"En la Argentina no sobra ninguna editorial y ninguna hace falta"
Por Damián Ríos
Miércoles 17 de octubre de 2018
"Aunque una más no vendría mal", agrega el poeta y editor de Blatt & Ríos en esta nueva y luminosa columna sobre la edición, tarea noble y generosa con larga tradición en el país. Un texto que también es un llamado a los jóvenes editores: "Nos reproducimos sin pausa y sin final, hasta editarlo todo, incluso lo que está buenísimo y todavía no se escribió".
Por Damián Ríos.
Los editores en la Argentina somos, con excepciones honrosas, los malos estudiantes; los que escribimos uno o dos libros y nos fue más o menos bien, pero tampoco nos entusiasmamos. Nos quedaron largas horas perdidas en mesas de café hablando de libros con grandes escritores y escritoras; nos quedaron materias cursadas con los mejores profesores, nos quedaron novios y novias con un gusto exquisito. De los saberes de los poetas nos quedamos con todo: su tráfico de libros, sus lecturas secretas, sus oídos descomunales. Aburridos de cursar, nos quedamos en el patio de la facultad y tejimos los primeros contactos; alguien nos pasó el teléfono de algún imprentero; por supuesto, el tiempo perdido nos regaló amigos en todas las librerías: así armamos la cadena virtuosa del libro. Seguimos escribiendo, lo que nos permite seguir en contacto con nuestros amigos que escriben mejor que nosotros y entonces vamos armando el catálogo en base a afinidades. De nuestros amigos y amigas que escriben mejor lo sabemos todo: qué libros les gustan, qué autores, cómo están con sus parejas, cómo están con sus trabajos, adónde se van de vacaciones, qué están escribiendo. Con esos saberes competimos en paridad con las multinacionales; no tenemos billetera, tenemos mucha información.
Leemos, algunos decentemente, dos o tres idiomas, y los que no los leemos, tenemos amigos traductores, a quienes conocimos en librerías y bares y en quienes confiamos ciegamente, y con el tiempo desarrollamos un ojo, un olfato: oficio. Como escribió el grandísimo Alberto Laiseca: mentimos todo el tiempo, sabemos que los libros que editamos no se van a agotar, salvo algún milagro que de vez en cuando sucede, y así refinanciamos nuestras deudas con los amigos imprenteros, ellos también siempre al borde de la quiebra como nosotros.
Sabemos que el libro es un aparato perfecto: se usa leyendo de izquierda a derecha, grande el nombre del autor y claro el título, solapa precisa, página de cortesía, portadillas, legales y el texto hasta el final, sin viudas ni huérfanas, pie de imprenta y contratapa bien escrita. No puede fallar y no falla. Los diseñadores nos vienen con ideas geniales, geniales de verdad, pero optamos por lo seguro: el tapista no va a poder hacer esa tapa que tan bien luce en la pantalla, vayamos por el plan B, nosotros mismos somos nuestro plan B. De ser malos alumnos y escritores más o menos a la edición hay un paso.
En la Argentina no sobra ninguna editorial y ninguna hace falta, aunque una más no vendría mal, porque hay suficientes editores, y hay suficientes editores porque en la Argentina hay universidad pública y gratuita y de tanta calidad, pero tanta, que incluso sus estudiantes más o menos pueden convertirse en excelentes editores. Amamos los libros, por eso los hacemos y los hacemos bien y hasta muy bien. Sabemos que editar es compartir lecturas, acaso la más compleja forma de compartir, pero nos tiene que funcionar el negocio para seguir compartiendo. Enseguida nos hacemos de un amigo que sepa de números y ya tenemos el equipo completo. Alguno que le guste la gramática corrige, o si no corregimos nosotros mismos y tenemos amigos y amigas periodistas. Tenemos todo. ¿Hacemos 1000 o 1500 de nuestra próxima novedad? Hacemos 2000 y lo ponemos más barato así los estudiantes se lo pueden comprar y formamos nuevos editores y nos reproducimos sin pausa y sin final, hasta editarlo todo, incluso lo que está buenísimo y todavía no se escribió.