Entrevistas

Sebastián Hacher: "Para mí, escribir es una forma de pensar"

Foto de Catalina Bartolomé

“Y hacer cosas con las manos, también”, dirá el autor de Cicuta para los oídos (Eterna Cadencia) en esta entrevista sobre un libro que navega el bordado, la vuelta a la naturaleza y la amenaza del ruido permanente.



Por Valeria Tentoni


 

Cicuta para los oídos es una de las novedades del mes de Eterna Cadencia Editora, junto a los ensayos de Lydia Davis. Su autor, Sebastán Hacher, nació en Ciudadela, provincia de Buenos Aires, en 1976. Es periodista y consultor. Su obra transita la intersección entre crónica, arte y tecnología. Sus libros anteriores son Gauchito Gil (2008), Sangre salada (2011) y Cómo enterrar a un padre desaparecido (2012). Fue jefe de redacción de Infojus Noticias, editor de Cosecha Roja y escribió en Revista Anfibia, Página/12, Soho, entre otros medios. Ganó el primer premio en la Bienal de Arte de Cuenca con Sub Cooperativa, además de los premios del Fondo Metropolitano y del Fondo Nacional de las Artes. En “Inakayal vuelve”, exploró el bordado como una forma de contar historias. Da clases en la Universidad Nacional de las Artes y en la Maestría de Periodismo Narrativo de UNSAM/Revista Anfibia. 

En Cicuta para los oídos, un hombre se escapa del ruido de la ciudad para irse a vivir a una zona de campo en el conurbano. En busca de tranquilidad y de otra forma de habitar el tiempo, que incluye bordados, expediciones botánicas y trabajo con fotografías, sus expectativas se verán atacadas por las fiestas de unos vecinos a todo volumen. “Cicuta para los oídos es, amén de un relato sutil de aprendizaje del Otro, un tratado sobre el silencio y un manual pacifista sobre la convivencia donde hasta los depredadores menores –comadrejas, ratas, hormigas, zorros– son iguales como estrategas ante este joven estudioso que escribe, borda y dibuja lejos de la crudeza sonora de la ciudad”, escribió María Moreno en la contratapa. 

 

¿Cómo apareció este libro y qué sistema hace con la serie de tus obras anteriores? 

En realidad, al principio yo estaba bordado. Venía experimentando con distintos formatos, más bien alejándome del texto. Siempre escribí crónica más clásica, con investigaciones a largo plazo, que pedían mucho estar sobre el terreno. El primer libro fue Gauchito Gil, un libro muy inicial. Son fotos y relatos, circuló muy poco, se agotó enseguida y quedó ahí. El segundo ya es una investigación más clásica y el tercero ya está más salido de la caja. Es un libro de no ficción de crónica periodística, distinto de los anteriores. Tuve algunos amagues de salirme un poco del formato texto, en Sangre salada no casi no pude, no tenía espacio para hacer eso, no tenía recursos. Pero en Cómo enterrar a un padre desaparecido el libro termina con una performance que existió en la vida real. Hay un registro, había un sitio web, había objetos en esa performance. Eso fue creciendo y, en algún momento, empecé una transición. Ahí fue cuando empecé a bordar y a investigar sobre el bordado. Era raro porque yo venía de escribir sobre la violencia, me pasé toda la vida escribiendo sobre derechos humanos, conflictos rurales y violencia policial. Cuando empecé a investigar sobre bordado y entré en un registro completamente diferente. Empecé a bordar y me fui a vivir al campo.  

¿Cuánto tiempo pasaste viviendo en el campo? 

