Anahí Mallol: “Casi todo libro es una carta o una botella al mar”

Lunes 17 de marzo de 2025
Poeta, ensayista y docente, acaba de publicar Paraíso (Caleta Olivia)
Por Valeria Tentoni.
Nacida en mayo del 68 en La Plata, Anahí Mallol es poeta, ensayista y docente. Su primer libro de poesía publicado fue Postdata, por editorial Siesta en 1998, y le siguieron otros como Polaroid, Óleo sobre lienzo, Zoo, Querida Alicia, Como un iceberg y Una ciudad. También es autora de los ensayos de El poema y su doble (Simurg, 2003, premio de la Fundación Antorchas).
Profesora en la carrera de Artes de la Escritura de la Universidad Nacional de las Artes, Mallol acaba de publicar El paraíso (Caleta Olivia), un poemario que ronda la maternidad, el duelo, la expulsión de la infancia y la inocencia.
Hace tiempo le habíamos pedido que nos pase su lista de lecturas favoritas. Ahora le enviamos algunas preguntas sobre su nuevo libro por correo electrónico, y estas fueron sus respuestas.
¿Cuándo comenzaste a escribir poesía? ¿Fue en la Facultad de Letras?
Empecé a escribir poesía (si se puede llamar así) a los diez años más o menos. Cosas que guardaba en el primer cajón. Cuando me inscribí en Letras había cierta ilusión. Lo primero que me dijeron al empezar a cursar fue que la carrera no era para eso. Igual yo escribía y escondía. Le comenté a algunos profesores acerca de esa actividad: me dijeron que ya estaba todo escrito, que no había posibilidad de escribir algo que valiera la pena.
Pese a que era la euforia por el regreso de la democracia, y la carrera de Letras estaba cambiando rápidamente, había un residuo de concepciones muy conservadoras: los escritores eran los que estaban muertos, y Borges el centro de todo lo posible e imposible.
Sentía vergüenza de escribir, sobre todo porque era poesía. Igual seguí escribiendo.
Hubo algunas honrosas excepciones, como ese profesor que hizo circular un libro de Tamara Kamenszain, La casa grande, fuera de programa: lo copié a mano, en unas hojitas sueltas.
Hasta que en unas Jornadas escuché a Delfina Muschietti leer un ensayo sobre Alambres, de Perlongher, aparecido hacía muy poco: esa era, sin dudarlo, la zona en la que quería pensar, escribir y estar. Delfina escuchó ahí mi texto sobre Pizarnik (un delirio controlado) y me invitó a su taller.
¿Qué podés contarnos de ese taller, de esa época en Buenos Aires?
Llegué al taller y abrió la puerta Marina Mariasch, con su sonrisa: se abrió un mundo. Era viernes. Por un par de años leímos, tradujimos, nos leímos, hablamos, disentimos, consentimos. Estaba Carolina Cazes, después Vanna Andreini, en otro horario Romina Freschi y Karina Macció, Gabriela Golder, entre otras. Una vez por mes desde el taller íbamos al CC Ricardo Rojas, al ciclo “La voz del erizo”, que coordinaba Delfina. La poesía se escuchaba y sonaba bien, se leía, se discutía antes y después en los bares y los restaurantes: entre estéticas, entre generaciones, entre géneros. Volvía a mi casa a las cuatro o cinco de la mañana. Conocí un montón de gente diversa, nos hicimos amigxs.
¿Te pensás como una poeta de los noventa?
Eran los 90. Si lo que hago responde o no a lo que se llamó “poesía joven de los 90” no lo sé, no puedo decidirlo y no sé si importa. Pero eso eran los 90, los ciclos que se multiplicaban en plazas y bares, las editoriales independientes que ponían a circular voces nuevas, el Diario de Poesía en el kiosco, la generosidad de los poetas más conocidos leyéndonos, comentando, sugiriendo libros y autores.
Participaste del proyecto Siesta, ¿qué nos podés contar de ese sello?
Marina Mariasch creó el sello Siesta y fui parte menor de ese proyecto, libros cuidados como objetos preciosos, chiquitos, de poetas inéditos, con tapas de cartulinas de colores, cosidos y con lomo, sin prólogos ni contratapas, a precios accesibles, para que la poesía circulara así, librada a sus propias fuerzas, sin respaldo explícito de poetas reconocidos ni líneas de lectura dominantes. Y así circuló, con felicidad. Eso eran los 90. La plaza de los perros, la cuelga de poemas, los libritos hechos de fotocopias, las noches largas. Lo otro de los 90 también estaba, de eso se hablaba, y el ámbito de la poesía era un modo de aglutinarse contra el individualismo, el mercantilismo, la idea del éxito financiero y el placer efímeros como norte de la vida. Poníamos el cuerpo, las ganas, el afecto. Así se armaron los circuitos de la poesía como forma de vida.
