Amanecer, anochecer: así escribe Edwidge Danticat
Lunes 29 de enero de 2024
"La psiquis de su hija es tan débil que se agita por cualquier cosa. ¿No se da cuenta de que la vida que tiene es un accidente del azar?": releemos un fragmento de Todo lo que hay dentro, de la escritora haitiano-estadounidense Edwidge Danticat (Editorial Fiordo).
Por Edwidge Danticat. Traducción de Daniela Bentancur.
El día del bautismo de su nieto, vuelve a venirle. Un instante perdido, un momento en blanco, que Carole no sabe medir. Por un segundo está, después no está. Sabe exactamente dónde está, después no lo sabe. Los amigos de la iglesia mayores que ella tienen historias parecidas sobre sus operaciones: cuentan hacia atrás a partir del diez, con una máscara de oxígeno en la cara, después se despiertan antes de llegar al uno y, cuando se quieren dar cuenta, pasaron horas, incluso días. Ella siente como si estuviera pasando por la misma experiencia.
Su yerno, James, profesor de Matemáticas de escuela secundaria, con rastas en el pelo, sostiene en brazos al nieto de Carole, Jude, que heredó de su hija la cabeza con forma de globo terráqueo, la piel cobriza, del color de las monedas de un centavo, y los dedos largos, con los que le envuelve el mentón a Carole cada vez que lo tiene en brazos. Jude siempre lanza risitas alegres. Todo el cuerpo se le sacude cuando ríe. Carole a menudo se lo queda mirando durante horas, con la esperanza de que su carita mofletuda le devuelva recuerdos de sus propios hijos a esa edad, recuerdos que se vienen desvaneciendo con rapidez.
Su hija, Jeanne, sigue con casi treinta kilos de sobrepeso el día del bautismo de Jude, siete meses después del nacimiento. Jeanne se siente tan desgraciada por eso (y quién sabe por qué más) que se pasa casi todos los días en la habitación, escondida. Como su hija está bloqueada dentro de un estado de fragilidad mental, Carole ve con alegría la oportunidad de sumarse a Grace, la otra abuela de Jude, para cuidar al nieto cada vez que se lo piden. A Carole le gusta entretener a Jude con cualquiera de las canciones y los juegos de escondidas que aún recuerda, incluido uno al que llama Solèy leve, solèy kouche (Amanecer, anochecer), que jugaba con sus hijos. Cubre el corralito de su nieto con una sábana negra y declara la llegada del anochecer, después la quita y lo llama amanecer. A su nieto no parece importarle cuando ella se confunde e invierte el orden. De todas formas, no sabe la diferencia.
A veces Carole se olvida de quién es Grace y la confunde con la niñera. Sin embargo, sí recuerda que Grace veía con malos ojos que su hijo se casara con Jeanne porque creía que no estaba a la altura de él. Esa reprobación ahora parece justificada por los fracasos de Jeanne como madre.
Jeanne, piensa Carole, nunca supo lo que es una tragedia de verdad. Carole creció en un país gobernado por un dictador despiadado y miraba a los partidarios del dictador, en uniformes de jean, cuando sacaban a los vecinos de sus casas a la rastra. A una de sus tías le pegaron hasta dejarla al borde de la muerte por arrojarse frente al esposo mientras lo llevaban detenido. El padre de Carole abandonó el país y se fue a Cuba cuando ella tenía doce años, y nunca más volvió. El único medio de supervivencia de su madre era limpiar las casas de quienes apenas podían pagarle.
La mejor amiga de Carole vivía al lado, en otra habitación con techo de chapa, alquilada por separado al mismo propietario. Por la noche, mientras la madre de Carole dormía, oía los gritos que recibía su amiga de su propia madre, que parecía odiarla por estar viva. Carole se esforzó tanto por proteger de esas historias a sus hijos, nacidos en Estados Unidos, que ahora son incapaces de superar la menor tristeza. No tanto el varón, Paul, que es pastor, pero sí Jeanne, que se llama así en homenaje a su amiga de la infancia. La psiquis de su hija es tan débil que se agita por cualquier cosa. ¿No se da cuenta de que la vida que tiene es un accidente del azar? ¿No sabe que es una excepción en este mundo, donde lo normal es ser infeliz, tener hambre, trabajar sin parar y no ganar casi nada, y aguantar los caprichos de lo que venga, desde tiranos hasta huracanes y terremotos?
La mañana del bautismo de su nieto, Carole lleva un vestido blanco de encaje de manga larga que no recuerda haberse puesto. Tiene el pelo peinado hacia atrás y se hizo un rodete tirante que ahora duele un poco. Unos días antes, desde la terraza del departamento de su hija, en un tercer piso, observó a Jeanne meter los pies en la piscina con forma de riñón, compartida con todo el condominio. Había salido a la terraza para mirar el agua, para ver el raro azul cobalto que toma al final de la tarde y el lento ondear de la superficie, presente incluso cuando no la tocan ni la brisa ni los cuerpos.
—¡No lo voy a bautizar! —gritaba Jeanne en el teléfono—. Es cosa de ella, no nuestra.
