“No te metas con mi bar”
Por Maximiliano Barrientos
Miércoles 23 de noviembre de 2016
The Drop explora un tema trillado en la narrativa y en el cine norteamericano, pero lo hace de forma muy fina: el hombre común y las cosas que hace cuando es llevado a extremos.
Por Maximiliano Barrientos.
Volví a ver The Drop, esa cinta escrita por Dennis Lehane, basada en uno de sus cuentos, “Animal Rescue”, y dirigida por el belga Michaël R. Roskam. Desde su estreno en 2014, con esta ya son tres veces que la veo. Me gusta la poca pretensión que tiene, pero al mismo tiempo me impresiona lo que logra con eso. Una historia que se sostiene en sólidos personajes: no recurre a trucos, no los precisa.
Un bar designado por la mafia chechena para recolectar el dinero sucio de la ciudad. Cousin Marv (James Gandolfini, la última película en la que apareció el gran Gandolfini), el ex dueño convertido en vasallo de la mafia, se venga de quienes ocho años atrás usurparon su antro, y comete un auto-robo. Las cosas se ensucian, devienen en un espiral de errores que termina en sangre. El bartender es Bob Saginowski (Tom Hardy), un sujeto tímido, que pasa desapercibido, pero que alberga un pasado truculento. Queda atrapado en la tormenta. Esa es una de las líneas argumentales, la gruesa, la explícita. Hay otra.
Maravillosa la vulnerabilidad de Bob –quizás Hardy sea uno de los grandes actores de su generación por películas como esta–, pero también su imprevisibilidad: hasta dónde llega por proteger a lo que ama –un perro y una chica con la que lo une algo que ni siquiera califica como amistad–. The Drop explora un tema trillado en la narrativa y en el cine norteamericano, pero lo hace de forma muy fina: el hombre común y las cosas que hace cuando es llevado a extremos. ¿Cuántas películas responden a esta consigna? La primera que se me viene a la mente es Straw Dogs, de Sam Peckinpah, el poeta de la violencia, un director al que le debemos tantos momentos maravillosos.
Otro tema, también muy americano, es la identidad: ¿quién era realmente Bob Saginowski? ¿Quién se escondía bajo esa fachada de hombre sumiso que sólo cumplía con su trabajo? Esto me parece significativo: camuflarse bajo la máscara del oficio es una de las grandes formas de huir sin recorrer un solo kilómetro, huir sin salir del barrio donde se nació. Quizás esa sea una de las lecciones del capitalismo tardío: no necesitamos las autopistas de Jack Kerouac para desaparecer, sólo se precisa ser lo más funcional posible, hasta robotizarse, hasta adormecer los demonios.
Condescendiente con los borrachos, regala tragos, cumple las órdenes de Cousin Marv, hasta que una noche encuentra un cachorro malherido en la basura y conoce a una mujer, y luego al ex novio trastornado que tenía la mujer: el dueño del perro, el responsable de atormentarlo, de haberlo dejado en ese estado. Bob llega a un punto límite. La película en realidad trata de ese escalonamiento, ahí la segunda historia.
El desenlace de las dos ocurre en simultáneo, en un momento en que la tensión es sublime. En ese sentido es algo esquemática, pero eso no le resta contundencia. Entre una mala obra experimental y una sólida obra convencional, yo siempre escojo la segunda.
El perro, un cachorro malherido de pit bull al que llaman Rocco, es una metáfora de Bob Saginowski, pero no resulta forzada. Está trabajada tan sutilmente que en manos de un director menos agudo que Roskam –es su segunda película y la primera en inglés– resultaría un desagravio.
Todos los personajes son hombres, a excepción de la mujer que conoce Bob, Nadia Dunn, papel interpretado por la magnífica Noomi Rapace (Prometheus). The Drop parece una película de los 70, le vale un carajo la corrección política, por eso hay algo tan vivo en su realismo, algo que recuerda a cintas como Thief (Michael Mann). “Se consigue un perro y Bob se vuelve un imán de cochos”, dice Cousin Marv a los comensales del bar.
Hay una épica del barrio, pero no se la aborda desde la idealización romántica, como hace Coppola en Rumble Fish. El bar juega un rol preponderante, es una especie de santuario, un refugio que es protegido por esa pequeña comunidad de bebedores. “Esos hogares contra el hogar”, como los califica María Moreno. “No te metas con mi bar”, le dice uno de ellos a un detective que trata desenterrar una historia de violencia ocurrida años atrás.
Las películas de bares de mala muerte, aquellos que en Estados Unidos reciben el nombre de ‘dive bars’, podrían ser un sub género: pienso, por dar un ejemplo, en la conmovedora opera prima de Steve Buscemi, Trees Lounge, que fue una de las influencias de The Sopranos, y que suele quedar al margen de los radares cinéfilos. ¿Alguna vez han aparecido perdedores tan hermosos como los que brillan en esa película? No lo creo.
En The Drop la calle habla a través de las locaciones y de los personajes, así como también habla a través de los libros de Lehane y de Price, dos escritores a los que se suele asociar desde que colaboraron en The Wire. Hermanados por afinidades artísticas, por una sensibilidad parecida, por explorar un mismo tipo de realismo. En mi biblioteca sus libros están juntos, comparten el mismo estante.
“Hay pecados de los que nunca podés recuperarte, no importa lo mucho que te esforcés”, reflexiona Bob a minutos del final, mientras aguarda en su camioneta sin decidirse a entrar en su casa, tras haber cometido algo de lo que no hay vuelta atrás. “Es como si el diablo esperase a que tu cuerpo se apague, a que ceda, porque él sabe que ya es dueño de tu alma. Pero luego pienso que tal vez el diablo no existe. Morís y Dios te dice no, no podés entrar. Tenés que irte, irte muy lejos, y tenés que estar solo”.