Volviendo al presente, acaba de publicarse Paraíso, tu último libro de poesía. ¿Cómo lo pensás en el recorrido de tus poemarios?
El paraíso es tal vez un libro distinto a los otros. O tal vez no. Trabajé más la asociación de imágenes, pero el ritmo se asemeja al de otros textos míos. Es un libro que da vueltas en torno a la experiencia de tener hijxs, como lazo con la vida o lo viviente, como afecto pero también como reflexión, y como sensación. Esa es una experiencia que compromete todos o casi todos los niveles de la existencia, y es muy cambiante; te conecta con el cuerpo, el presente, la sensación y la alegría de estar vivx, una idea de continuidad, pero también con el envejecimiento y tu finitud, tu propia muerte. Los poemas giran en esa plenitud rara de estar al cuidado de hijxs muy chiquitxs: se empieza de nuevo, con la potencia de la sorpresa y de la nominación, se es otra vez un poco niñx unx también. Ese espacio es un modo del paraíso: cuando no hay lenguaje, y se vive en el presente del cuerpo, cuando no parece haber separación entre la palabra y la cosa, entre la experiencia y las palabras, porque no hacen falta casi palabras. En la inmediatez de la presencia, del abrazo, está dicho lo más importante, que es el afecto o la ligazón entre una persona y lo que la rodea, y entre seres. Un paréntesis, además, que pone en suspenso otra sociabilidad y las demandas de lo cotidiano. Es un tiempo especial, es exigente, agotador y precioso. Es sobre todo efímero. Entonces este es también un libro de duelo. Porque lxs niñxs cambian, un día son otrxs, no son más niñxs. Y el lenguaje se cuela y cuela su angustia de separación.
Entonces está también la pregunta por el uso del tiempo, por el esfuerzo y el valor que le damos cada día al trabajo, las ambiciones profesionales y materiales, y lo que destinamos a los afectos, a estar juntos, y a reflexionar sobre cómo vivir, la vida que queremos, la que tenemos, la muerte que esperamos.
Trabajás allí con la maternidad y la crianza que produce "la burbuja indestructible de lo verdadero”, y hay invitaciones a textos como el de Arturo Carrera, La inocencia, y la figura de la niñez. ¿Cómo te internaste en ese universo y qué experiencias y lecturas lo abonaron?
El libro surgió de la unión de mi experiencia como mamá con el recuerdo de la égloga cuarta de Virgilio, un poema increíble de alrededor del año 40 a. C. que leí en la clase de Latín en primer año de la Facultad y que nunca me abandonó. Cuando nacieron mis hijos me encontré viviendo en el clima de esa égloga, una conexión que nos trascendía: las perras que los rodeaban para protegerlos cuando venían extraños, que iban una a cada lado cuando empezaron a caminar, que comían lo que ellxs tiraban al piso, las plantas que parecían florecer para sus ojos y su sorpresa, las hormigas, los grillos, los pájaros que circulaban ante sus brazos extendidos, las frutas que colgaban de los árboles. Cuando mi hijo mayor tenía tres años nacieron los otros dos, gemelos idénticos; eso ya era una fiesta: sólo se podía tratar de entrar en sintonía con ese mundo que giraba todo el día, con sus sonidos, sus colores, sus olores, la risa, su lenguaje, la alegría y el llanto, los ritmos, su propia belleza.
Este libro también tiene como trasfondo algo del mundo de mi infancia en colegio católico, durante los años de la dictadura (mis padres nos ingresaron a la educación privada porque mi mamá daba clases en secundarios de escuelas públicas y estaba aterrorizada por los enfrentamientos cerca de los colegios, algunas autoridades que portaban armas, alumnxs que desaparecían). Lo que ahí viví vuelve en mis pesadillas, un ambiente de encierro y delación, mojigatería y mentiras. Pero hay algo que fui rescatando con los años; las experiencias y las lecturas de una vida vuelven, mientras se escribe, a veces como après-coup: la idea de un dios vuelto niño, un ser indefenso que necesita de cuidados y que es, a la vez, puro amor, es de una ternura desarmante, como se ve claramente en muchas “Madonna con el niño” del Renacimiento. Y me acordé de los niños escritos, de la potencia interrogativa y deseante de los niños que aparecen en la poesía de Arturo Carrera por ejemplo, o de lo enigmático de los niños de Prior. También otras lecturas: es maravillosos leer a los psicoanalistas de niños, porque no subestiman a los niños sino que perciben su profunda diferencia.
