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Alrededor de la creación poética

Un ensayo de Olga Orozco

Publicado por primera vez la Revista de Poesía Último Reino (1985) y leído por la autora en el acto de presentación de dicho número, publicamos un extracto del ensayo que ahora edita Adriana Hidalgo en su Poesía completa. Algunas de estas palabras integraron el discurso que Olga Orozco pronunció al recibir el Gran Premio del Fondo Nacional de las Artes en 1980.

Por Olga Orozco.

 

 

 

Para Andrea, con un pájaro blanco

para su hombro izquierdo y un puñado

de luciérnagas contra cualquier oscuridad,

con todo cariño.

 

La poesía puede presentarse al lector bajo la apariencia de muchas encarnaciones diferentes, combinadas, antagónicas, simultáneas o totalmente aisladas, de acuerdo con la voz que convoca sus apariciones. Puede ser, por ejemplo, una dama oprimida por la armadura de rígidos preceptos, una bailarina de caja de música que repite su giro gracioso y restringido, una pitonisa que recibe el dictado del oráculo y descifra las señales del porvenir, una reina de las nieves con su regazo colmado de cristales casi algebraicos, una criatura alucinada con la cabeza sumergida en una nube de insectos zumbadores, una anciana que riega las plantas de un reducido jardín, una heroína que canta en medio de la hoguera, un pájaro que huye, una boca cerrada. Las imágenes creadas por sus resonancias se fijan, se superponen, se suceden. ¿Cuál será la figura verdadera en este inagotable calidoscopio? Todas y cada una. La más libre, la más trascendente sin retóricas, la no convencional, la que está entretejida con la sustancia misma de la vida llevada hasta sus últimas consecuencias. Es decir, la que no hace nacer fantasmas sonoros o conceptuales para encerrarlos en las palabras, sino que hace estallar aun los fantasmas que las palabras encierran en sí mismas.

Pero estas conclusiones enuncian características y no significados de la poesía. Y es casi fatal que así sea, porque la poesía en su esencia, en su representación total, así como el universo, como esa esfera de la que hablaban Giordano Bruno y Pascal, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna, es inaprensible. No se la puede abarcar en ninguna definición. Cualquiera sea el centro cambiante desde el que se la considere –pepita de fuego, lugar de intersección de fuerzas desconocidas o prisma de cristal para la composición y descomposición de la luz–, su ámbito se traslada cuando se lo pretende cercar y el número de alcances que genera continuamente excede siempre el círculo de los posibles significados que se le atribuyen. Intentar reducirlos a una fórmula equivale a suspender el vuelo de una oropéndola, a paralizar a un ángel, a domesticar a un dios natural y salvaje y a someterlos a injertos, a operaciones artificiosas y a disecciones hasta lograr cadáveres amorfos. Porque la poesía es un organismo vivo, rebelde, en permanente revolución, y aun la definición más feliz, la que parece aislar en una síntesis radiante sus resonancias espirituales y su mágica encarnación en la palabra, no deja de ser un relámpago en lo absoluto, un parpadeo, una imagen insuficiente y precaria. La poesía es siempre eso y algo más, mucho más.

Tenemos que conformarnos con aludir a ella a través de los medios de que el poeta se vale para alcanzarla, confundiendo así de alguna manera el camino con el objetivo. Unos y otros poetas se han referido y se refieren a la poesía desde el propósito que ha sustentado su acto creador, porque, aunque las consecuencias de éste sean insospechadas, sus procesos están, deliberadamente o no, marcados por la intención de quien los suscita. Es decir, la actitud inicial del poeta tiñe con un sentido último a su poesía, a esa faz particular de la poesía. Quiéralo o no, cada uno funda su arte poética, aun remitiéndose a la negación de toda regla, y le impone sus leyes: las de la libertad absoluta, las del rigor extremo, las del abandono y la brusca vigilancia. Bajo estas directivas que rigen un material en ebullición, una arquitectura pétrea o una sustancia cristalina, el acto creador se convierte, en uno y otro caso, en arco tendido hacia el conocimiento, en ejercicio de transfiguración de lo inmediato, en intento de fusión insólita entre dos realidades contrarias, en búsquedas de encadenamientos musicales o de símbolos casi matemáticos, en exploración de lo invisible a través del desarreglo de todos los sentidos, en juego verbal librado a las variaciones del azar, en meditación sobre momentos y emociones altamente significativos, en trama de correspondencias y analogías, en ordenamiento de fuerzas misteriosas sometidas a la razón, en dominio de correlaciones íntimas entre el lenguaje y el universo. Los enunciados podrían continuar indefinidamente. Sobre ellos planean, entre otras y por no ir más lejos, las sombras de Rimbaud, de Verlaine, de Mallarmé, de Apollinaire, de Eliot, de Bretón, de Eluard, de Reverdy. Entre todas configuran un mosaico hecho de fragmentos complementarios, de tonos francamente opuestos, de zonas que se superponen o se rechazan. Ampliando esta visión con los colores de otras épocas y otros territorios, aparece un panorama general aún más contradictorio, pero ilustrado en sus armonías y en sus disonancias por experiencias prestigiosas, por ejemplos que no se pueden descalificar aun cuando frente a algunos de ellos nuestro punto de partida se encuentre en la otra orilla.

Recorrer la trayectoria de la poesía desde la formulación del encantamiento y su consecuente palabra de poder hasta la época actual es un camino en doble espiral, tan largo como la génesis del lenguaje y tan tortuoso como la historia del hombre.

Pero condensando todos los ismos, que unen y separan como los verdaderos istmos, reuniendo en un solo cuerpo las palabras que nacen, crecen, mueren y renacen, es posible afirmar que más allá de cualquier discrepancia de acción y de fe la poesía se alza a través de los siglos como un acto de fe, como una crítica de la vida, un cuestionamiento de la realidad, una respuesta frente a la carencia del hombre en el mundo, una tentativa por aunar las fuerzas que se oponen en este universo regido por la distancia y por el tiempo, un intento supremo de verdad y rescate en la perduración.

 

(Continúa en...)

Este ensayo –reproducido aquí a partir del original– fue publicado por primera vez en el número 14 de Revista de Poesía Último Reino (1985) y leído por la autora en el acto de presentación de dicho número. Una parte significativa del mismo, con algunas variaciones, pertenece al discurso que Olga Orozco pronunció al recibir el Gran Premio del Fondo Nacional de las Artes en 1980

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