Ficción

Que se encarguen los cuervos

Por Cynan Jones

Con traducción de Laura Wittner, Chai Editora entrega La tejonera y este es su arranque: una atmósfera inconfundible para el escritor galés, a quien le hicimos las "Nueve preguntas" por acá

Por Cynan Jones. Traducción de Laura Wittner.

 

 

Estacionó en la entrada y apagó las luces. Era una noche opaca y la camioneta se veía de un color raro y ajeno bajo ese cielo. Durante un rato se quedó sentado adentro, cauteloso.

Era la temporada de nacimiento de los corderos y aquí y allá, por el valle plano y en distintos puntos de los cerros, había luces encendidas. Y aunque visto de lejos parecía tratarse de un trabajo comunitario, sabía que cada una de esas granjas se ocupaba de sus propios procesos, procesos que consistían más o menos en lo mismo, pero que en cada zona iluminada se llevaban a cabo en íntimo aislamiento.

Contempló el paisaje y evocó, en cada mancha de luz, las granjas que aceptaban o desaprobaban eso que él hacía. En sus tiempos había cubierto gran parte del área y en su mente se delinearon, borrosas, las formas de los terrenos, y reapareció el nombre de cada una de las propiedades que conocía, como si estuviera repasando constelaciones. Para él era un momento ambivalente: toda esa gente despierta de noche pero a la vez más ocupada y distraída; demasiado concentrada en lo suyo y por lo tanto más dispuesta a dejar pasar los ruidos, a atribuírselos al trabajo de los demás. Más dispuesta a desoír el ladrido lejano de los perros. 

Era un hombre corpulento y hosco. Cuando por fin bajó, la camioneta se elevó un poco, aliviada, como un chico que por un momento cree que van a pegarle. Su presencia tenía algo nocivo y era como si hasta las cosas inanimadas lo percibieran. De algún modo le temían.

Abrió el baúl y la reja de protección repiqueteó contra el vidrio; sacó la bolsa y dejó caer el tejón. Escupió a su lado, sobre el pavimento sucio.

Los perros le habían arrancado la cara y el hocico ensangrentado colgaba de un hilo de piel, casi como si fuera un animal aparte.

Uf, pensó. Que se encarguen los cuervos.

Lo pateó un poco para ablandarlo. De una patada le arrancó la cabeza, que fue a parar al otro lado del camino. El labio superior estaba contraído, como en un gruñido exagerado; algunos de los dientes estaban aplastados sobre la mandíbula inferior y colgaban, sueltos, en las partes que la pala había quebrado para facilitar la tarea de los perros.

No habían tenido dónde cavar un pozo, de modo que habían atado el tejón a un árbol para que los perros lo atacaran; una de las patas traseras estaba despellejada y tenía un corte profundo.

Esto podría ser un problema, pensó. Podría venderme, pero todo lo demás está bien. Las otras heridas eran disimulables.

La panza del tejón estaba desgarrada donde los perros la habían mordisqueado antes de que él lo rematara con la pala.

Messie estuvo bien esta noche, pensó. Bien, persistente.

Las tetas del tejón estaban hinchadas de amamantar y varias de ellas habían sido arrancadas; la piel se pegoteaba con esa mezcla de sangre y leche.

Lástima que no agarramos a las crías, pensó. 

Consideró arrancarle la pata.

Uf, no podría, pensó. No podría desprenderla. De pronto le repugnó la idea de volver a tocar al animal. O de tenerle la menor consideración.

La idea de ocultar lo que había hecho de pronto lo irritó y lo agotó. Había pasado la noche despierto y la caminata, el esfuerzo de cavar y la adrenalina lo cansaron, aunque el cansancio se manifestara solamente como una oleada de ira.

Volvió a la camioneta, que se hundió bajo su peso. Se sacó los guantes y los tiró en el asiento de al lado, cubierto de pelos de perro. Avanzó unos metros por el camino y luego giró en redondo, volvió y pasó por encima del tejón. Después giró otra vez y volvió a hacerlo.

Dejó el motor en marcha, se bajó del vehículo y se paró sobre la hembra. El cráneo había quedado destrozado. Miró la pata que sobresalía como por obra de una carnicería premeditada y antinatural.

Puta, le dijo, y se puso a pisotearla una y otra vez hasta que la línea precisa del alambre se borró de la pata en carne viva.

 

 

 

Artículos relacionados

Los nombres del agua: un cuento de Kij Johnson

China Editora publica Al final de un río de abejas, conjunto de cuentos de la autora estadounidense, ganadora de los premios Hugo y Nebula, entre otros.

Brember: un cuento de Dylan Thomas

Con selección y traducción de Pablo Gianera, Edhasa publica cuentos y poemas selectos del escritor británico. Nos asomamos a una de sus piezas.

Presencia: un cuento de Verónica Raimo

La escritora italiana es la última invitada del año en la residencia MALBA. Compartimos un cuento de su libro La vida es breve, etcétera (Libros del Asteroide): una separación, un hueco en la biblioteca, un ruido extraño para siempre.

Me vienen palabras

Editorial Fiordo renueva su apuesta con la escritora estadounidense Amina Cain y su libro de cuentos Criatura, del que compartimos una de sus piezas.

El horla, un cuento de Guy de Maupassant

Uno de los grandes cuentos de la literatura universal, en su primera versión: Eterna Cadencia Editora publica Idilio y otros cuentos, con selección y traducción de Jorge Fondebrider, un completísimo abordaje del universo del gran escritor francés, discípulo de Fl…

Haber ganado el mundo entero: un cuento de Angélica Gorodischer

Tomado de Casta luna electrónica, otro de los títulos que Seix Barral rescata para la biblioteca Gorodischer.

Un error técnico

Con traducción de Marcelo Cohen, Fiordo publica los cuentos del maestro estadounidense O. Henry en La senda del solitario. Compartimos uno de ellos.

×
Aceptar
×
Seguir comprando
Ver carrito
0 item(s) agregado tu carrito
×
MUTMA
Seguir comprando
Checkout
×
Se va a agregar 1 ítem a tu carrito
¿Es para un colectivo?
No
Aceptar
×
Suscripción Eterna
Suscribite
Y recibí nuestro newsletter semanal con lo mejor del blog, todas las novedades y la agenda de la librería.
SUSCRIBIRSE