La salud de Cheever
Sobre Falconer, la novela que lo catapultó a los lectores
Viernes 05 de mayo de 2017
"Escribir es fugarse, pero en un sentido estrictamente carcelario: crear con el lenguaje la salida del lenguaje. Esto parece decirnos la extraordinaria novela Falconer (1977): tal es el nombre de la cárcel que inventó John Cheever para escapar de sus fantasmas". Una lectura de Matías Moscardi.
Por Matías Moscardi.
Gilles Deleuze solía decir que la literatura es una salud. Contraria a la idea romántica según la cual los poetas escriben sumergidos en raptos de locura, depresión, melancolía, tristeza y numerosos etcéteras, Deleuze –que se suicidó– siempre insistía, por el contrario, en recordarnos que la enfermedad nunca representa un proceso para un sujeto sino la detención misma del proceso: las neurosis o las psicosis interrumpen e impiden el devenir de cualquier escritor. Por eso, cuando la enfermedad se torna estado clínico las palabras ya no desembocan en nada: «una noche que ha perdido su historia, sus colores y sus cantos». El escritor, nos dice Deleuze, vive su destino entre dos polos del delirio; el polo de la enfermedad, que lo aplasta y lo aprisiona, y el polo de la literatura, desde donde resiste ocupado como un orfebre en la reinvención de su propia salud, es decir, en la posibilidad de una vida: otra vida.
Escribir es fugarse, pero en un sentido estrictamente carcelario: crear con el lenguaje la salida del lenguaje. Esto parece decirnos la extraordinaria novela Falconer (1977): tal es el nombre de la cárcel que inventó John Cheever para escapar de sus fantasmas. Como Deleuze, Cheever era alcohólico. Su vida estuvo atravesada por el exceso en muchos sentidos, a tal punto que en 1975 pasó una breve pero significativa temporada recluido en una clínica con un programa de desintoxicación. Cuando salió de su estado clínico, Cheever se volvió adicto al té helado y se puso a escribir. «La adicción era la ley de los profetas de la época», dice al pasar en la novela.
Antes de Falconer, que lo catapultó al éxito literario y también a la beatificación de la crítica, Cheever era conocido, sobre todo, por sus cuentos. El clima general de su obra es el drama de la clase media norteamericana: edificios con delgadas paredes que permiten escuchar las discusiones de los matrimonios vecinos, donde las voces se mezclan como en el interior de un cerebro esquizofrénico. En cambio, Falconer nos confina, como lectores, a una prisión: como si la vida de la que hablaba Cheever en sus cuentos desembocara, real o simbólicamente, de manera irrevocable, ahí.
Ezekiel Farragut, el protagonista de la novela, es un profesor universitario, homosexual, heroinómano, condenado a cadena perpetua por el asesinato de su hermano. En el momento en que ingresa en la prisión de Falconer, se transforma kafkianamente en el prisionero número 734-508-32. Desde la famosa película de Robert Bresson Un condenado a muerte se ha escapado (1956) pasando por Escape de Alcatraz (Don Siegel, 1979; con Clint Eastwood) hasta Sueños de libertad (Frank Darabont, 1994; basada en una nouvelle de Stephen King) todo relato cuyo escenario sea una cárcel termina, indefectiblemente, con la fuga. Y aún más: el relato mismo es un desarrollo progresivo de las astucias que conducen a la fuga. Falconer no es la excepción en este sentido pero sí en otro: en el desarrollo de la novela jamás interviene ninguna añoranza de escape –aunque al final se concrete de una manera asombrosa que no voy a contarles– porque la novela misma es su propio éxodo, su propia redención.
En cambio, estamos ante un relato amoroso. En su temporada en el infierno, Farragut se enamora de Jody, que pronto logra escapar y lo abandona: «Me veo forzado a una nada obscena. No amo, no soy amado, y sólo puedo recordar débilmente, muy débilmente, el éxtasis del amor». Farragut escribe largas cartas a su esposa en las sábanas de la prisión y piensa que «la soledad puede cambiar cualquier cosa sobre la tierra». Recuerda escenas de su vida pasada: sus padres, su hermano, otros amores de hombres y mujeres, sus hijos. Por supuesto, en la cárcel es humillado por su adicción –un guardia se olvida de darle su dosis diaria de metadona y, por eso, al principio, casi muere de un ataque de abstinencia–; a su vez, presencia escenas que parecen sacadas de un cuento de terror, como una masacre de gatos al comienzo de la novela que se nos calca en la cabeza como un tatuaje. Cada frase tiene la impronta de un barrote: «Estaba entre los muertos vivientes. No había palabras, ninguna palabra viva, adecuada a esa pena, a esa separación».
La prisión de Falconer es, por supuesto, real, pero también mental, alegórica. Hace poco, una escena de una comedia mala me hizo pensar en la novela de Cheever. Un prisionero de guerra, en una cárcel de bambú, está a punto de ser rescatado por un miembro incompetente del ejército norteamericano, que le arroja la llave cerca de la puerta de la celda; el prisionero estira al máximo su brazo pero comprueba que no alcanza las llaves; entonces se esfuerza un poco y logra pasar más de la mitad de su cuerpo a través de los barrotes de caña, hasta quedar prácticamente afuera de la precaria jaula. Toma las llaves del piso, vuelve a atravesar los barrotes, ingresa otra vez adentro de la celda y, ahora sí, abre la puerta de la cárcel. Con algo de esta condición absurda nos enfrenta Falconer: el único motín que ocurre en la novela tiene lugar en otra cárcel. Farragut y sus compañeros lo escuchan por la radio, lo ven por la televisión. La escena es genial porque la prisión real parece estar afuera, lejos.
Una vida errante, un trabajo rutinario, unos padres inevitables e indiferentes, un amor no correspondido, otro amor no correspondido, una pérdida cualquiera, una adicción invencible, un resentimiento fatal: son las múltiples prisiones que encontraremos en Falconer.
Hay que escribir una novela sobre una cárcel para escapar de la cárcel del mundo: ese parece ser el estatuto literario de Cheever. Por eso, en una escena crepuscular, un compañero de Farragut canta, en una guitarra desafinada, algo que puede leerse como una declaración de principios definitiva, una poética final:
«Si la única canción que puedo cantar es una canción triste,
no la cantaré.
Si la única canción que puedo cantar es una canción triste,
no la cantaré.
No cantaré de los muertos y los moribundos,
no cantaré de los cuchillos y los disparos,
no cantaré de los rezos y los llantos.
Si la única canción que puedo cantar es una canción triste,
no cantaré nunca más».