Pero son mis propios hijos los que más me enseñaron sobre niñxs y sobre el amor, lo que más importa. Si un bebé se asusta con un trueno o llora porque lo pica una hormiga, el abrazo, la voz de la madre o el padre lo reconfortan. No es debilidad, es una sabiduría: es la presencia del cuerpo amadx, es el amor la respuesta. Es así también para las penas y los dolores que no tienen solución: la epifanía es la pura presencia plena, que también es efímera, y que hay que atrapar al vuelo en su magia instantánea. Me ilusioné con la idea de que tal vez las palabras, o un poema, tengan la capacidad de extender el abrazo en su ritmo, la certeza de una conexión.

Se trabaja también con la expulsión del paraíso, ¿cómo fue visitar esa escena arquetípica en tu poemario?
La vida orientada a la utilidad y la supervivencia física nos expulsa a cada rato de esos momentos, pero los momentos epifánicos y amorosos son efímeros por sí mismos, no podrían ser de otra manera. Estamos todo el tiempo entrando y saliendo de esos estados. A lo mejor escribir es una forma de retener, o de abrir ese pasaje.
A veces me parece que hay en algunos de mis textos una lectura laica o laicizada de ciertas zonas de la visión católica. Esa visión me influyó no solo como inclinación estética: la música sacra, que es increíble (Bach te puede hacer creer en dios), la pintura, la poesía (la música y las imágenes y la repetición hipnótica de las letanías), la experiencia narcótica del exceso de incienso, el clima onírico de las grandes iglesias con vitrales, las figuras fantasmales de sotanas y casullas, la riqueza delirante de la imaginería en esculturas y piezas arquitectónicas sino también la idea del amor, sobre todo la idea franciscana y el “Cántico de las criaturas”, un poema magnífico. En este libro resuenan en particular la idea del paraíso original y la condena Bíblica de la expulsión del Edén, “ganarás el pan con el sudor de tu frente”. La pesada carga del mantenimiento de la vida, la obligación de tener que salir a trabajar cada día, con sus horarios y sus exigencias, es lo que te expulsa del intercambio amoroso y de la experiencia estética hacia la dura materialidad de la vida.
Esta idea está ya en la égloga cuarta, cuando Virgilio augura la venida de un niño que traerá una nueva edad áurea, en la que será suficiente con extender el brazo para recoger frutos y alimentarse. Y hay también una idea de reconciliación de las especies, que van a convivir sin atacarse ni comerse unas a otras (esto se reescribe maravillosamente en los “Cantos de inocencia y de experiencia de Blake”). Hay entonces algo que, más allá de la creencia o no en dios, puede pensarse como una vida reconciliada, enfrentada a la necesidad. La poesía ahí juega un papel al delimitar una zona específica de la experiencia, como lo teorizó muy bien el movimiento poético-filosófico de Iena, contemporáneo de la revolución industrial. Los románticos alemanes señalaron muy tempranamente que esa dimensión fundamental de lo humano estaba en peligro en el creciente orden del capital. La poesía entonces es esa potencia que te lanza hacia otra esfera, espiritual, amorosa y estética, profundamente humana.
Winnicot tiene un texto sobre la creatividad (entendida en sentido amplio como la capacidad de imaginar soluciones individuales a las cuestiones de la vida cotidiana) en el que afirma que en condiciones de represión extrema, o de falta de amor en los primeros momentos de vida, o de carencia de las condiciones materiales básicas, las personas ven cooptada su dimensión creativa y pierden el deseo de vivir.
Bueno, en esa tensión se escribieron estos textos, entre la recuperación y la pérdida de esa dimensión de juego, contemplación, conexión.
“Por eso escribo esto quiero dejártelo”, leemos: hay en este poemario una mano tendida al futuro, tiene algo de sobre cerrado para abrir más adelante, ¿lo ves así?
Hay una declaración que es a la vez de indigencia y de don: fuimos expulsados del paraíso (todo el tiempo lo somos) pero no olvides que ahí estuvimos, ahí podemos, de algún modo, volver; la visión del paraíso como recuerdo y como posibilidad de actualización son el regalo de los poemas. Los destinatarios de este regalo son en primera instancia mis tres hijxs, con quienes compartimos o construimos ese paraíso, y a quienes el libro se dirige como interlocutores, pero también a cualquiera que se sienta interrogado por sus imágenes, preguntas, ritmos.
También mis alegres comadres y compadres, que de un modo u otro estuvieron ahí durante la crianza, con su presencia, o sus palabras, o sus textos.
