A mil imágenes la palabra
Ph André Kertész
Martes 03 de enero de 2017
"Leer te saca del mundo, y eso te hace alguien terriblemente incómodo para el resto de las personas. El que lee ocupa un lugar físico, sí, pero no está allí", escribe el crítico español, y se pregunta por el valor de la palabra en los tiempos de la imagen.
Por Antonio Jiménez Morato.
Se ha perdido en el tiempo el responsable de la frase «Una imagen vale más que mil palabras». Al menos yo no sé quién la acuñó y no parece ayudar mucho en ese sentido una búsqueda en Internet. Pero hoy que parecen haberse cambiado las tornas y hay un exceso de imágenes en el mercado y en cambio muy poca gente capaz de vertebrar un discurso fluido puede ser que el valor de cambio de las imágenes haya caído un poco. ¿Cuántas palabras pagarán hoy por una imagen? Mejor no entrar en esas disquisiciones, basta investigar unos minutos en Instagram o Facebook para tomar una conciencia plena de que muchos de sus usuarios pueden pasar por analfabetos casi absolutos, y sin embargo parecen hacer un uso fecundo, y a veces hasta brillante de una imagen. Otro tema es que puedan vertebrar un discurso más complejo con ellas. El icónico es, sin duda, uno de esos discursos que invitan a meditar sobre sus propiedades y formas porque todos usan, y hasta abusan, de las imágenes pero pocos parecen tener la voluntad de comprender los mecanismos que ponen en juego al recurrir a ellas. John Berger, hace ya muchos años, participó en un programa de la BBC y más tarde en un libro nacido de esa experiencia, Modos de ver (Ways Of Seeing), donde invitaba a repensar en las imágenes, en sus latencias y en sus mecanismos alusivos. La semejanza, evidente, que hay entre la imagen fotográfica y el mundo ha engañado durante mucho tiempo a sus usuarios –esto es: a todos– y hemos profesado de modo reincidente una fe en lo icónico que cada vez más comienza a pasarnos factura. Pensamos de la fotografía que reproducía o documentaba la realidad sin más, mediante un mecanismo mecánico, y descuidamos el hecho de que esas imágenes en realidad estaban no representando o imitando al mundo, sino construyéndolo. Como ya antes hicieran la pintura o la escultura, por otro lado, pero con la diferencia de que la reproducción técnica de las imágenes permitió extender ese conocimiento más allá de los salones de los ricos y acercarlos al pueblo, sin, por supuesto, permitir ni por un segundo que este pudiera participar en su divulgación o dominio. La fotografía acercó a las clases populares las imágenes, pero no se las entregó, como tan certeramente analizó Didi Huberman.
Pero, sobre todo, la avalancha constante de imágenes en que nos hemos terminado por ver inmersos nos hace olvidar su estatuto de expresión artística y, lo que es más determinante a efectos de este texto, su condición ambigua, que puede ser tanto exhibida en salas de arte como recopilada en un discurso más complejo bajo el formato de libro de fotografía. Los catálogos de exposiciones, las recopilaciones de obra o las ediciones baratas de libros de mesa de café como las de Taschen han eclipsado un tipo de libro muy sofisticado, posiblemente con un nicho de mercado mínimo, que es el libro fotográfico concebido de modo unitario por su autor. Algunos de esos libros son míticos para los aficionados a la fotografía, tales como The Americans de Robert Frank o New York de William Klein. Pero quizás ninguno de esos hitos tan cercano a los usuarios habituales de una librería o una biblioteca como Leer de André Kertész. Publicado en 1971, recoge instantáneas tomadas durante cincuenta y cinco años en las que aparecen, sobre todo, lectores. Hay, sí, alguna imagen de una biblioteca o del libro como objeto, pero la mirada de Kertész es eminentemente humanista y procura que haya una figura humana para convertirla de modo automático en el centro de la imagen. Usando la teoría del punctum de Barthes puede uno darse cuenta de la maestría de Kertész, que consigue, siempre dirigir la mirada hacia el acto de la lectura. Así, el título del libro alude de modo reiterado a todas y cada una de las instantáneas que alberga el álbum.
Aunque el lector que no conozca el libro acaso esté ya haciéndose una pregunta fundamental: ¿de qué trata el libro?, ¿qué es lo que aparece en esas imágenes? Es sencillo describirlo: gente fuera de este mundo, enajenada, sumergida en otras realidades, olvidada de sí misma, ausente… Gente que lee. La gran fascinación del acto de leer pasa por todo eso, no sé cómo las campañas de promoción de la lectura –ese engañabobos– no usan algo tan evidente como arma irrebatible: leer te saca del mundo, y eso te hace alguien terriblemente incómodo para el resto de las personas. El que lee ocupa un lugar físico, sí, pero no está allí. Al contrario que un fantasma, que no está pero está, el lector es una presencia que es detectada por los otros, pero esos otros no existen para el lector, que se halla sumergido en las palabras por las que transita.
Y eso convierte a los otros en voyeurs, mirones que pueden observar con detenimiento al lector, incluso hacerle una fotografía valiéndose de su cámara. Eso fue haciendo Kertész durante más de cincuenta años, ejercer de mirón en la calle, desde ventanas y balcones, al pasar o con intención y generó así un nuevo modelo de imagen: la que retrata al ausente. Hay cientos, miles y millones de fotos hoy en las que vemos a personas que leen, que están atentos a sus celulares, que no son conscientes de que alguien está retratando cómo están sin estar. Y todas esas fotos tomaron entidad a través de este libro. Antes, es obvio, se habían hecho fotos así, pero fue al reunir las suyas en este libro que Kertész marcó para siempre ese formato. Y así hoy puede competir con otros modelos temáticos de instantáneas como las fotos de boda o de comunión, los selfies, etc. Lo que no es tan habitual es que estén reunidas en un álbum tan bello como Leer. Robert Gurbo, crítico fotográfico, cuenta que durante años Kertész llevó consigo un lápiz del 2 para poder retocar el desvanecimiento de algunas de las imágenes de la edición original de 1971. Es una imagen tan bella la de alguien que reescribe con un papel lo que ya hizo con la cámara, esas fotos de lectores, que no podía terminar de hablar de este libro sin esa imagen. Una imagen, por cierto, hecha con palabras.