Casi ocho años. En esos años hice un trabajo con las fotos de los sobrevivientes de la conquista del desierto, imágenes de los prisioneros que estuvieron encerrados en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata, que implicó, por un lado, trabajar con una materialidad muy concreta: una fotos, y bordar sobre esas fotos. Pero eso después implicó un trabajo comunitario. Íbamos con distintas comunidades mapuches a lo largo del camino que va de Viedma a Bariloche, el camino que habían hecho esos prisioneros originalmente. Eso me abrió un mundo nuevo. Me dije: el relato es un relato, si yo lo escribo va a tener una repercusión en cierto sector, pero de este modo se terminó convirtiendo en un relato colectivo que explotó, salió de la pantalla y generó un montón de lazos comunitarios que me permitieron a mí a también vincularme con la historia de otra manera. Estuve un mes bordando la foto de Inakayal, un prisionero de la conquista del desierto; fueron muchas horas por día, todos los días, lo que me permitió construir un vínculo con esa imagen. Eso me abrió un mundo nuevo. Empecé a preguntarme cómo contar historias con distintas herramientas, también adentro de las pantallas. Tengo que abrir las historias, me dije. Pensar al libro como medio. Empecé a hacer búsquedas completamente delirantes; por ejemplo, fui a estudiar chocolatería, electrónica, fui a un taller de pintura y dibujo. En algún momento, el relato lo que hizo fue unir un montón de piezas. Entonces está el bordado, están otras indagaciones textiles. Hay una indagación sobre la robótica, una indagación sobre la vida en el campo y demás. O sea, si bien el libro es una ficción, hay un doble fantasmagórico en la vida real de muchas de esas búsquedas del personaje. 

Claro, vos venís de la crónica y este libro está en la colección de novela, ¿cómo transitás ese pasaje como autor?   

Alguien me dijo que todo lo que está entre dos tapas y cuenta una historia, es una novela. Me parece que es un formato que todavía no había explorado y que me divertía mucho intentar. Yo nunca sé si me divierten más los procedimientos que uso para contar historias que la historia en sí misma. Quizás contar una historia es una excusa para estudiar un procedimiento, en el sentido de cómo escribir una novela, cómo se hace un robot, cómo se borda una manta o qué pasa con el sonido. Y es cierto que hay un poco de periodismo todavía en eso de habitar mundos para poder contarlos. Me interesaba un registro que no había trabajado antes. Investigar procedimientos nuevos, que no hice nunca, me parece estimulante.   

La escritura como excusa para aprender, ¿no? 

Aprendés a escribir una novela escribiéndola. Al principio tenía un plan megalómano, el de escribir algo así como Los detectives salvajes del sonido. Tenía una trama mega compleja y demás, pero después fue convirtiéndose en lo que ahora es: una historia que cuenta un año de esa vida en el campo.  

María Moreno, en la contratapa, habla sobre este aspecto de aprendiz que tiene el protagonista. ¿Cómo lo pensaste?  

Hay una cosa que a mí me interesa mucho, el animarse a jugar de adultos. Animarse a hacer cosas. Creo que estamos en un mundo que es muy Instagram, y yo estoy muy metido en eso; o sea, yo laburo con la tecnología, trabajo en pantalla todo el tiempo.  Tengo siete, ocho horas de pantalla por día. Siempre hago cosas mega creativas, pero estoy sentado ahí. El personaje es un espíritu en búsqueda, que para mí está bueno rescatar: el decir “me animo”. Soy un cronista que se anima a crear un libro, punto. Soy un citadino que se anima a vivir en el campo. Soy una persona que se anima a bordar y ni se pregunta por qué borda. Es una búsqueda permanente. Puede ser un poco disperso. A mí hay un artista uruguayo, Dani Umpi, que me encanta. Él aprendió a cantar cantando, aprendió a escribir novelas escribiendo, de chico, y también hace arte contemporáneo. Nunca terminás de atraparlo ni de clasificarlo. Me parece que eso tiene que ver con la obra pero también con una forma de mirar el mundo como un campo de juegos. Y creo que estamos en una cultura donde todo está ligado al resultado.  

Quisiera volver a María Moreno. En el en el epílogo se cuenta que ella fue la última persona en este tiempo en leer el manuscrito. ¿Cómo es tu vínculo con ella? 