Pensaba también cuando lo escribía en los conflictos entre adultos y adolescentes, los enfrentamientos. Y me preguntaba, ¿pero es que esxs adultxs no se acuerdan de cómo fue al principio? ¿Por qué no rescatan esa dimensión de amor y de entrega de cuidar a unx niñx? Pensar que el lazo amoroso no se corta, solo se transforma. Dice Dolto que lxs adolescentes se ponen de mal humor porque están haciendo un duelo terrible, hay un dolor por el fin de la infancia. Y los progenitores también atravesamos un duelo cuando nuestrxs infantes mutan hacia lxs adultxs que van a ser, entonces es un momento de dar mucha libertad, claro, pero también de reafirmar el lazo de amor. Este es también el libro de ese duelo: el fin de la infancia. Y el nacimiento de algo nuevo.
Además casi todo libro es una carta o una botella al mar. Una lo escribe, después sigue su curso. Y cada lector/a lo lee, lo abre, en un momento particular, y lo pone a resonar con otros libros, con su experiencia, con su vida.
¿Cómo fue el proceso de escritura y cierre del conjunto como libro?
Lo empecé un enero, soy feliz en enero porque el tiempo y la luz parecen infinitos. Y puedo leer, escribir y corregir. Era un enero raro, mis hijos empezaban a trasnochar y después dormir hasta pasado el mediodía, ya no venían a la pileta, y yo estaba ahí la mañana entera bajo un árbol, con el silencio (a no ser por los loros y las chicharras) y los libros. Pensé qué loca que es la vida, hace unos años no podía ni siquiera ir a buscar un vaso de agua fría, ellos estaban todo el tiempo en la pileta y yo los cuidaba. Y ahora soy la única interesada en esta escena, y el tiempo parece sobrar. Me puse un poco triste. Era un duelo, y decidí escribirlo, no con tono nostálgico, sino en ese presente de la poesía, como momento pleno. Así fueron saliendo los primeros poemas. Después tiré de ese hilo, con imágenes entre recuerdo e invención, recuerdo de cosas vividas y cosas leídas o escuchadas. Y con lecturas que fui repasando o buscando, literarias, filosóficas, psicoanalíticas, religiosas. En un momento ese caudal se fue cerrando solo, y terminé con el poema que habla del apocalipsis. Y la idea del amor como recuerdo de haber sido amado. El último poema es una especie de plegaria pero también de conjuro, y un envío.
Además de poeta, sos ensayista y docente. ¿Cómo se conjuga el pensamiento sobre la poesía con la escritura, en tu caso?
El ensayo es una forma de hacer una devolución sobre lo escrito, desarrollar lo que leo cuando leo. Es también un gesto amoroso hacia lo que leo, se puede pensar así. La poesía es un disparador permanente de ideas, sensaciones, pensamientos, sentimientos, emociones, y me gusta seguir esos hilos como lectora, porque arman paisajes de lectura, y porque a medida que escribo esas lecturas se abren cada vez más, me hacen leer a fondo. Eso se puede compartir con otrxs lectores. Pero no pienso en términos teóricos sobre la poesía cuando estoy escribiendo. Supongo que hay un trasfondo que puede destellar en algún lugar, la poesía siempre interviene en una conversación infinita entre los textos, y lo que se lee en detalle, como cuando se escribe ensayo o se da una clase, se va quedando en algún lugar de la imaginación o del ritmo, y después aparece cuando quiere y como quiere.
¿Qué podés contarnos de las clases de poesía en la Universidad Nacional de las Artes, de ese espacio de intercambio que llevás adelante? ¿Cómo es enseñar poesía en la universidad?
El espacio que abrió la licenciatura en artes de la escritura es maravilloso. Es un torbellino constante de ideas, de estilos, de intereses. El equipo de trabajo de toda la carrera es muy potente, y los debates, intercambios, flujos que se generan entre docentes y alumnxs es alucinante.
Comparto Poesía argentina y latinoamericana 2 con Marina Mariasch, y el Taller de poesía 2 con Alejandro Crotto, Gabriel Reches, Liliana García Carril y Romina Freschi (antes estaban Eric Schierloh y Horacio Zabaljáuregui). En las clases se producen ecos rarísimos, alguien hace un comentario a partir de lo que leyó o escuchó en otra clase, se comparten experiencias disímiles que ensanchan horizontes todo el tiempo: lxs estudiantes están super estimuladxs, muchxs ya tienen un recorrido (pueden ser periodistas, cantantes, actores/actrices, escritores, psicólogxs, tener un podcast o ser influencers, mil cosas más), y traen sus experiencias, lecturas propias, propuestas. El común denominador es el deseo. Estas ahí hablando de poesía con gente que lee, escribe y tiene ganas de dialogar, ¿qué más podés pedir? Es un espacio en el que cada propuesta circula y se modifica en la misma clase: horizontal, productiva, divertida. Al terminar la clase me voy con mil ideas y sensaciones rebotando como pelotitas de ping-pong. Espero que muchxs de ellxs también.