Columnas

¿Cuánto se tarda en leer un libro?

Las ratas y la paloma

¿Desde qué momento se puede decir que se ha terminado de leer un libro? Andrés Hax y la crónica de una invasión doméstica, mientras descubre que en el recuerdo activo de una lectura todavía se están pasando las hojas de los libros de nuestro pasado lector.

Por Andrés Hax.

 

La respuesta más obvia es: tanto como se tarde en ir desde la primera página hasta la última, cuando se cierra el libro. Pero también cuando se lo relee. Y también, tal vez, cuando se lo baja de un estante y se vuelven a leer los subrayados o cualquier página al azar. Aunque, ¿no hay ciertos libros que, aun después de leerlos y releerlos, se siguen leyendo? Incluso después de haber dejado de pensar en ellos.

Voy a dar un ejemplo para ilustrar mejor esta idea. Es un paréntesis un tanto largo. Ténganme paciencia.

 

Hace dos semanas, súbitamente, tuve una invasión de ratas en el departamento que comparto con mi pareja y mi hijo de casi ocho años. Empezó así: por un desperfecto en una cañería que estaba inundando el departamento de la vecina de abajo, el consorcio tuvo que entrar con urgencia a mi cuartito. Ahí tengo un escritorio mínimo y una biblioteca en ángulo recto sobre dos paredes de piso a techo, donde los libros entran de a tres tomos a profundidad. Más que una biblioteca es un depósito de libros.

También allí, almacenados con la precisión de un juego de Tetris perfectamente ejecutado, guardaba cajas de archivo con viejos papeles personales: cuadernos, artículos de diarios, cartas, postales, fotos, boletos de subte de países extranjeros, casetes de VHS, etcétera. Todo eso tuvo que irse con gran rapidez. Los contenidos se mudaron al comedor y la mesa se convirtió en una torre de libros, sus pisos alrededores en maqueta de una ciudad caótica medieval.

Los trabajadores perforaron la pared abriendo un tajo que mostraba las cañerías defectuosas. Las arreglaron, pero se fueron sin tapar el agujero. “Mañana volvemos”, dijeron.

Ese largo mañana aun no ha llegado. Por la perforación salía una fría y fétida brisa continua. Se podían espiar, oscuramente, nueve pisos hacia abajo. El sórdido y misterioso hueco daba un vértigo perversamente agradable al contemplarlo. Pero por esa grieta después nos íbamos a enterar entraron ratas. Y las ratas son brillantes, excelsos antagonistas del hombre que se cree, equivocadamente, el súmmum de todos los animales.

En estos días he llegado a pensar que las ratas, a su manera, son mucho más inteligentes que nosotros. Velozmente se hicieron de dos nidos. Uno en la cocina, a centímetros debajo de la hornalla donde cocinamos nuestra simple cena todas las noches, y otro en el piano, pasado onerosamente de generación a generación en la familia de mi esposa. La del piano, después supimos, era hembra y estaba embrazada. Fue bestialmente asesinada por la pisada de un exterminador que la sacó del instrumento tocando una pieza digna de un Schoenberg con demencia precoz. Su pareja –la del horno– encontró una fuente inagotable de alimento en la bolsa tamaño jumbo del perro. También fue eliminada con métodos violentos y primitivos (persecución y golpe seco).

 

Bien tratado, hay material aquí para una breve novela con los pequeños dramas domésticos que nos están provocando las ratas. Pero, a los propósitos de este artículo, quisiera mencionar solamente una cosa. Las ratas me dieron un profundo asco. Se usa mucho la palabra asco, pero hasta que se lo siente de verdad no se cae en la cuenta de que se la ha estado usando mal.

En este caso, la principal causa del asco fue saber que estaba cocinando a centímetros del nido. El exterminador me contó que el calor no las afecta por el aislamiento térmico del dispositivo. Y por las condiciones de resistencia que tiene la rata misma.

El asco también estaba vinculado a un pequeño terror: el terror de que las ratas –a pesar de que el exterminador garantizó haberlas expulsado a todas de mi hogar– estaban ahí. E iban a estar ahí siempre.

La primera noche libre de ratas me desperté a eso de las tres de la mañana –como es mi sórdida costumbre– y me fui a la cocina a buscar restos de la cena (muy de rata mi comportamiento, ahora que lo pienso, escurriéndome por la oscuridad de los pasillos mientras que los demás dormían para ir a comer algo, lo que sea, a escondidas). Con una porción de milanesa de pollo en mis mandíbulas escuché, de repente, una nota del piano, tocada muy fuerte. Escupí la carne y me fui al living. Prendí la luz. Alcé la tapa del piano.

Rata.

Al día siguiente descubrí que mi metáfora cursi sobre la ciudad con torres hechas de libros en la mesa del comedor, y la ciudad medieval de cajas de archivos sobre el piso, era una realidad. El meo y la materia fecal demostró que las ratas se habían adueñado de estos lugares también.

¡RATAS!

Sobran decenas de detalles por contar y la lucha sigue, sin tregua. Las ratas adoptando tácticas guerrilleras y yo, como un desgraciado, terciarizando mis matanzas con asesinos a sueldo. Ahora soy un hombre que vive con ratas.

Acá es cuando volvemos al principio. Una de mis novelas favoritas siempre ha sido La paloma, de Patrick Süskind. Es muy corta. Trata de un empleado de seguridad de un banco que tiene una vida mundana. Sigue una serie de rutinas tanto en su casa como en su negocio. Está a punto de jubilarse y a punto, también, de terminar de pagar el pequeño cuarto donde ha vivido por años. Allí, aparte de un catre, una mesa de luz y una pequeña pileta donde lava sus medias y prepara su café matutino, no tiene nada. El baño, que es compartido, está al final de un largo pasillo.

La novela nos da a entender que la vida de este señor es casi como la de un monje Budista, y que una vez que se jubile y logre ser dueño de su cuarto vivirá en una libertad existencial total y absoluta. Pero ocurre lo impensable. Una mañana, en el pasillo, bloqueando el acceso al baño, aparece una paloma. El asco que este animal –del cual no se puede deshacer– le termina destruyendo la vida.

Nunca entendí por qué, aunque leí muchas veces la novela (tiene menos de cien páginas). Me parecía inverosímil. Una afectación del autor para escribir una variante contemporánea de La Metamorfosis, de Kafka.

Ahora sí lo entiendo.

Me gustaría volver a leer La paloma, pero mi ejemplar está perdido en algún lugar del living. Mientras tanto lo leo en mi mente, recordándolo. Entiendo por fin al protagonista de la novela de Patrick Süskind.
Mi casa me da asco. Me escondo en mi cuarto con el perro y no salgo. No confío en la oscuridad, y cada ruido extraño me provoca ganas de vomitar.

No recuerdo cómo termina La paloma. Por allí, después del trabajo, voy a buscarlo en una librería. O por allí, en realidad, no quiero saber cómo termina.

Lo que sí afirmo, sin duda, es que mi recuerdo activo de ese libro es una forma de la lectura. Una que nunca antes había reconocido como real. Y ahora que lo he reconocido puedo reactivar decenas de lecturas pasivas que yacían justo debajo de la superficie de mi conciencia, como la rata debajo de las hornallas.

 

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