“Valoro mucho la vocación panhispánica de Alfaguara”
Claudia Piñeiro y Julia Saltzmann trabajando en las galeras de Una suerte pequeña
Entrevista a Julia Saltzmann
Jueves 03 de marzo de 2016
Entre 2003 y 2015, Julia Saltzmann fue la directora editorial de Alfaguara. Habló de sus comienzos, sus maestros, su experiencia en un grupo editorial, sus intereses y búsquedas como lectora y editora. “Que los financieros empiecen a tener el poder de decisión sobre lo que se va a publicar significa el fin de una editorial”, dijo.
Por Patricio Zunini.
“Fui criada entre libros y fui criada por los libros”. Los padres de Julia Saltzmann eran profesores de Filosofía: de izquierda, ateos, sartreanos. Los atravesó el mayo francés, el psicoanálisis, la guerra de Vietnam. La madre tenía como modelo a Simone de Beauvoir. “No tuve una familia amparadora”, dice, “pero me dieron una visión crítica del mundo, que en aquella época desembocó naturalmente en la militancia”, dice. Cuando Onganía llegó al poder, los padres, como muchos otros docentes de la Universidad del Litoral, en Rosario, renunciaron. Y la madre, tras la separación, llegó a Buenos Aires con sus dos hijas y consiguió un trabajo para Ediciones de la Flor: la situación económica no era fácil y Julia, lectora precoz, la ayudaba en la corrección de pruebas de galeras. Así, a los 9 años, comenzó la relación de Julia Saltzmann con la literatura.
—Me criaron los libros porque en ellos encontré mis modelos, mis valores —dice—. Me la pasaba leyendo. Necesitaba algo sólido que no encontraba en la vida «real», cotidiana. Los libros sí me lo dieron y así surgió ese amor temprano y permanente que moldeó mi vida. Y si me busqué esta profesión fue para poder seguir leyendo.
Entre 2003 y 2015, Julia Saltzmann fue directora editorial de Alfaguara. Una de las personalidades más relevantes a la vez que con más bajo perfil de las letras argentinas. Dice Claudia Piñeiro, que trabajó sus novelas con ella: “Julia es una editora que se sienta a tu lado a trabajar el texto con vos como si fuera suyo. Lee con minuciosidad, propone, escucha, insiste cuando cree que el texto mejorará con su sugerencia pero respeta y acepta la decisión del escritor. Tiene un compromiso con el trabajo extraordinario, artesanal, dedicado y amoroso. Un lujo.”
La entrevista que aquí publicamos fue hecha en el marco del dossier sobre edición en la Argentina, algunos meses después de que dejara su puesto, cuando Alfaguara había dejado de pertenecer al grupo Santillana y había sido adquirida por Penguin Random House. “Creo que la dejo con un catálogo sólido, con toda la obra de Cortázar en ediciones definitivas, con una muy buena coordinación con las casas de otros países y, ¿por qué no?, lista para los cambios que lleguen”, le decía Saltzmann a Alejandra Laurencich en el último número de la revista La Balandra.
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—A los 15 años empecé a trabajar en una librería, en Flores, cuando estaba en el colegio secundario, y después en Librería Norte cuando estaba en la universidad. Valoro mucho el trato que tuve allí con Héctor Yánover, que me recomendó autores y, sobre todo, pude comprender, aun en sus contradicciones, su compromiso vital con la poesía. Me gustó mucho trabajar en librerías porque podía leer en los ratos en que no había clientes y podía recomendar cuando sí había. Me ayudó a tener la apertura necesaria para ver que a la gente le gustan libros muy distintos por motivos muy diferentes. Estaba el cliente que era de dueño de Frávega y que se llevaba una pila de bestsellers para leer el fin de semana en la quinta, y estaba el psicoanalista, y el ama de casa, y el poeta.
—¿Dónde empezaste a trabajar en edición?
—Me formé en el Centro Editor de América Latina. Era, según la estructura que había en esa editorial, “secretaria de colección”. Cada colección funcionaba con un director, que tomaba las decisiones y elegía los títulos, y un secretario, que hacía el trabajo de seguimiento y pre producción. Fue un buen fogueo por la cantidad de libros que hacíamos, y ese trabajo no sólo me formó en el oficio, sino que me puso en contacto con los intelectuales más relevantes de la época. Había un altísimo concepto del libro y de la función que cumplía. El lema de la editorial era “Más libros para más”. El trabajo editorial se entendía como un servicio. El libro no se hacía para ganar plata, porque todo lo que entraba se usaba para hacer más libros. Por supuesto que eso también tenía su contracara, pero yo me sentía a gusto siendo parte de una causa.
