"Voy cambiando de libro en libro"
Ariel Magnus
Martes 14 de febrero de 2017
Una entrevista con el autor de Seré breve (Interzona), cuya figura de pensamiento favorita, dirá aquí, es la paradoja. Macedonio Fernández, Juan Filloy, la poesía y el papel de lo lúdico, entre otras cosas, aparecen en esta conversación que mantuvo con Luciano Lamberti.
Por Luciano Lamberti.
Ariel Magnus nació en 1975. Trabajó como periodista en revista Soho, en Gatopardo y en el suplemento “Radar” del Página 12, trabajos que fue dejando para dedicarse de lleno a la escritura y la traducción. Publicó, entre otras, las novelas Sandra (2005), Un chino en bicicleta (premio Norma, 2007), Muñecas (2008), Cartas a mi vecina de arriba (2009) y Cazaviejas (20014), así como la crónica La abuela del 2006.
A finales del año pasado, Magnus editó en Interzona un libro casi programático: Seré breve. En el mismo se propone escribir cien cuentos de cien palabras cada uno. Un ejercicio formal, que implicó la adecuación a límites precisos y definidos en las historias.
En la siguiente (y divertida) conversación telefónica hablamos de su libro, de la función de la literatura, de sus próximos proyectos. También de los libros pirateados. Dijo que cada vez que veía un libro suyo así se sentía “muy orgulloso”. Que algunos amigos suyos se quejaban, pero había que tomarse el trabajo para piratear un libro y eso le encantaba.
―En este libro trabajaste con un esquema muy cerrado, a la manera de un soneto, ¿te interesa que funcionen así los cuentos?
―Bueno, qué más me gustaría a mí, o a cualquier escritor, que sus cuentos, o toda su obra, se lea como poesía, ¿no? Yo tengo un gran respeto por la poesía, y quisiera que los cuentos se lean de a uno o de a dos, después se piensen, después se vuelvan a leer. Es lo que uno quisiera, pero el lector hace lo que quiere y después viene y te dice "Me lo leí de una sentada" y cosas así.
―¿Escribiste poesía alguna vez?
―Muy poco, al comienzo, y después la dejé porque me parecía que me quedaba grande. Yo tengo un gran respeto por la poesía, pero no la leo. La tengo como materia pendiente para cuando me jubile, ponele, que es como decir: nunca.
―En el trabajo de escribir historias cortas, ¿hay una referencia a alguna tradición, como la de Kawabata con sus Historias de la palma de la mano?
―No, para nada. La verdad es que de literatura japonesa sé muy poco. Todos me suenan igual. La literatura china sí, pero la japonesa... no sé. Hace poco un amigo me regaló la biblioteca de la abuela, que era amante de esa literatura, así que ahora tengo un montón de esos libros, y cada tanto los hojeo y me parece un horror. O me aburro o sufro. Es todo muy sádico.
―¿Y qué escritores tenés como referencia?
―A mí me gusta mucho la literatura inglesa, como Lewis Carroll. La literatura norteamericana no, no me atrae para nada. Pero la idea lúdica de la literatura me gusta mucho. Por ejemplo: de los escritores argentinos tengo una verdadera devoción por Macedonio Fernández. Llegué a él, como todos, después de leer a Borges y a Cortázar. La idea de escribir una novela hecha enteramente de prólogos, por ejemplo, me encanta.
―¿Tu idea de la literatura es el trabajo con la forma, entonces?
―Yo voy cambiando de libro en libro. Me gusta eso. Y sí, para historia yo voy a ver una película. Ojo, hay libros clásicos con historia que me encantan, pero prefiero el juego formal, por lo menos en lo que hago yo.
―¿Y cómo fue el proceso de producción de este libro?
―Yo siempre pienso en términos de libro. No de cuentos, no de cosas separadas, sino de libro. De algo que tenga un orden, una serie. Si escribo un cuento sobre una puerta enseguida pienso en una trilogía sobre puertas. A muchas de estas historias las tenía escritas en forma de apuntes, que fui recolectando a lo largo de los años. Pero cuando tuve la idea, me senté y lo escribí de un tirón.
―Hay un recurso repetido que es el de usar la letra M como personaje. ¿Es un juego con la autobiografía? ¿Te interesa la llamada literatura del yo?
