Parker alguna vez. Otra vez dijo: “La curiosidad es la cura para el aburrimiento. Para la curiosidad no hay cura”. Nació en verano, interrumpiendo las vacaciones de su familia en Nueva Jersey, pero era, sin dudas, neoyorkina. Elvira Lindo se tomó el divino trabajo de recorrer todos los edificios en los que vivió y escribió esta crónica de su periplo por Manhattan. 

Parker empezó escribiendo críticas teatrales para Vanity Fair y Vogue. A la primera llegó con un poema que logró venderles, muy joven. Era 1914. La echaron más tarde porque sus textos no eran, justamente, lo que se dice amables. “No sé por qué la gente no puede ser apacible. No es mucho pedir, ¿no crees? ¿Por qué tiene que haber continuamente tanto alboroto?”, se pregunta cierta mujer en un relato que escribió Parker, quince años después. Acá hay una pieza sobre esos días en la redacción, sobre el alboroto: “Una canción de odio”, se llama. Además de asistir a esos despegues del mejor periodismo (hacia el final de su vida escribía para Esquire) y ser guionista de Hollywood, formó parte de la Algonquin Rouynd Table, un grupo de actores, directores, escritores y publicistas que se reunían a principios de los años 20 en un hotel de igual nombre, produciendo obras de Broadway, libros y columnas. El hotel todavía está ahí y se volvió una leyenda. 

En esa mesa se sentaba, por ejemplo, otra mujer afilada: la periodista freelance Ruth Hale. Una feminista que, por ejemplo, demandó al Estado para que le permitieran llevar su apellido de soltera en el pasaporte en vez del de su marido. “Las mujeres y los elefantes nunca olvidan”, leemos de Parker. ¿De qué hablaban Dorothy y Ruth? ¿Con cuánto de esas conversaciones se quedó ella, que terminó esa década escribiendo algo como “Una rubia imponente”? ¿Con qué construía Parker a esas mujeres que desfilan en sus relatos, a las que nunca les tiene lástima, a las que nunca disculpa, a las que nunca justifica —porque sabe que eso sería subestimarlas? Mujeres que le revientan la cuenta al marido soldado para comprarse un vestido nuevo carísimo y ponérselo el día en que le dan permiso de visita —vestido que el marido nunca le saca y confunde con uno viejo. Mujeres habitando la “ansiedad silenciosa del ama de casa”, como advierte Ana Prieto. Mujeres agarrándose la cabeza, rogando por el timbre del teléfono, enredadas en discusiones con sus parejas, como reverenciando esa frase que reza que las peleas entre los enamorados son el camino hacia la cama. Mujeres en los bares, bajando litros de whisky. Las medias corridas, la compostura intacta. “¿Sabes lo que me gusta de este sitio? Que tiene ambiente. Eso es lo que tiene. Si le pidieras al camarero que te trajera un cuchillo bastante afilado, podría cortar un buen pedazo de ambiente y llevármelo a casa”, le hace decir a una chica en su relato “Solo uno cortito”. Lo que Parker parece haber hecho con las cosas que veía y vivía en esa ciudad de neón, poderosa testigo de una época, es algo parecido a cortar un pedazo de ambiente y llevárselo a casa. 

Esto es, a su máquina de escribir.

Acá se le puede escuchar la voz, la garganta dulcemente rasgada por el tabaco y el alcohol. Acá se la puede ver con su perro. Se llamaba Cliché. “¿Te das cuenta, Fred, qué cosa tan tara es un amigo, cuando piensas en toda esa gente terrible que hay en este mundo? Los animales son mejores que las personas”, encontramos en Colgando de un hilo, este libro de relatos que acaba de salir en una edición ilustrada por Lumen. En la solapa del ejemplar dice de Parker: “Murió en 1967, en la habitación de un hotel de Nueva York, a la edad de setenta y cuatro años, acompañada por su perro y una copa de buen whisky escocés”. Pero no siempre estuvo sola en los hoteles. “Tell him I am too fucking busy —or vice versa”, le pidió conteste a su marido cuando atendió el teléfono y del otro lado estaba el editor del New Yorker, llamándola para pedirle una nota en medio de su luna de miel. Acá se la puede ver con el actor y guionista Alan Campbell, su segundo matrimonio. Esta es la última casa en la que vivieron, en California. Su primer esposo había sido un lobo de Wall Street. De ese matrimonio se quedó con el apellido que ahora fibrila, en rojo, en la portada de este libro, levitando sobre un gran teléfono a disco.

La selección de relatos viene engrosada por una serie de ilustraciones a cargo del italiano Simone Massoni, quien comenzó trabajando en literatura infantil y también ha colaborado en los medios que Parker vio recién fundados. Hay un laaargo cable rojo —que después es cuerda, maraña e hilo— con el que enhebra las páginas a dos tintas. 

Las traducciones son de Jordi Fibla, Celia Filipetto y Carmen Francí. 

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