—Hay una idea sobre la intervención política de los libros que a lo largo de los años se fue perdiendo en pos de un espíritu económico.
—Bueno, no hay que idealizar tampoco. Existía también en aquella época el editor mezquino e inescrupuloso que lo único que pretendía era obtener una ganancia y entonces no respetaba los derechos de autor, imprimía con la misma película hasta que ya no se leía nada, etc. Pero en el CEAL había esa idea de “misión” (un término que después, con el neoliberalismo, se estereotipó y perdió el sentido aunque figurara en las presentaciones de todas las empresas). Y qué decir de los directores de las editoriales, imaginate a Boris Spivacow en uno de esos departamentos viejos amueblados muy humildemente, primero en la calle Cangallo —como se llamaba Perón en aquella época—, después en esos departamentos hermosísimos de la Avenida de Mayo pero muy venidos a menos, caminando desde su casa en Barrio Norte y preguntando en cada quiosco cuánto se había vendido, anotando todo en un bloccito de papel cuadriculado con birome, con los codos del pulóver todos rotos. Es una imagen que ya no se podría ver en un gerente de una gran editorial. Y fue el editor más grande que tuvimos.
» Otro trabajo que me aportó mucho y que marcó la historia editorial argentina fue Libros del Quirquincho, en los años 80, con la recuperación de la democracia. Del catálogo que hizo Graciela Montes salió muchísimo de lo que es hoy la literatura infantil argentina. Últimamente empezó a haber cierta renovación, pero si uno mira los catálogos de los años 90 y 2000, todos los autores salieron de allí. Fue un gran proyecto porque tenía una mística, una razón de ser editorial y política. Eran libros valiosísimos no sólo de ficción sino también de no ficción, de divulgación, que no es algo que acá se dé con facilidad. Había un gran esmero por la transmisión de ideas. Podría citar la colección de historia argentina que se hizo narrada por Graciela Montes con el soporte de Luis Alberto Romero.
» Cuando salí de Libros del Quirquincho estuve en otras editoriales y después empecé a trabajar para Planeta. Hasta entonces yo había participado en proyectos dirigidos por líderes muy importantes como Boris Spivacow y Graciela Montes; en Planeta era distinto. Buscaban cualquier libro que vendiera. Ya eran los 90 y todo empezaba a ser diferente. Yo no era de planta, pero iba todos los días. Fue la primera vez que me asomé a una multinacional. Me dio fogueo y también la posibilidad de pasar del trabajo más técnico a elaborar proyectos, en este caso de no ficción en una línea bastante popular que tenía Planeta.
—En los 90, las editoriales argentinas perdían con las importaciones: ¿por dónde pasaba la pelea?
—En aquel momento yo todavía estaba del lado del oficio, no me había enfocado hacia el mercado. Ese descubrimiento lo hice un poco más tarde. Seguía muy pegada al trabajo artesanal de hacer libros, aunque me daba cuenta de las limitaciones que tenía desde el punto de vista de los ingresos. Entonces pasó algo muy curioso; a veces la casualidad o la suerte te ayuda: leí en el diario que Grijalbo se venía a instalar a la Argentina. Yo conocía la editorial porque habían editado todos los libros marxistas que estaban en mi casa y ahora volvía al país. Y enseguida se produjo la fusión con Mondadori, que aportaba una colección de ficción excelente. Me fijé en el diario dónde quedaba la oficina, fui y les dije que quería trabajar para ellos. Fue una editora española la que me tomó. Pienso que si no hubiera sido así, hubiera sido muy difícil para mí dar el salto del oficio a tomar decisiones. En esa época el editor venía más bien del periodismo o del marketing, era muy difícil encontrar un editor que viniera de la profesión. Yo tenía ya 39 o 40 años. Me propusieron que elaborara una serie de proyectos editoriales de ficción y no ficción, les gustaron y me tomaron. Para mí fue un salto que afectaba la vida cotidiana. Empecé a trabajar lejos de casa en forma permanente, con horarios muy largos, tenía una responsabilidad que no tenía que ver con la factura de cada libro. Hasta ese entonces yo había sido responsable de lo que estaba en mi mesa; a partir de ahí tenía una responsabilidad sobre todos los libros, sobre mi fondo editorial y sus resultados. Estoy muy contenta de haber podido elegir y haber publicado a Hebe Uhart, a Fogwill. También publiqué libros de no ficción a los que les fue más o menos bien. Ahí fue cuando empecé a estar más atenta al mercado.
