Prólogos

Rescatan una obra maestra de la literatura antillana

Lluvia y viento sobre Télumée Milagro

Claudia Ramón Schwartzman, traductora de Simone Schwarz-Bart, presenta a la autora y su libro, considerado por la crítica una obra maestra de la literatura antillana en francés, que acaba de publicar Cía. Naviera.  

Por Claudia Ramón Schwartzman. Fuente foto: Radiofrance ©AFP - AFP

 
 
 
 
 
 
 
Habito una herida sagrada
habito ancestros imaginarios
habito una voluntad oscura
habito un largo silencio
habito una sed irremediable
 
Aimé Césaire,
Calendario lagunero 
 
 
 
 
 
 
Si, como sostenía Borges, “la literatura impone su magia por artificios”, la sabiduría literaria de la escritora guadalupeña Simone Schwarz-Bart reside en la manera en que construye la lengua de sus personajes y su mundo, ese mundo de las Antillas vinculado para siempre a la historia del sufrimiento humano que significó la esclavitud y su herencia. 
Muchos años antes de que los reconocidos autores martiniqueños Jean Bernabé, Patrick Chamoiseau y Raphaël Confiant apostaran por una declaración de principios en su famoso manifiesto Elogio de la creolidad (1989), donde planteaban un redescubrimiento de lo creole y una búsqueda de la identidad como respuesta a la asimilación a la cultura europea, en la que el novelista creole tendría como misión ser el “recolector de palabras ancestrales y el jardinero de palabras nuevas”, mucho antes, Simone Schwarz-Bart ejecutó por sí misma, y más allá de cualquier esquema o encasillamiento, su propia versión de la búsqueda de la identidad creole para salir al encuentro de su escritura: escribir en creole y autotraducirse para “pervertir el espíritu de la lengua francesa inoculándole un aliento creole”. No bastaba con nombrar en esa lengua o minar el francés, sino que había que crear un universo propio que era, no obstante, el de sus antepasados.
 
Aunque Simone Brumant (tal su apellido de soltera) nació en 1938 en Charente-Maritime, Nueva Aquitania, Francia, se crio en el archipiélago de Guadalupe. A los tres meses de su nacimiento, sus padres, una profesora con ideas de educación republicana, laica y obligatoria y un militar, ambos guadalupeños, decidieron regresar al territorio francés de ultramar. Su educación comenzó en Pointe-à-Pitre y luego continuó en París y en Dakar, un periplo que une las Antillas con Europa y África, y que se cristalizará más adelante en su imaginario.
 
Pero será el encuentro con André Schwarz-Bart (seudónimo literario de Abraham Szwarcbart) a los 19 años, a la salida del metro en el Barrio Latino de París, la piedra de toque que la colocará del lado de la escritura. André, su “doble”, su “gemelo”, el joven autor judío de 31 años cuya familia había sido asesinada en Auschwitz, acababa de dejar un original de la primera novela francesa sobre la Shoah, Le dernier des justes (El último justo), con la que más tarde ganaría el premio Goncourt. Cuenta la propia Simone que la abordó en creole guadalupeño, lengua que practicaba con autores antillanos a los que frecuentaba y que incluso enseñaba a hijos de emigrados, porque el creole y el interés por esa cultura ya formaban parte del proyecto de André.
 
Se casaron en 1961 cuando él volvió a París para firmar el Manifiesto de los 121 por el derecho a la insumisión en la guerra de Argelia. De esa época, Simone recuerda la admiración por la literatura de Chejov, por la simpleza y, al mismo tiempo, la profundidad de los planteos del autor de El jardín de los cerezos. La pareja compartía su gusto por los autores rusos y a veces jugaban a cambiar los nombres de los personajes, del ruso al creole, la tragedia era la misma, el pueblo ruso, como el antillano, había sido un pueblo humillado. 
 
André la convenció de que empezara a escribir: la realidad del archipiélago era en extremo literaria. Compartió con ella el amor por el idish y su literatura. Sholem Aleijem, Bashevis Singer, Isaac Babel se convirtieron en autores de cabecera para la joven guadalupeña. En definitiva, un shtetl (el típico pueblito judío de Rusia, Galizia, Polonia, Rumania) no era algo tan diferente a esos pueblitos guadalupeños, a esa pequeña familia insular; y la literatura judía en idish era la expresión de un pueblo que también provenía de la esclavitud, de ahí que Simone destaque una y otra vez: “Cuando me encontré con André, me encontré con mi historia. Él estaba en mi pasado, y yo en el suyo. Nos conocemos desde Egipto”.
 
