Azcuénaga y Vicente López
Columna
Viernes 09 de octubre de 2020
"¿La muerte nos desmaterializa? ¿O nos reduce, por el contrario, a una última materialidad?", se pregunta el autor de Confesión (Anagrama), que vuelve al blog con un recorrido a pie por la ciudad de Buenos Aires.
Por Martín Kohan.
Quien se ubique en la esquina de Azcuénaga y Vicente López, y más exactamente en la vereda del banco que ahí se encuentra, alcanzará a divisar, si otea hacia su izquierda, una hilera de cuatro ángeles, y si otea hacia su derecha, un culo de varón. Combinación por demás singular la de las cuatro figuras aladas, en una dirección, y en la otra el traste viril, macizo, rotundo, redondo.
¿Cómo se explica? Se explica así: estamos enfrente del cementerio. Y hay figuras que sobrepasan en altura la línea de la pared de ladrillos que escinde tajante el más acá y el más allá. Queda claro que no lucen igual esas imágenes si se las contempla desde adentro, desde la propia ciudadela de la muerte, que vistas desde extramuros, desde el lado de la vida, del lado del cajero automático, la milanesa, la bicisenda, los postes de luz.
Desgajadas del conjunto funerario que les da sentido, y al que dan sentido a su vez, se expresan como por sí mismas. Los cuatro ángeles con sus alas a medio abrir sugieren la levedad de lo incorpóreo, aun desde la piedra o el mármol; sugieren esa pureza que es tan propia de lo espiritual. Y entran por eso mismo en sugestivo contrapunto con el culo del otro lado; ese que, aunque inscripto en una escena alegórica, se desprende de alegorías (pues desde acá no se disciernen) y se afirma en su más estricta referencialidad, en su más estricta literalidad, de culo. De un lado, entonces, las almitas asexuadas de los rígidos voladores celestiales; y del otro lado, el culo desnudo de un cuerpo que se dice cuerpo, redoblando en la solidez del bronce que lo representa la resuelta materialidad de lo representado.
Un tema de actualidad: la muerte. Pero mirada, como digo, desde este lado, el de la vida, y no en un regodeo macabro y fúnebre. La muerte en sus dos facetas posibles: la de dejar de ser un cuerpo, la de salirse para siempre del cuerpo, la de ser espíritu y como tal emigrar; o la de convertirse estrictamente en un cuerpo, ser un cuerpo y nada más, ser un resto (lo que queda) o un despojo (un efecto de lo despojado). ¿La muerte nos desmaterializa? ¿O nos reduce, por el contrario, a una última materialidad? ¿Nos exime al fin del cuerpo o nos confina, así sin más, al cuerpo? ¿Nos hace pasar, como se dice, a la inmortalidad, o nos fija por el contrario en la inamovible eternidad de lo muerto? ¿Nos insta a no ser más? ¿O a ser, pero ser nada más que un cuerpo? ¿O se vale en verdad del cuerpo que fuimos para indicar que ya no estamos, para indicar que ya no somos, en el sentido en que el “cuerpo presente” (el de las misas de cuerpo presente) no define otra cosa que una ausencia?
Los ángeles niegan el cuerpo (y así niegan también el deseo). Pero enfilando desde esa esquina en dirección a la Avenida Las Heras, cruzando la calle y hasta mirando un poquito hacia atrás, uno sale hacia el lado del cuerpo, un cuerpo pleno de tensión vital, un cuerpo que, en la altura de lo visible, sugiere a la vez lo tangible. De aquel lado de la pared, pero en el reino de este mundo.