Columnas

Rodolfo Walsh en La Plata, 1956

De la serie “Epifanías”
"Como Borges, Rodolfo Walsh amaba el ajedrez y los policiales ingleses, que es la forma literaria del ajedrez". Luis Sagasti registra el momento en que Walsh escucha esa frase definitiva que le hace perder la partida, pero no la lucha.

Por Luis Sagasti.

Cuando descienden de su mundo de hielo inmutable las ideas se llenan de barro y calor y nunca son lo que deberían haber sido (la metafísica tiene esos protocolos). Digamos que una cosa es la partitura y muy otra su ejecución, la jugada perfecta solo funciona en los entrenamientos; igualmente no toda utopía termina en dictadura o administración, nunca es bueno dar crédito blanco a los cínicos. Eso sí, lo que es muy poco frecuente es que quien habita esos desangelados mundos confortables descienda a lo que es cambio, transición, apuro, derrape. Se requiere, claro, no solo una sensibilidad finísima para detectar la menor miguita en una sábana, sino una voluntad excepcional para sacudirla.

Como Borges, Rodolfo Walsh amaba el ajedrez y los policiales ingleses, que es la forma literaria del ajedrez. Junto a Red Scharlat, las Variaciones en rojo (la sangre no es sino un afectado fonema). Como Borges, era antiperonista.

El 9 de junio de 1956, en los basurales de José León Suárez, la a sí misma llamada Revolución Libertadora (uno no debería escribir estas cosas en mayúsculas) ejecuta clandestinamente a doce civiles de la Resistencia Peronista.

Ese mismo año Walsh publica en un tomo su Antología del cuento extraño. Hay dos relatos en los que vale la pena detenerse: La fuente de las flores de durazno, de Tao Yuan Ming, y La puerta en el muro de H.G Welles. En el primero, a un pescador el azar lo lleva a remontar un río, sortear una montaña, atravesar un túnel. Alcanza así una planicie de hombres justos que trabajan en paz y felicidad. El pescador regresa, pero nunca más puede encontrar el camino que lo llevará de nuevo a la fuente. El cuento de Welles es de ejecución más precisa, acaso porque es generoso en su elusión. Tras abrir una puerta verde, un niño vislumbra el paraíso. Toda su vida adulta añoró esa visión y buscó sin suerte esa puerta en cada una de las calles de Londres.

Han transcurrido seis meses de los fusilamientos. Walsh estaba jugando al ajedrez en un bar de La Plata cuando escucha a un parroquiano decir con prudente sigilo: hay un fusilado que vive. El rey blanco cae. Walsh abandona el juego y comienza la lucha. Al principio con dudas y mesuras: después de todo no le es fácil caminar descalzo sobre la arena caliente a quien nunca se quitó los zapatos. En ese sentido, los sucesivos prólogos de Operación Masacre –novela que, caramba, se ha convertido en arquetipo y por lo tanto cualquier adjetivo degrada- dan cuenta de su progresivo e irrefrenable compromiso político.

Walsh fue herido de muerte en una emboscada, en marzo de 1977. No se supo más nada de él. Unos meses antes se había reeditado en cuatro tomos su Antología del cuento extraño.

Hay un desparecido que vive. Busquémoslo en la fuente de las flores de durazno.

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