El producto fue agregado correctamente
Blog > Prólogos > Aquel gran lector y escritor oculto, Alberto Tabbia
Prólogos

Aquel gran lector y escritor oculto, Alberto Tabbia

Un prólogo de Luis Chitarroni

"Alberto Tabbia fue un intelectual argentino sin demasiados precursores ni modelos; no se propuso dejar a su paso una dignidad vacante, pero tampoco un escarmiento". La bestia equilatera acaba de publicar Palacio de olvido, sus escritos dispersos y en su mayoría ineditos, y aquí compartimos la presentación que le hace el autor de Peripecias del no.

Por Luis Chitarroni. Foto gentileza La Bestia Equilátera y Edgardo Cozarinsky. Tabbia en la tumba de Joyce, Cementerio de Fluntern, Zurich, 1991.

 

 

I.

La muestra del talento de Tabbia resulta tan prodigiosa que no exige proclamar su carácter exclusivo. La escasez antológica de la producción, la falta de libros de esta naturaleza y la calidad para prometer o sospecharle un lugar en “el mercado”, sensata o paradójicamente, no la disminuyen. Por lo demás, como todo lo que exhibe sin estridencia un valor singular, “extraño”, de alguna manera al margen, parece ejercer dos derechos (acaso dos violencias implícitas): callar esa soberanía con reticencia o con suficiencia, prodigarla con un exceso de explicaciones.

Alberto Tabbia fue un intelectual argentino sin demasiados precursores ni modelos; no se propuso dejar a su paso una dignidad vacante, pero tampoco un escarmiento. El rigor y la frecuencia de su práctica intelectual —es decir, el modo en que atacaba y se sentía concernido por problemas artísticos o, para ser aún más restrictivos, estéticos— definió a su vez una ética. Las reglas de conducta que esa ética impartía, y a las que debía someterse, separaban el arte venerado con una vara afiladísima: de un lado quedaba el lector/espectador; del otro, espléndidamente lejano, el artista.

Esa comarca del arte nunca invadida, ni dispuesta a ser invadida por los advenedizos, afianzaba además una cantidad de sobreentendidos a la vez inalcanzables y crepusculares, que la designación “anticuado” no atenúa aunque se utilice como eufemismo “anacrónico”. Solo una premisa mundana, puesta en circulación acaso por Gide, alcanza a debilitar —aunque acaso paradójicamente a reforzar— uno de los consentimientos: las cosas deben de decirse dos veces porque, como nadie presta atención, no corremos el riesgo de parecer recalcitrantes.

Bien, también el haiku, de acuerdo con lo que Barthes explica en su tímida indagación de Oriente —del Japón— debe repetirse. No recuerdo ya si dos o tres veces. Pero Oriente nos excusa una vez más con una lejanía y un misterio equivalentes. Que nadie se asombre, en esta tardía explicación mal argumentada, de encontrar más de una vez una sola idea.

 

Un buen ejemplo —pero la buena calidad, y la claridad conceptual, nos enseñaron a partir de Frege, se desorienta también con los ejemplos— es la lacónica y transversal, casi canturreada, inevitabilidad con que Tabbia encuentra cómo William Gerhardie, en uno de los exergos que este libro prodiga, se resigna a entender que lo que presume de atesorar no corre otro riesgo que ser escrito. [No como presunción, sino como malicia preventiva, el Borges de “El Aleph” le pide a Daneri que testimonie aquello que la esfera vertiginosa le ha permitido ver. Malicia, además de preventiva, inútil con un “hombre de letras”: Daneri ya lo ha hecho].

Si observáramos con detenimiento, el museo tabbiano está hecho a la medida de sus paradojas. Esa mañosa versión naïve de Gerhardie contrasta con la vestida frialdad con que Silvina Ocampo trata a su heroína de “Los objetos” y con la simpatía y familiaridad con que Tabbia, a su vez, trata a Pepe Bianco cuando transcribe alguna de sus anécdotas o extraordinarias respuestas —que a menudo son lo mismo—, cadencia que supo oír también Sylvia Molloy. Entonces advertimos además el extraordinario narrador que Tabbia era —afianzado su dandismo en la pereza—, porque en los agrupamientos de sentido y el suministro de sílabas —y hasta de aliento, sobre todo cuando se trataba de un salmodioso verso de Olga Orozco— Bianco era, es, aparte de inigualable, indispensable. Y con una muy disimulada conducta de poeta, porque el conjunto final, definitivo, tiene algo de estrofa.