―En relación a la primera pregunta, en realidad la M. de la que hablás, tiene una historia. Yo a muchos de estos cuentos lo escribí en Alemania, y en alemán mensch significa “persona”, como una fórmula que usan en alemán para decir, bueno, el ente que hizo tal cosa. En mi interior remite a eso. Después pasó a llamarse “Gálvez”, como un nombre genérico, y después, por recomendación de Guido, mi editor, se lo cambié a M. Pero no es necesariamente autobiográfico, aunque son historias que podrían haberme sucedido. Qué sé yo, tendría que ver cada cuento para decirte. Y sobre la segunda pregunta, a mí no me interesa para nada la literatura del yo. Aunque por ejemplo ahora estoy escribiendo la biografía de Filloy, me doy cuenta de cuánto influye la persona en lo que se escribe. Pero a mí me interesan mucho más lo inventos que la condición de “real”. Que sea real me produce como una disforia. Me parece que le quita encanto, o encantamiento. La literatura del yo no me interesa para nada, pero a la vez la practico. Yo publiqué un libro que se llama La abuela, que es sobre mi abuela que es sobreviviente de Auschwitz, la entrevisté. Pero es una crónica. No es una novela. Ahora el próximo libro que va a salir es sobre mi abuelo, y está el “yo” ahí. Pero a la vez toda esa movida no me interesa. Cuando abro un libro y veo que cuenta su vida, empezamos mal. Salvo que seas, Limonov, ponele, que tengas una historia increíble.
―Contame más sobre la biografía de Juan Filloy.
―La biografía va a salir a mediados de año, creo. Estoy trabajando con entrevistas pero sobre todo con sus papeles. Me interesan mucho más lo papeles que las personas. Las personas te cuentan cosas, inventan, se hacen los interesantes. En cambio los papeles están ahí, y es lo que vale. Él dejó mucho material inédito. Y yo tuve acceso a eso en Río Cuarto. Me gusta mucho más dejarme engañar por el escritor que por las personas que lo rodearon. Me interesa además la figura de Filloy porque es alejada para mí. De Córdoba no conozco el mundillo, no tengo nada que ver con eso. Soy completamente ajeno a él. Y llego desde la pura admiración por su obra.
―Me parece que hay una percepción ácida del mundillo literario en tu libro.
―Mi relación con el campo literaria es lejana, creo. Pero somos pocos, no hay forma de que enseguida no conozcas a mucha gente. Pero no soy de cultivarlo mucho, tengo algunos amigos, pero son los que me caen bien. Por otro lado lo que hago ahí es el gesto clásico de burlarme de los escritores, como me burlo de los judíos y lo haré con los pelados alguna vez. No es burlarme del mundillo literario argentino, porque en principio me parece tan pobre que incluso burlarse en pequeño no. Hay gente que lo hace re bien y me cago de risa, pero no quisiera participar de él para burlarme. Las cuestiones referidas al escritor, a que es un engreído, un egocéntrico y un tarado, que lleva una vida de mierda, frustrado, resentido, son de todas las épocas. Es como un inventor, que por un invento buenísimo tiene miles en los que le fue mal, y solamente se acuerda de esos. Es un lugar común, también, para burlarse: para hacer humor también hay que usar esos lugares comunes, para tener ya un lugar construido desde donde moverse.
―¿Puede ser que gran parte de los cuentos funcionen como paradojas?
―Es mi figura de pensamiento favorita. Creo que la paradoja a veces se disfraza de otras cosas. Tampoco es que hay tantas figuras de pensamiento. La exageración también termina siendo una forma de paradoja. La minimización, ni hablar. El absurdo... ¿cuántos absurdos hay que no puedas reducir a paradojas? Estoy diciendo porque me parece un empobrecimiento que todo se pueda reducir a paradoja y a la vez es una de las figuras más ricas de esta clase de literatura. Lo que me gustaría pensar es que la paradoja es el principio del texto y no el final. No digo que pase pero lo que me gustaría que pase es que, como naturalmente cada cosa que pienso la llevo a su extremo paradójico me gusta que eso sea el principio, porque si no se convierte siempre en lo mismo, te basta pensar lo contrario y chau. La idea es un libro que contenga su tesis y su antítesis.