Timo Berger: “Traducir siempre es un reto”
Crédito: Guyot / MALBA
Lunes 18 de agosto de 2025
El poeta, traductor y gestor cultural alemán participa de la residencia de escritores extranjeros del MALBA y acaba de volver del Filba Nacional Bahía Blanca.
Por Valeria Tentoni.
“Timo Berger es un poeta de los noventa”, dijo Milton López al presentarlo en la noche de poesía del Filba Bahía Blanca, afiliándolo a una generación clave para la literatura argentina contemporánea. Su hipótesis no parece descabellada: si bien nació en Stuttgart, Alemania, en 1974, en los años noventa Berger llegó a Buenos Aires para estudiar en la Facultad de Filosofía y Letras de calle Puán y mezclarse en la danza poética porteña, donde encontró lecturas, fanzines y una variedad de proyectos independientes en plena ebullición. En los dos mil, regresó: la escena se había solidificado y se encontró con nuevos espacios, editoriales que surgían sobre las ruinas de una economía siempre en la cuerda floja. Florecían proyectos como Belleza y felicidad, VOX o la Cartonera y Timo Berger publicó entonces sus primeras páginas en español, una lengua que aprendió en nuestras tierras.
Tradujo escritores nacionales como Fabián Casas, Martín Gambarotta, Washington Cucurto o Laura Erber, Luis Chaves, Manuel Rivas, Raúl Zurita, Julián Herbert, Pola Oloixarac y Edgardo Cozarinsky. El autor y poeta, también gestor cultural, es el vigésimo autor en participar de la Residencia de Escritores Malba (REM) y acaba de regresar del Filba Nacional en Bahía Blanca. Publicó, entre otros, los libros Hecho en Perú/ La parte mexicana (Editorial Siesta, Berlín, 2025), Extra muros. poemas públicos (Zoográfica, Madrid, 2018), Der Süden (parasitenpresse, Köln, 2014), Microclimas (Editorial Vox, Bahía Blanca/Argentina, 2014) y como compilador El contagio del fuego (3600, La Paz, 2018), El fin de la afirmación. Antología de novísima poesía en lengua alemana (Ediciones VOX/27 Pulqui, Buenos Aires, 2015) y De ahí nomás. Poesía actual de Centroamérica y el Caribe (Ediciones VOX, Bahía Blanca/Argentina, 2014). Es cofundador del Festival Latinale (Berlín) dedicado a la poesía actual latinoamericana, del Festival de Poesía Salida al Mar en Argentina y del festival Barrio|Bairro Berlin que se celebró por primera vez en 2024.
¿Cómo llegaste a Argentina?
La primera vez vine para estudiar literatura latinoamericana en un intercambio académico. Me inscribí en la Universidad de Buenos Aires y a la vez tomé clases de español. Fue una vía bastante común, digamos, aunque había muy pocos extranjeros acá en esa época. Era el uno a uno de Menem: todo muy caro, igual que ahora. Estudiar acá me forzaba a hablar español en el día a día; en otros intercambios, por ejemplo, la gente aprende inglés y con eso lo lleva. En Argentina, sin aprender español no había manera.
¿Y cómo se te ocurrió estudiar y leer literatura latinoamericana?
Mi madre me prestó Cien años de soledad a los quince y ahí empecé a interesarme. Más que nada, me gustaba mucho Cortázar. Después empecé a leer a Onetti, a Roberto Arlt. Me costaba mucho conseguir los libros de Alrt, incluso viajé a otra ciudad para buscar algún ejemplar de Los siete locos en librerías. Esos fueron mis comienzos.
¿Había traducciones disponibles por entonces?
Sí, había. Yo diría que incluso había más traducciones que ahora, porque el boom de la literatura latinoamericana era reciente. Cuando Cortázar publicaba un libro nuevo, era traducido inmediatamente. Lo mismo con Borges. Tradujeron sus poemas, sus ensayos... Otros escritores, quizás más más interesantes dentro del contexto argentino, no eran tan traducidos, como Silvina Ocampo. O Saer. Había muy pocas traducciones de Piglia, que después se tradujo bastante. Al principio, la verdad es que tampoco existía para mí con tanta claridad el objeto de la “literatura argentina”; era simplemente literatura que venía de América Latina, en español. Incluso en portugués. Leía también a Clarice Lispector, por ejemplo, y me gustaba mucho. La leí en traducciones, aunque no había demasiadas. Empecé a interesarme por el español recién cuando estaba buscando novelas de Onetti, las primeras o las últimas, que todavía no estaban traducidas. Traté de leerlas en francés, pero me di cuenta de que tampoco esa era una solución.