María es la persona que más me influyó a nivel de escritura. Llegué a su taller en el 2010. Ya la conocía de antes, del 2001, de la crisis, ella ya estaban en el Centro Cultural Rojas. Fui a su taller, el taller que daba en su casa y al que iban otros periodistas. Por entonces yo ya hacía unos diez años que estaba haciendo periodismo. Y me acuerdo que fue muy potente, me dijo un par de cosas que me partieron la cabeza. Es alguien que me hizo una especie de torniquete, un movimiento que me generó conexiones neuronales nuevas. Me cambió la manera de ver la escritura y de pensar el relato. El primer libro lo empecé a escribir en su taller. Después, cuando empecé a bordar, tuvimos como un acercamiento nuevo, porque yo creo que María, además de ser la gran cronista y una de las grandes intelectuales de la Argentina, es una persona que sabe cómo abrazar lo que se sale de la norma. Para mí fue un poco duro salir del canon del periodismo policial, de la crónica comprometida, porque es lo que se esperaba de mí. El tercer libro que saqué, la tuvo en la última lectura también: me hizo unas pocas marcas que me hicieron laburar un montón, pero estuvieron buenísimas. También di clases con ella, lugares en los que dejó una tradición y de los que después se fue. Con Cicuta para los oídos hice una clínica muy cortita con ella, fui a tomar el té un día y también me dijo tres o cuatro cosas que me partieron la cabeza de vuelta y que me obligaron como a laburar un montón. Yo sentía que sin su bendición no podía publicar un libro nuevo, me siento protegido y en paz por el poder de María. 

¿Cómo fue el trabajo con las imágenes del libro? 

Las imágenes las dibujé yo, son dibujos digitales, hechos en un iPad. Fui al taller de Alejandro Sordi, un muy buen maestro, y con él resolví las ilustraciones, página a página, incluso el armado.  

La naturaleza es uno de los ejes del libro, ¿cómo decidiste incorporarlo? 

La naturaleza me interpela porque viví muchos años en el campo, en el caos real del campo: tuve huertas, animales, lidié con ese mundo. Me interesa mucho la literatura del campo y me interesaba también explorar un costado menos idealizado del campo. Es algo que vengo pensando desde que escribo no ficción, esto de no tener una visión idealizada de las cosas. Hay una cosa de qué lindo vivir en el campo, de que estás todo el día como Heidi cantando, y no es así. Me ha pasado de quedarme empantanado con el auto en medio del barro y que el vecino, con una camioneta, se me cague de risa en la cara. O que haya peleas muy sangrientas entre animales y tener que separarlos. En teoría es un lugar pacífico, así que quería trabajar una visión no idealizada del campo y de las personas que se van a vivir ahí, que se encuentran con un montón de problemas. Entre ellos, los vecinos musicales, los ruidos molestos. 

¿Cuándo te diste cuenta de que podías desarrollar literariamente el tema de los vecinos ruidosos? 

Yo venía trabajando sobre el bordado y había armado material que reflexioanaba sobre esa práctica. A la vez, donde yo vivía, en el campo, había vecinos que ponían música. Además teníamos a diez cuadras la exposición del auto tuneado, hacían un encuentro que se terminaba volviendo una locura. Cuando me invitaron al Filba a leer un texto en una mesa sobre bordados, agarré un decálogo que había escrito y me di cuenta de que era demasiado idealista, hablando de lo que sucede cuando uno entra en comunión bordando con los demás. Lo empecé a mezclar con algunas cosas que me habían pasado, más reales, digamos, y contradictorias. Cuando empecé a tirar de esa cuerda, me di cuenta de que toda mi vida había tenido un tema con el sonido y con el ruido. Me obsesioné y empecé a evitar ese mundo y empecé como a leer un montón al respecto. Al principio no sabía si iba a ser un libro.     

¿Sentís que escribir te permitió procesar las ideas de otra manera? 

Para mí, escribir es una forma de pensar. Y hacer cosas con las manos, también. 

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