La pareja empezó a escribir a cuatro manos de manera espontánea, natural, cotidiana, escritorio contra escritorio. Producto de esa fusión vio la luz, en 1967, Un plat de porc aux bananes vertes (Un plato de cerdo con plátanos verdes), una historia de deportados antillanos en espejo con la tragedia judía. Muchos años antes de que se presentara al mundo el Elogio de la creolidad, el matrimonio Schwarz-Bart ya se proponía llevar a cabo un gran ciclo novelesco en siete tomos centrado en la historia antillana. En 1972, André sale al ruedo con el primer título, La Mulâtresse Solitude (La mulata Soledad), Premio Jerusalén junto a Le dernier des justes, pero el libro no fue bien recibido por el público antillano, poco receptivo a que un extranjero se ocupara de un personaje fundacional de su historia como la mulata Soledad, ícono de la lucha contra la restitución de la esclavitud en 1802. Producto de la incomprensión de sus coetáneos, André decide dejar de publicar, aunque continuó escribiendo.
 
Desde un presente que, en el mejor de los casos, promueve la diversidad como valor, resulta difícil imaginar a esa pareja conformada por una negra y un judío a finales de la década del cincuenta paseándose por una ciudad impiadosa y dimensionar de qué manera, bajo qué circunstancias ese encuentro literario y vital cambió la historia de la literatura antillana anticipando debates, tensiones, encuentros y desencuentros en torno a cuestiones lingüísticas y políticas. Por un lado, la comunidad judía a la que pertenecía André mostraba su disconformidad con Un plato de cerdo con plátanos verdes y del otro lado, la comunidad antillana no aceptaba su aproximación a La mulata Soledad. Según Simone Schwarz-Bart, este período significó “la travesía del desierto”, el precio por ser un adelantado a su tiempo.
También en 1972, Simone publica Lluvia y viento sobre Télumée Milagro, gestado a partir del duelo por la muerte de una querida amiga, y que un año después recibirá el Gran Premio de las lectoras de la revista Elle. Considerado por la crítica una obra maestra de la literatura antillana, se convertirá rápidamente en bestseller. Sin embargo, el libro sale en plena efervescencia independentista en Guadalupe y bajo el furor de un nacionalismo radical, por lo que algunos sectores censuran con fuerza su éxito en Francia y que no haya sido escrito en creole.
 
En 1979 aparece Ti-Jean l’horizon (Pequeño Jean, el horizonte), escrito al mismo tiempo que Lluvia y viento sobre Télumée Milagro, y recién en 1987, Ton beau capitaine (Tu lindo capitán), una obra de teatro concebida como un monólogo a dos voces sobre el exilio. En 1989 retomaron el trabajo en coautoría con la voluminosa enciclopedia ilustrada en seis tomos Hommage à la femme noire (Homenaje a la mujer negra) para honrar la memoria de las mujeres africanas y antillanas borradas de la historiografía oficial. Simone y André permanecieron en Guadalupe, donde abrieron un negocio de antigüedades (Tim Tim). André murió en septiembre de 2006, pero pudo terminar, gracias a Simone, L’étoile du matin (La estrella de la mañana).
 
Años más tarde y decidida a perpetuar el trabajo compartido con su compañero, Simone publica L’Ancêtre en Solitude (El antepasado en soledad, 2015) y Adieu Bogota (Adiós, Bogotá, 2017).
En septiembre de 2006 fue nombrada Commandeur de l’Ordre des Arts et des Lettres y en 2008 recibió el premio Carbet de la Caraïbe, junto a su marido de manera póstuma. Este último, otorgado por el instituto Tout-Monde, fundado por el poeta martiniqueño Édouard Glissant, representó finalmente un acto de justicia y una revalorización de la obra de ambos por parte de sus pares.
 
En octubre de 2019 apareció Nous n’avons pas vu passer les jours (No vimos pasar los días), donde Simone, acompañada por Yann Plougastel, recorre la historia de la pareja, su obra y sus años de silencio.
 
 
 
El jardín de Télumée
 
Clásico de la literatura antillana en francés, Lluvia y viento sobre Télumée Milagro debería formar parte también de ese corpus de comienzos de novelas latinoamericanas que ya trascienden generaciones, movimientos literarios y persisten en la memoria, al lado del de Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera”. O el de Zama (1956), de Antonio Di Benedetto: “Salí de la ciudad, ribera abajo, al encuentro solitario del barco que aguardaba, sin saber cuándo vendría”. O yendo incluso más atrás, el de La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera: “Antes de que me hubiera apasionado mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia”. Esa misma contundencia que conduce de manera inexorable a querer saberlo todo sobre una voz y su destino inicia el relato de Télumée, la última de las Lougandor: 
 
El país depende muchas veces del corazón del hombre: es diminuto si el corazón es pequeño y enorme si el corazón es grande. Nunca sufrí por la pequeñez de mi país, pero no por eso creo tener un gran corazón. Si tuviera el poder de elegir, sería aquí mismo, en Guadalupe, donde me gustaría renacer, sufrir y morir. No hace tanto que mis antepasados fueron esclavos en esta isla de volcanes, ciclones y mosquitos, de mala mentalidad. Pero no vine a la tierra a sopesar toda la tristeza del mundo. En lugar de eso prefiero soñar, una y otra vez, de pie en mi jardín, como hacen todas las viejas de mi edad, hasta que la muerte me atrape en mi sueño, en la plenitud de mi alegría.
 