Pero, a pesar de esa condición indispensable, no vamos a hablar de José Bianco cuando el tema es Tabbia, aunque, en este caso, resulte la mejor compañía.

 

II.

La otra figura señera que acompaña este Palacio de olvido es la de Wilcock. A esta estaríamos en condiciones de atribuirle, a partir de la cita que encabeza Trauerabeit, un seguimiento menos diurno, al punto de arrimar al poema de Sexto este otro, sobre el progreso, tal vez no escrito en ese “raro castellano” con que Wilcock denominaba su italiano: Beati loro che pensano al progresso:/io solo penso alla morte o al sesso.

Este mundo observado por Tabbia que el propio Tabbia parece reprocharse como realidad adversa al mundo del escritor “y ese luto por su propia vida” añadido no le impiden imaginar como acaso Joshua Reynolds lo pedía: “la invención, hablando con propiedad, es poco más que una combinación nueva de aquellas imágenes que han sido vistas con anterioridad y depositadas en conjunto en la memoria: nada puede provenir de nada”.

En la literatura inglesa, probablemente más que en cualquier otra, el ridículo es un pretexto de incalculable valor. Marie Corelli y Amanda K. Ros, entre otras posibilidades del mal ejercicio de la prosa, fueron expuestas con alevosía. Como ejemplo de inmoralidad por mal uso y mal empleo —deontología pasional de Oscar Wilde en el estrado—; como ejemplo de lectura sostenida hasta que la risa la interrumpa, por esos mandarines con y sin toga, llamados los inklings: Tolkien, C. S. Lewis, Charles Williams. Ahora bien, en esos claustros precisos, la mala calidad tenía dos enemigos visibles: los excesos verbales, a la vez redundantes y empalagosos, a menudo considerados purple prose, pero nadie es perfecto, y los desvíos que convierte aquello que no puede domesticarse en eufemismo en enigmas criptográficos inhibitorios. De ambas armas para nada secretas eran poderosas emisoras Amanda K. Ros y Marie Corelli.

 

En castellano rioplatense, esta crítica y esta censura —no social en más de un aspecto—, que roza lo políticamente incorrecto, quedó a menudo en manos del Borges/Bioy disfrazado de Bustos Domecq, o en humoristas con buen sentido de la observación sociológica —Landrú—, pero Juan José Saer la practica en libros como Lo imborrable. A veces con el problema, políticamente correcto, de que uno no pueda discernir el modelo de la parodia. Algo que remite ineluctablemente al comentario de Onetti sobre Puig: “Quiero saber cómo escribe de verdad el coso ese cuando no copia cartas, fragmentos de calendarios, informes burocráticos, conversaciones telefónicas, informes policiales y avisos fúnebres”. “Coso” era un recurso favorito de Onetti; lo usaba también para referirse a Henry James.

 

III.

Una primera y única pesquisa acerca de los modelos de escritura, mejor dicho, de las tomas de posición de Tabbia en relación directa con los materiales que debe manejar, parece remitir a ciertas elegancias naturales de la narrativa inglesa del período eduardiano y poseduardiano, como William Gerhardie o Lord Berners. Pronto, a partir de ciertas limitaciones, ambos quedan fuera del campo de observación. Gerhardie porque es un falso elegante, Lord Berners porque es un verdadero aristócrata. A pasos de ambos, y fuera de la órbita consular masculina, Rose Macaulay se ocupó de distinguir mejor que cualquiera los grados de indiscreción de su genio naturalmente curioso. Tabbia apunta el comienzo de The Towers of Trebizond en su lista de comienzos, pero su simpatía excede ese umbral y precipita el conjunto de afinidades electivas: el encuentro pleno con la felicidad verbal que no está al acecho, la busca a tientas de un destino secreto, de una “figura en el tapiz o alfombra” (The Figure in the Carpet, Henry James).