Comenzaste leyendo narrativa, aunque hayas escrito y traducido, sobre todo, poesía. Sin embargo, también acabás de publicar un libro de relatos, Una noche con Rother.
La poesía latinoamericana está muy poco traducida, incluso las obras cumbres. Si pensás en Lamborghini o Perlongher, hay muy pocas cosas traducidas de ellos. Entonces sí, claro, la poesía se dio acá, en Argentina. No en la facultad, donde se enseña sobre todo narrativa; quizás en algún momento se cite algún poema de Susana Thénon, por su potencial innovador, pero no mucho más. No se cuenta la historia de la poesía argentina más allá del Martín Fierro. Digamos que toda mi formación en poesía fue en paralelo a la Universidad. Había poetas ahí, pero hacían proyectos underground, fanzines. Conocí a los integrantes de Ediciones Del Diego, que hacían tiradas de veinte ejemplares. Había lecturas de poesía, estaba el grupo Zapatos rojos... Cuando volví, en el 2000, conocí el proyecto Belleza y felicidad. Así me fui conectando, explorando ese mundo.
En el Filba Bahía Blanca, el poeta Milton López te presentó diciendo que sos un poeta de los 90 más, anotándote en la tradición argentina. ¿Cómo lo ves?
Ojalá fuese así, pero no creo... Tuve una especie de formación en poesía en Argentina, eso está claro, pero yo ya había estudiado poesía en la facultad en Alemania. Me acuerdo que hice un curso bastante intensivo sobre Paul Celan, por ejemplo. Además, en la secundaria tuve una profesora que nos enseñaba poesía concreta, poesía visual, etcétera. Así que ya venía con esas lecturas de poesía de habla alemana, y había escrito algún poema para una para la revista escolar. La poesía de los 90 argentina no es un objeto tan claro, por otra parte; tiene ciertos matices y contradicciones, en el fondo mucho no comparten más allá de la contemporaneidad o de alguna publicación, como la revista 18 Whiskys. Cuando llegué, me interesó mucho la fase en la que estaba la poesía aquí, era como volver un poco al pasado, a la época de mis padres, que empezaron a reflexionar sobre lo que pasó en la Segunda Guerra mundial justamente cuando cumplían dieciocho o veinte años. Veinte años después de lo que acá fue la dictadura militar, se producía esta escena. Se fueron traduciendo relatos de los sobrevivientes o de sus hijos en la literatura, y también reconstruyendo un campo poético después de todo lo que pasó. Aparecía otra cosa después de esa poesía que revelaba un compromiso social o político, la de la generación anterior, escritores que o se exiliaron o fueron desaparecidos. Yo veía claramente una especie de abismo ahí, la impresión de que ya no se podía seguir escribiendo como antes. Había que buscar una nueva manera de escribir, un nuevo lenguaje. Eso lo veía un poco en Martín Gambarotta, en Alejandro Rubio, Marina Mariasch, Cecilia Pavón o en Daniel Durand. Realmente había que volver a articularse fuera de los patrones heredados de los 70, o del barroco clásico. No se podía seguir jugando de la misma manera con el lenguaje, como lo hacía Leónidas Lamborghini, por ejemplo, o Perlongher.
Mientras tanto, en Alemania, ¿que estaba pasando en ese plano en la poesía?