—Y llegó el 2001.
—Y llegó el 2001. Ese año tuvo lugar la fusión con Sudamericana y, por más que la idea del director general, Riccardo Cavallero, era mantenerme, la crisis se hizo cada vez más violenta y ya no se pudo. Yo tenía 43 años y era la primera vez, desde los 15, que no tenía trabajo. Fue una cosa impensable. Estuve un semestre sin trabajar y en el segundo semestre de 2002 me cayó encima todo el trabajo que había buscado en 2001. En abril de 2003 me llamó Fernando Esteves para trabajar en Alfaguara, porque la subdirectora editorial, María Fasce, se iba a vivir a España. Ahí fue cuando realmente tuve que aprender el negocio. Por más que mi función era diseñar y ejecutar el plan editorial, tenía por supuesto una responsabilidad sobre lo que se vendía y me involucré en todos los aspectos de la publicación. Fue una época de grandes aprendizajes, pero uno de los más grandes, de una riqueza para siempre, fue el gran contacto que me dio con los escritores de mi lengua. Por mi formación lectora y por los hábitos que mantuve, soy muy apegada a la lengua castellana. Pero el trabajo en Alfaguara fue como un renacimiento. Descubrir a un escritor como Fernando Vallejo, por ejemplo, fue una riqueza total. Y no sólo se trataba de descubrir la literatura, si no también descubrir otras realidades, las especificidades culturales de cada país. Valoro mucho la vocación panhispánica de Alfaguara.
—¿Alfaguara cambión tu forma de editar?
—Alfaguara tiene una historia de 50 años y esa historia tiene muchos vaivenes y fluctuaciones. Yo quise primero entender de dónde venía, qué significaba su prestigio y cómo era la política de autor que la caracterizaba. Creo que las ideas que dieron forma al sello fueron muy válidas y yo no quería que se bastardearan de acuerdo a cómo iba el negocio. Quise siempre que Alfaguara siguiera siendo una editorial. En los últimos años, sobre todo, cuando empezó a cotizar en Bolsa, cuando murieron los Polanco, las cosas fueron cambiando.
—¿Que siguiera siendo una editorial en contraposición a convertirse en una empresa?
—No, que fuera una empresa. Me importa mucho que se vendan los libros. No me gustaría trabajar en algo que no tenga ninguna raigambre en lo concreto. Si los libros se venden, circulan y se les da valor; yo quiero que se vendan. Pero quería que siguiera siendo una editorial en cuanto a que el libro y las ideas siguieran siendo el tronco central de la actividad. Me sorprendí muchísimo cuando empecé a trabajar en Santillana y vi que todos se comunicaban por correo electrónico. Me parecía rarísimo que la gente no se levantara del escritorio para charlar de una tapa o de un libro. Una editorial tiene que ver con eso, con la gente que viene de afuera y se queda un rato.
» Cuando llegué, Alfaguara era una editorial muy arraigada en la lengua española, y menos fuerte en la parte de traducción. Por más que en la época de Jaime Salinas se tradujo a muchísimos autores, también hubo épocas malas en las que se perdieron derechos de obras fundamentales. A veces la presión por la facturación trae muchos perjuicios a largo plazo. Y luego estaban los otros grandes problemas de Alfaguara que reconozco que no pude solucionar y que ojalá en esta etapa sí se pueda. Como es un catálogo tan grande y los autores no se van —es más: se van y vuelven—, es muy difícil mantener vigente un fondo así, y a la vez ser una editorial que continúe viva y contrate autores nuevos. De golpe hay autores que son excelentísimos, por ejemplo Michel Tournier o Thomas Bernhard, pero cuesta mucho tener todos los títulos disponibles. Hay que moverse dentro de los límites de las posibilidades de inversión y de manejo de un catálogo gigante.
—¿Cuántos libros sacabas por mes: 20, 25?
—Eso entre todos los sellos. En Alfaguara sacaba más o menos 50 títulos al año.
—Bueno, a 50 títulos por año, en 50 años son 2500 títulos.
—No: eso sólo en Argentina. Pensá en todos los demás países. Un problema que siempre fue un desvelo de Alfaguara fue cómo hacer para que los autores circularan, para que los libros viajen. Se hicieron muchos intentos. El ebook tal vez viene a solucionar eso.