 

 

Una undercurrent misteriosa yace también en esta familiaridad de Tabbia con las raíces secretas de la emisión genial en contexto inesperado, que de alguna manera remite al desorden de dos géneros que se entreveran en el siglo veinte tanto como en el saber propio de un intelectual de su naturaleza: la novela y el cine. A menudo una respuesta es algo más que esa línea que emerge en la superficie rabiosamente radiante u opaca de un guión, y muchas veces, para ser espontánea o parecerlo, exigió idas y vueltas que es mejor ignorar. Durante mucho tiempo atribuí a Peter Sellers una especie de aforismo un tanto cínico e innoble. Coincidía con el personaje que el actor a menudo nos imponía, aunque las variantes en su conducta proporcionan todo un elenco de matices que van de los del estúpido relamido a los del maníaco recalcitrante. Tarde, tarde, leyendo un libro que acaso no merecía revelarlo, me enteré de que la había escrito Kingsley Amis. Y casi no sirvió de nada, siguió pareciéndome del actor que en una cinta de los sesenta la repetía.

 

Celia y Rosa Eresky, Carla Kobal de Fiori, Wally Zenner: los nombres, los nombres… En gran medida este palacio de olvido es un homenaje/ademán a los nombres que gravitaron alguna vez, antes de ser memoria, en ese museo exento de andamios y añadiduras —el presente puro— que se asemeja a un tiempo verbal sin adoptarlo. Al ademán que ese nombre dibuja en la memoria. El presente, su dureza en la edad que ataca, es el tema —nadie puede atreverse a decir ya “el verdadero tema”— de Palacio de olvido. Muerde y tienta, como alguna vez supieron los dioses insípidos de una mitología efímera, y luego convida esa medida incierta a quienes se animen, a quienes se atrevan a degustar esa pizca, ese átimo, ese manjar o ese desperdicio, que debería transmitir el tono del tiempo.

La sustancia se revela tras un primer y empedernido apego a esa que lo revela contemporáneo de todos lo que habitaron la misma y misteriosa provincia humana, es una aún más evasiva y circunstancial, algo que Henry James llama, en una ficción magnífica que consolida la busca de dos mujeres distintas que asisten a cierta evanescencia de la persona que amaron, “el tono del tiempo”.

Me pregunto a veces qué se preguntaría Alberto Tabbia acerca de fenómenos que parecen concurrir hoy por primera vez (pero cuyos antecedentes sabría señalar tal vez con capciosa pero no arrogante seguridad). El efecto demoledor de las series y los films de superacción en actrices y actores que comenzaron protagonizando suaves y cerradas producciones indies o historias victorianas y eduardianas —de Henry James, Noël Coward o Somerset Maugham—, quienes asistieron a esos ceremoniales de iniciación en tímidas y muy ensayadas indumentarias de época y hoy, convertidos en tripulaciones amenazadas, corren de aquí para allá, ajustadísimamente parecidos a Flash, Barbarella o Gatúbela, mientras el espacio, el tiempo o vaya a saber uno qué extraña conspiración de héroes y villanos concreta proyectos para provocar, allí donde lleguen, explosiones.

Pauline Kael, la legendaria crítica del New Yorker, había hecho ya un género de la revisión crítica de los clásicos cinematográficos vueltos a ver en la pantalla chica (que ha cambiado ahora de tamaño también). Esta aventura igualmente sedicente le deparó perplejidades, decepciones y, alguna que otra vez, una indisciplinada revaloración. A Tabbia, el regreso de la antigua gloria en forma de cartuchos VHS le despierta una casi indescriptible pereza aristocrática, que asume, en distintas locaciones del siglo veinte, una actitud de lucidez extraordinaria. Lo visto no transfiere a lo vuelto a ver su esplendor manifiesto o recóndito: le reserva apenas un miserable milagro en el que se enemistan el deseo de que las cosas perseveren siendo lo que son y una rencorosa nostalgia.

Vuelvo sobre lo mismo (solo cambio de ejemplos —¡es que no me sé expresar y es lo único que quiero!—). Helleu, Boldini y Sem, más acá o más allá de sus logros estéticos, le concedieron a Proust, y acaso además a Elstir, un matiz cromático y eso que se revela en un aparte, en un paréntesis, como vibración ensimismada: la particularidad del tono del tiempo. El relato en que James, baqueano en territorios de esa metafísica, había intentado definirlo, malogradamente lo cuenta en sordina, casi en secreto. Por lo demás, no habría que esforzarse para encontrar esa lista de influencias “metafísicas” a las que Tabbia, por modestia, se habría negado a incorporar, pero que, de alguna manera, no le restarían mérito: Demócrito, Jack Donne, los moralistas franceses, acaso Lampedusa, tal vez Mankiewicz. En cuanto a la lista de preferencias del siglo veinte, por encima de Lord Berners y William Gerhardie, como se ha dicho, permanece una rara señora de las alturas, la autora de Las torres de Trebizond, la dame Rose Macauley.