Ahí ya se había pasado esa fase de literatura de posguerra. Había una fase de cierta saturación, de escritura pop, que en algún sentido era más frívola. Cierto aire a fin de la historia, fin de la creencia en valores humanistas, ideas que hoy están por todos lados, como la de reemplazar al ser humano por la máquina. Esas fantasías de la inteligencia artificial ya estaban circulando en esa época. Salían los primeros manifiestos cyborg, por ejemplo. Llegaron acá también esas lecturas, pero era otro momento. Acá se trataba de restablecer el tejido social, de restablecer las opciones culturales y de defenderlas. De construir nuevas opciones, como lo hicieron los Poetas Mateístas de Bahía Blanca o el Festival de Poesía en Rosario. Se vivía en un ambiente de reconstrucción y eso me encantó, a pesar de todas las calamidades económicas. Había ese espíritu de no pedir ni esperar nada del Estado, de tratar de ver cómo se construía desde abajo. Esa faceta me fascinó, más allá de la cuestión de cómo indagar el pasado, cómo construir una nueva literatura, si acaso era posible algo así. En Alemania estaba la discusión alrededor del postulado de Adorno, que escribir poesía después de Auschwitz era imposible. Pero igual se escribe. Pienso en Félix Bruzzone o en otros autores que encontraron su propia manera, muy ingeniosa, incluso de tratar el pasado.
¿Empezaste a escribir poemas en Argentina o allá?
Empecé a escribir allá, pero empecé a publicar en Argentina. Mi primera publicación fue con Ediciones Del Diego, una plaqueta. Aunque, en realidad, habíamos hecho una pequeña publicación en Alemania con una gente de la facultad, donde organizábamos lecturas. Hicimos un pequeño librito, en esa cultura de los fanzines, que es mundial. Y había publicado también un relato en una revista, sobre un viaje a Venezuela. Estaba basado en algún mito popular que me contaron. Después empecé a escribir más regularmente poemas.
¿Cómo era escribir poesía en una lengua que no era tu lengua madre?
Algunos editores no querían corregir mis erratas, querían dejarlas tal cual, como parte de la obra. Es raro. A veces puede jugar a tu favor, otras en tu contra. No conocés toda la tradición literaria del otro país, aunque la verdad es que ya leí más libros argentinos en español que en alemán. Pero siempre se te escapan cosas, giros que no tengo presentes, alusiones. No es posible dominar ni siquiera tu propio idioma a la perfección. Nunca he tenido dinero para pagar un corrector de estilo, pero los amigos siempre ayudan; entonces aparece el problema de que si es un peruano, te corrige cosas que un argentino no corregiría, ni un mexicano. A veces esa es la gracia del poema, ese lugar en el que el sentido está fisurado. Cuando venís de otro contexto cultural, te llaman la atención cosas que con tu propio material lingüístico, en tu propio idioma, quizás no notarías.
En el libro Extramuros hablas de descartar una palabra que está fuera de tu tono: “Toma esta palabra / te la regalo / llévatela / no la aguanto más / no está en mi / vocabulario”.
Cuando empezás a estudiar un idioma aparecen siempre instancias en que no entendés. Tenía que preguntar, pedir que me digan lo mismo de otra manera. Cuando llegué a estudiar a Puán, tuve clases con Beatriz Sarlo. Por supuesto, a la segunda semana ya estábamos leyendo a Borges. Yo me la pasaba en la biblioteca, y si veo mi ejemplar viejo, casi todas las palabras están subrayadas, con notas marginales donde anotaba los significados de las palabras. Sarlo se dio cuenta, o alguien le habrá chiflado que había un alemán perdido en su curso. Un día se acercó y me dijo: “Bueno, me dijeron que sos extranjero. Así que el primer parcial lo podés escribir en alemán”. Imagínate eso en una empresa alemana, por ejemplo, mucho menos en una universidad. Yo le pregunté si ella lo iba a poder leer, si sabía leer en alemán. Me respondió que no, pero que alguien de la cátedra se lo iba a traducir. Eso era increíble. Mucha generosidad. Así me fui también acercando a lecturas bastante complicadas.
¿Cuánto tardaste en largarte a escribir en español? ¿Cómo fuiste lográndolo?