—Ya casi nos toca —dice James y, abruptamente, saca a Carole de su ensoñación. Usa el tono de voz con el que le habla a Jude. Está claro que no es la primera vez que se lo dice. Su hija no la mira ni a ella ni a la congregación llena de amigas de Carole. Ni siquiera mira a Jude, que ya está vestido (muy probablemente gracias a James) con un enterito blanco sin gracia. Jeanne se queda mirando el piso mientras otros se turnan para cargar a Jude y mantenerlo en silencio en la iglesia: primero Grace; después el esposo de Carole, Víctor; después la hermana menor de James, Zoe, que es la madrina; después el mejor amigo de James, Marcos, el padrino.
Carole se recuerda una y otra vez que su hija todavía es joven. Apenas tiene treinta y dos años. En una época, Jeanne era una joven satisfecha, que trabajaba como consejera estudiantil en la escuela donde da clases James. (Cuando James y Jeanne empezaron a salir, sus amigos los llamaban J. J.; después nació Jude y los tres se convirtieron en “la triple J”).
—Antes sí le gustaban los chicos, ¿no? —le pregunta a veces Carole a Víctor—. ¿Antes de tener al hijo?
Cuando se oye desde el púlpito el nombre de Jude, pronunciado por el tío Paul, James les hace un gesto para que se acerquen al altar. Paul, vestido con una larga sotana blanca, baja del púlpito y, mientras Jude permanece en brazos del padre, le traza una cruz en la frente con aceite perfumado. A Jude le molesta el aceite metido en los ojos y se pone a llorar. Sin inmutarse, Paul recoge a Jude y se pone a rezar tan fuerte que el sobresalto calla al bebé. Después de la plegaria, devuelve a Jude a la madre. Jeanne besa a su hijo en la frente empapada de aceite y los ojos se le inflan de lágrimas.
Carole sabe que su hija no está disfrutando nada, pero ella logra encontrar consuelo en este tipo de rituales y cree que su nieto no va a quedar protegido contra los males del mundo (incluida la falta de interés de su madre por él) hasta que no se realice este en particular.
Más tarde, en el almuerzo post-bautismo que celebran en el departamento de su hija, Carole nota que James y a Jeanne salen de la habitación matrimonial. Jude está en brazos de Jeanne. Lo cambiaron: le sacaron el enterito sin gracia y ahora le pusieron un mono sin mangas todavía más insulso. Jeanne se detiene en la puerta y alza un babero sobre la cara de Jude y murmura «Anochecer». Después baja el babero y chilla «¡Amanecer!».
Al ver a su hija jugar ese juego con el bebé, Carole siente como si fuera ella la que hace los movimientos de levantar y bajar el babero. No en ese preciso momento, sino en algún punto de un pasado difuso. Es como si Jeanne se hubiera convertido en Carole y James se hubiera convertido en su marido, Víctor, que fue un hombre pulcro y larguirucho y que ahora camina con un bastón que se pasa golpeteando contra el suelo.
No todo está perdido, piensa Carole. Después de todo, su hija aprendió algunas cosas de ella. Después le vuelve una vez más esa sensación de decaimiento que ya conoce demasiado bien. ¿Y si nunca vuelve a reconocer a nadie? ¿Y si olvida a su marido? Y qué pasará si deja de recordar cómo es amarlo, una sensación que fue cambiando mucho con el correr de los años, de maneras en que el amor de su hija por su propio marido también parece estar cambiando, aunque James, al igual que Víctor, es un hombre paciente. Nunca lo vio gritarle a Jeanne, tampoco reprenderla. Ni siquiera le dice que salga de la cama o que le preste más atención al hijo de los dos. A Carole y a su propia madre les dice que Jeanne necesita tiempo, nada más. ¿Pero cuánto va a durar esa clase de tolerancia? ¿Cuánto puede aguantar alguien la vida con una persona cuya mente se aleja hacia un lugar donde el amor de los dos ya no existe?
El esposo de Carole es el único que sabe hasta qué punto se alejó ella. Está sometido constantemente a sus súbitos cambios de humor, sus estallidos de furia seguidos de una inmovilidad total. Durante años trató de ayudarla a esconder los síntomas o a mitigarlos con rompecabezas y otros juegos educativos, con aceite de coco y suplementos de omega 3, que ella bebe con jugos especiales y con tés. Él se la pasa apagando electrodomésticos, encontrando llaves que ella guardó en lugares insólitos como el horno o el congelador. La ayuda a terminar oraciones, le da un ligero codazo para avisarle si repitió algo un par de veces. Pero un buen día se va a cansar y la va meter en un hogar, donde tendrán que cuidarla unos desconocidos.
Cuando nació Jude, Víctor le compró un muñeco para que pudiera practicar los cuidados de su nieto. Es un muñeco varón color marrón con cara redonda y apretados rizos mota, igual que los de Jude. Cuando pone el muñeco en la bañera, el pelo se le pega al cuero cabelludo, igual que el de Jude. Bañar al muñeco y vestirlo antes de acostarse le da una sensación de calma, la ayuda a dormir más profundamente. Pero eso, igual que su enfermedad, sigue siendo un secreto entre su marido y ella, un secreto que tal vez no puedan seguir guardando mucho más tiempo.