—Es frecuente que autores uruguayos que publica Alfaguara y no lleguen a la Argentina y viceversa, como si cada sede de Alfaguara fuera un sello pequeño independiente.
—Si empezás a ver cuántos libros saca Argentina, cuántos libros saca México, cuántos España: hacer circular todo ese fondo en libros físicos sería imposible. Esa es la contrapartida de ser global y ser grande. Es una gran contradicción.
—¿Cuando sacás un libro apostás por el mercado local?
—Hay autores que se globalizan solos, porque cuando los editores de las otras casas ven que un autor se vende mucho en un país empiezan a prestarle atención. Vender mucho es hacerse muy conocido, y así comienzan las invitaciones y los viajes que signan la vida actual de los escritores, y van creando mercado. Hay otros autores que tenés que empujar, convenciendo a tus colegas de que valen. Hay autores valiosísimos que no han circulado; considero que esos son fracasos de Alfaguara. Pero también hay muchísimos autores que dimos a conocer.
—El editor independiente lee muchísimos manuscritos que después no va a publicar: ¿a vos te pasaba lo mismo o tenías lectores?
—Yo tenía lectores, pero también leía. Iba administrando eso como podía. Era una lucha sin cuartel entre la lectura y la gestión.
—¿Qué buscás como editora en una lectura?
—Hay textos que te convocan, que tienen una fuerza determinada. Lo primero que espero es que el escritor tenga un dominio privilegiado de su herramienta. No es que tenga que ser necesariamente un estilista, pero el gozo que te da la lengua no se puede resignar. Esa es la gran maravilla de la lectura. Y también que te pueda transportar. Que sientas que te atrapó, que estás ahí, que te mostró un mundo. Un territorio en el que entrás, abandonando tu propia realidad o encontrándote más profundamente. Busco una diferencia, un asombro, algo que te conmueva, algo que sientas muy auténtico, algo que pugna por ser.
—En la respuesta no me decís nada que tenga que ver con el mercado.
—Pero tiene que ver porque pienso que yo puedo leer como otros o que otros pueden leer como yo. Por ejemplo: el caso de Pablo Ramos. A Pablo Ramos me lo recomendó Liliana Heker, porque era alumno de su taller. Yo tenía el manuscrito de El origen de la tristeza, que en ese entonces llevaba el título “El estaño de los peces”. Yo vivía en Belgrano y en esa época Alfaguara estaba en Pompeya. Tenía una hora y pico de viaje en el colectivo 44; yo me leía todo en el 44. Me acuerdo muy bien de ir leyendo el manuscrito y de darme cuenta de que un hombre a mi lado estaba enganchado con el libro, esa vacilación que te agarra de dar vuelta o no la página sabiendo que hay alguien que lee con vos. Después me preguntó si yo era la escritora. Si algo me gusta o me conmueve, no creo que vaya a ser la única que reaccione así. No me voy a despegar nunca de mi experiencia de lectora. En ese sentido me siento una catadora, una “nariz”. Otro caso: el de Florencia Bonelli. La contraté cuando estaba en Grijalbo pese a que no es el tipo de literatura que yo leo, pero tenía varios sellos —Literatura Mondadori, Grijalbo, Crítica— y tenía que alimentarlos a todos. De aquellos libros marxistas del origen, Grijalbo había pasado a la autoayuda y a la literatura de entretenimiento, y cuando me cayó el manuscrito de Florencia Bonelli, me di cuenta enseguida de que era una narradora excepcional para ese género. Más adelante, cuando en Santillana se creó el sello Suma, que era un sello de literatura de género, pensé en ella y se la presenté a Julieta Obedman. Desde ese momento tuvo una carrera vertiginosa. Soy una editora general y creo poder saber cuándo un texto tiene una potencia o un valor más allá de que a mí me interese o no. De la misma manera que sé que hay tipos de texto que no sabría evaluar: los policiales, por ejemplo; no puedo seguir las pistas, no tengo mente deductiva, me olvido de detalles significativos, me voy por otras ramas.
—¿Qué lugar tiene un autor novel en una editorial grande como Alfaguara?
—Ese también era otro de los tironeos. Era difícil; tenía pocas plazas. El plan editorial está hecho con plazas, con cantidades de títulos que uno puede poner porque hay una inversión detrás, una organización de la empresa. Había muy pocas plazas para autores nuevos por tener un catálogo muy grande, y contratábamos sólo uno al año.