La escritura siempre es algo que se quiebra. Nunca sabés si lograste. En esa época, en estos grupos incipientes, amistades que se estaban forjando, con la gente de Del Diego o con Cucurto, que también daba vueltas por ahí y tenía una revista, La novia de Tyson, sentí de alguna manera el impulso. Si estás al borde de la pileta y todos saltan, vos saltás. Empecé con poemas, eran una especie de postales en verso, según alguien dijo. Me esperaban los amigos y las publicaciones... Era un poco eso. En esa época, tenía un carácter lúdico también. No tenía el peso que puede tener hoy en día, que pensás mil veces antes de publicar, cómo puede ser leído, en qué contexto se inscribe. Aquel era un momento mucho más inconsciente. El otro día coincidí en una lectura con Dolores Reyes, que recordaba un poema mío sobre Liniers, una zona que ella conoce. Me preguntaba por qué había escrito sobre un lugar así, en un poemario que se llama A cien cuadras del centro. Y era justamente porque yo me había hecho un amigo que vivía por ahí, y me tuve que quedar en su casa mientras recuperaba una valija extraviada en el aeropuerto. Fue pura coincidencia, no eran cosas tan conscientes.
Luego comenzaste a traducir escritores argentinos, ¿cómo fue ese paso?
En esa época yo no pensaba que iba a volver, ni que Argentina podía convertirse en otro centro gravitacional de mi vida. La gente todavía escribía cartas, y mi manera de mantenerme en contacto fue a través de la traducción. No solamente escribir lo que me estaba pasando, sino también llevar algo de mis amigos y mis amigas para allá, y devolverles algo. Una de mis primeras traducciones fue de Fabián Casas, que en esa época todavía no era tan conocido. Daniel Durand me pasó El salmón. Le parecía que eran buenos poemas para comenzar, pero en realidad son muy complicados de traducir. Son poemas muy pulidos, parecen palabras simples pero no es tan así. Siempre es más difícil traducir algo simple, algo que a primera vista parece fácil. Cuando volví a Argentina, ya habíamos publicado con unos amigos un pequeño fanzine con algunos poemas de El salmón. Y así lo conocí, entregándole la publicación.
¿Qué dificultades encontraste en el pasaje entre estas dos lenguas?
Yo creo que traducir siempre es un reto. Quizás en poesía es más fácil que en prosa, porque el idioma está construido de otra forma; o sea, el verbo en Alemania tiene su posición al final, en realidad. Entonces es muy difícil si, por ejemplo, un escritor como García Márquez hace una frase de cincuenta páginas, como en El otoño del patriarca. Ahí tenés que jugar, tenés que inventar algo. No podés poner el verbo en la página cincuenta porque no se entiende nada. En la poesía, la gramática es más flexible. Podés inventar un estilo más cercano al original. Para traducir poesía, tenés que entender primero las distintas capas del poema, su estructura rítmica, las imágenes, las metáforas, y a la vez el contenido, la escena. Tenés que distinguir si hay ciertas relaciones con la tradición a respetar, o citas. Tenés que desarmar el poema para después recomponerlo. Y tenés que encontrar una voz. Con Fabián, por ejemplo, al final me pasó que lo escuchaba hablándome en alemán. No lo traducía, sino que copiaba lo que estaba diciendo al oído. Con Raimondi no me pasaba eso. Ese es un trabajo duro. Cada poema suyo es como un iceberg. Con un Gambarotta era una cosa más lúdica, porque él hace muchos juegos de palabras que no se pueden reproducir, pero te deja libertad para destruir un poco el lenguaje y combinar las palabras de otra forma.
¿Qué recepción tuvieron todas estas traducciones allá?
Hay una cierta recepción en los canales de poetas o en revistas literarias. Pero, claro, no trasciende mucho eso. Se tradujo, sobre todo, en varios viajes, en invitaciones a festivales o a congresos literarios. Creo que cada una de esas traducciones aporta algo al goteo, pero son procesos muy lentos. Hay cosas que llegan después de muchos años y siempre es bueno que haya una traducción. Una vez vino Mariano Blatt y yo leí la traducción junto a él, un poco tratando de mantener su ritmo. La gente estaba fascinada, aunque no era un público específico de poesía. Pasa también con los festivales de poesía, como Salida al mar y los que aparecieron en distintos países de Latinoamérica, como Poquita fe, en Chile. Son puentes aéreos que se generan a través de traducciones, festivales y antologías, los puentes por los que circulan los poetas y las obras.