 

IV.

La límpida recolección de comienzos literarios coincide con el final de famous last words… Por alguna de esas razones que extienden el territorio de la literatura al género más afín, la fábula, como si un mantel estable y ceñido se cerniera sobre el tablero que, una vez que todo terminó, llamamos vida, antes de que el obituario se ocupe de aclararnos las ideas “sobre el occiso”, estas últimas palabras se encargan de nuevo de mezclarlo todo. Jarry pide un mondadientes y el Almirante Brown (ausente sin aviso en la historia de la literatura) la extremaunción; con característica furia pagana y desdén, Norman Douglas, que le saquen de encima a las monjas convocadas, y Gertrud Stein convierte en respuesta una pregunta. ¿Así termina todo, no con un estampido, sino con un sollozo?

José Bianco, que sigue acompañándonos, sostenía que las preguntas retóricas son indecentes, pero la indecencia no es nuestro peor defecto y no haremos tabula rasa de ellas. Demasiado inteligente, demasiado sabio y perezoso, Alberto Tabbia se tomó el trabajo de dejar páginas dispersas. Nada, la precedencia de publicaciones, una reputación musitada o vociferada, excepto tal vez lo más importante —un pacto de amistad— garantizaba que algún día alguien más las leyera. ¿La felicidad y la gratitud de los lectores puede parecer hoy una recompensa insuficiente?

 

 

 

 

Artículos relacionados

Jueves 25 de febrero de 2016
Traducir el error y la rareza

El traductor de los Escritos críticos y afines de James Joyce (Eterna Cadencia Editora) intenta reflejar las rarezas, incorrecciones y errores de la escritura de Joyce, con la intención de que el lector experimente algo afín a lo que experimenta quien lee los textos de Joyce en inglés o en italiano. Así lo explica en el prefacio del que extraemos un breve fragmento.

Los errores de Joyce
Lunes 16 de mayo de 2016
Saltaré sobre el fuego
"Alguien que no perdió la sonrisa sabia ni la bondad de fondo incluso al escribir sobre el dolor o sobre la Historia, y en cuyos versos, amablemente irónicos, suavemente heridos, a menudo se adivina una reconfortante malicia cómplice de eterna niña traviesa". El prólogo al libro de la poeta y ensayista polaca, Premio Nobel de Literatura, editado por Nórdica con ilustraciones de Kike de la Rubia. Además, uno de los textos que lo componen.
Wisława Szymborska
Jueves 26 de marzo de 2020
Borges presenta a Ray Bradbury

"¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y de soledad?", se pregunta el autor de El Aleph para prologar Crónicas marcianas (Minotauro).

Crónicas marcianas

Miércoles 31 de julio de 2019
El origen de los cuentos de terror

"Edgar Allan Poe no fue el inventor del cuento de terror". Así arranca este suculento repaso por la historia de un género que goza de excelente salud. El prólogo a El miedo y su sombra (Edhasa), un compendio de clásicos exquisito. 

Por Leslie S. Klinger

Jueves 07 de octubre de 2021
Un puente natural entre los debates feministas en el mundo
Buchi Emecheta nació en 1944, en el seno de una familia de la etnia igbo. A los 11 la prometieron en matrimonio, se casó a los 16: Delicias de la maternidad, de la autora nigeriana, llega a Argentina con Editorial Empatía. Aquí su prólogo.

Buchi Emecheta por Elisa Fagnani

Lunes 04 de julio de 2016
Mucho más que nenes bien

"Cada autor cuenta una historia, narra con un lenguaje propio, elige un punto de vista, desarrolla sus personajes con encanto porque no reduce, no simplifica, no aplasta para ajustarse a un molde preconcebido", dice Claudia Piñeiro sobre los relatos de Jorge Consiglio, Pedro Mairal y Carola Gil, entre otros.

Nueva antología de cuentos
×
Aceptar
×
Seguir comprando
Finalizar compra
0 item(s) agregado tu carrito
MUTMA
Continuar
CHECKOUT
×
Se va a agregar 1 ítem a tu carrito
¿Es para un colectivo?
No
Aceptar