Télumée sueña en su jardín y de ese modo activa el vínculo con sus antepasados. El jardín creole, como patrimonio decorativo, alimenticio o medicinal, es un elemento fundamental de la cultura antillana que nos permite vislumbrar una determinada conexión con la naturaleza, en definitiva, con una idea de lo ancestral que incluye el mundo vegetal, una forma de estar en la tierra. Cuenta Simone Schwarz-Bart en una entrevista que su madrina le ofrecía un té de “tierra” de Guadalupe, se lo hacía beber y luego envolvía en un pañuelo la tierra que sobraba y se la ponía en la valija para que no se olvidara de volver ni cuáles eran sus orígenes. Para Simone, el jardín creole es una filosofía, porque no hay diferencia entre las raíces de los hombres y las raíces de los árboles. Ese jardín se conformaba para sus antepasados como un espacio de reunión, les devolvía su humanidad en un medio inhumano, y habitarlo era una manera de vivir juntos y de conservar un legado. En ese marco empieza y termina el relato de Télumée, y esa forma de estar y contar la naturaleza aleja la novela de cualquier tinte de exotismo. 
 
La presencia del creole, que se evidencia de manera diversa, traducido y reelaborado en francés, le imprime al relato un tono absolutamente original, acaso eso que llaman estilo, ya que pone de manifiesto la impronta de la oralidad. La cultura oral y la escritura se funden por medio de refranes, canciones y cuentos; en ocasiones en su total literalidad, y a veces transformados en función de la historia y su música.
Como novela de aprendizaje, el foco está puesto en el vínculo entre una mujer anciana que considera terminada su existencia y una criatura que la devuelve a la vida. El relato de Télumée se va armando sobre sus vivencias pero también sobre el legado recibido, que le dará la sabiduría necesaria para encontrar su “lugar en la tierra”, su “destino de negra, de ya no ser una extranjera sobre la tierra”. 
 
 
Entre cantos ancestrales, cuentos fantásticos ligados a la flora y la fauna locales, creencias, la magia de Man Cia, “una bruja de aquellas”, la novela nos sumerge en el vivo retrato de los habitantes de L’Abandonnée, de Fond-Zombi, del morro La Folie, de La Ramée o de Belle-Feuille, pocos años después de la abolición de la esclavitud; en la tragedia de los descendientes de los esclavos, inmersos en la desesperación y la locura, que buscaban un lugar para vivir. La idea de la fatalidad es inescindible de esos destinos, víctimas de la crueldad colonial que secuestraba seres humanos en África para explotarlos y asesinarlos en América y de la violencia sobre los cuerpos de quienes intentaban revelarse.
 
Sin embargo, entre el mar y la selva, en los ríos y sus piedras planas, esas que sirven para fregar bien la ropa, las Lougandor persisten en su alegría y en su dignidad. Ni el sistema brutal de recolección de la caña de azúcar, ni el desprecio y abuso de los blancos, ni el infortunio que una y otra vez alcanza sus vidas hacen mella en esa fortaleza que las preserva del rumor, del mal amor.
 
Así como el sufrimiento convive con la alegría, en el pequeño mundo de Lluvia y viento sobre Télumée Milagro, la miseria privada, el chisme, la envidia, los celos y el sinsentido que conducen a la desgracia personal conviven con solidaridades sorprendentes, inesperadas y esperanzadoras. Finalmente, en ese pueblo chico de infierno grande, hay una comunidad que reconoce la fortaleza con que se enfrenta la tragedia, como le sucedió a Toussine, la abuela de Télumée, cuya historia de amor y belleza derivó en tragedia familiar y a fuerza de resistencia encontró reparación y un nuevo comienzo ya convertida en la Reina Sin Nombre por su comunidad. El mismo reconocimiento comunitario que se reiterará luego con la propia Télumée, cuando sea víctima de la violencia doméstica y la locura de su antiguo compañero de juegos. 
 
Es que como negra, como mujer, no quedaba más que ser “un verdadero tambor de dos caras”: recibir golpes en la cara superior pero preservar la otra, la que perdurará, como le dijo a Télumée la bruja Man Cia en una visita a su abuela Toussine: “Serás sobre la tierra como una catedral”, firme a pesar de la lluvia y el viento.
 
Por eso la lengua inolvidable de Télumée también está hecha de tambores, que convocan a los vivos y a los muertos, que liberan los miembros del cuerpo; de esos tam tams de sus antepasados africanos donde confluyen todas las heridas en una sola voz. Justamente, la inagotable riqueza de Lluvia y viento sobre Télumée Milagro consiste en que nunca cesa de restituirles la voz a quienes la perdieron.
 
 
 
 
  

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