—Uno en cincuenta títulos.
—Uno en doce, porque cada mes publicábamos un libro de autor argentino. Yo traté de tener a los mejores autores de cada generación. Y que no haya podido incluir muchos jóvenes en el catálogo no quiere decir que no les haya prestado atención. Pese a todo, siempre seguimos leyendo y teníamos carpetas enormes con fichas de todos los que iban publicando en otras editoriales. No me desentendía del asunto, pero le daba el lugar que podía dentro del catálogo. El título de autor nuevo tenía que competir con alguno de Faulkner o de Yourcenar que no estaba disponible, y además tenía que tener siempre un ojo en que los números fueran dando.
—¿Funcionan los nuevos?
—Antonio Santa Ana, que fue mi jefe, me decía que no tenía éxito en la zona de autores nuevos porque publicaba outsiders, porque no le prestaba atención al hecho de que fueran escritores inmersos en una cierta red que los sostuviera. Tenía razón. Pero como yo sabía que en términos económicos no se trataba de una apuesta muy grande, elegía el texto que me parecía mejor.
—¿Qué le representa a un autor que viene publicando en una editorial chica pasar a Alfaguara?
—Muchas veces les representa un gran salto de calidad en la edición de sus libros, una mejora en la distribución y la adquisición de prestigio en ciertos ámbitos, pero todo depende de dónde vengan. También pasa que a menudo una editorial chica puede tener un mayor control y una atención más dirigida.
—¿Por qué Alfaguara venía en debacle?
—Por el cambio de la dirección que se produjo en el grupo Prisa cuando murieron los Polanco y, sumado a la crisis española, los malos negocios que hicieron en otras áreas. Todos los sellos de ediciones generales de Santillana siguieron dando beneficios y tuvieron que aportar al saldo de la gran deuda que tenía Prisa, eran un activo “sano” y por eso al final los vendieron. Todo ese proceso fue muy negativo para Alfaguara, porque se cambiaron muchas cosas, se le pidió al editor que hiciera un montón de trabajo administrativo, lo que redunda en un gran perjuicio del trabajo editorial. Que los financieros empiecen a tener el poder de decisión sobre lo que se va a publicar significa el fin de una editorial. En ese sentido yo quería que se siguieran respetando las decisiones de los editores y que no se pretendiera que el negocio cierre en cada libro, porque si no te restringís totalmente y tenés que publicar a dos o tres autores. Además, hay proyectos que llevan muchísimo trabajo. Te doy un ejemplo de Taurus, puesto que también me ocupaba de ese sello: la biografía de Virginia Woolf de Irene Chikiar Bauer es un libro de entre 800 y 1000 páginas, lleno de notas, con índice onomástico, con fotografías. Hacer un libro de esas características es carísimo. Pero después, el libro tuvo una crítica excelente, se vendió y se empezó a publicar en el resto de los países. Analizando los beneficios que dio ese libro, estoy segura de que al final el número cerró, y nadie lo hubiera dicho. Hay que resguardar tu propia mirada sobre los libros y lo que tiene que cerrar es el conjunto de la gestión. Es cierto que los libros de muchas páginas son gravosos, pero no puede primar ese criterio.
—Vos estuviste en Alfaguara cuando se empezaron a dar los grandes cambios, las fusiones, el cierre de editoriales como Norma.
—Las fusiones comenzaron en los 90, y continúan hasta hoy. Pero como contrapartida nuevas editoriales surgen en todo el mundo con mucha vitalidad, y el proceso es muy interesante porque afecta a lo empresarial, a lo cultural, a la prensa, al gusto del público. Desde hace ya tiempo se volvió a leer literatura argentina y hubo una época en que eran pocos los que lo hacían.
—En los noventa.
—Claro. Por eso, mirado con la perspectiva que dan los años, la actividad editorial es tan asombrosa. Ver cómo se inserta en los cambios del mundo, pero cómo crea sus propios fenómenos. Y a veces es más fácil de observar en momentos de repliegue, como el que me toca hoy, en momentos de pensar cómo seguir.
—¿Poniendo una editorial propia?
—Por ahora, tomándome tiempo, mientras sigo colaborando con Alfaguara, ya que tengo una memoria del sello que resulta útil. Tengo ideas, algunas más sensatas que otras, pero siempre en torno al libro.
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