Pessoa recorre Bahía Blanca
Nicolás Testoni
Jueves 07 de agosto de 2025
Jorge Consiglio camina por el Parque de Mayo, por las tierras en las que se desbordó el arroyo en la gran inundación, y su memoria le devuelve un poema. Compartimos una de las bitácoras del Filba Bahía Blanca, leída en el Museo Ferrowhite.
Por Jorge Consiglio.
Hay recuerdos que me vuelven seguido a la cabeza. Por ejemplo, la cara de personas queridas que no volví a ver, ciertos episodios de mi vida ⎯sobre todo de la adultez y algunos, muy escasos, de la infancia⎯ o unas pocas lecturas con las que, sin darme del todo cuenta, terminé armando un canon personal. No me refiero al texto completo, palabra por palabra, sino a una especie de síntesis conceptual o, para ser más exacto, cierta atmósfera con la que mi cerebro lo asoció en su momento y, de esta forma, del todo caprichosa, lo preservó.
El jueves 31 de julio fuimos con Alejandra Kamiya, Agustín Rodríguez y Luis Sagasti al Parque de Mayo, que es una de las zonas más afectadas por el desborde del canal Maldonado y el arroyo Napostá. Ni bien empezamos a caminar, me vino a la memoria parte de un poema de Álvaro de Campos, uno de los heterónimos de Pessoa, y me quedó flotando en el ánimo, como un clima, hasta que, más tarde, en mi habitación del hotel, lo encontré en internet.
Se los leo. Dice:
Al fin la mejor manera de viajar es sentir.
Sentirlo todo de todas las maneras.
Sentirlo todo excesivamente,
porque todas las cosas son, en verdad, excesivas,
y toda realidad es un exceso, una violencia,
una alucinación extremadamente nítida
que vivimos todos en común con la furia de las almas,
el centro que tienden las extrañas fuerzas centrífugas
que son las psiques humanas en su armonía de sentidos.
La asociación que hice, creo ⎯nunca estoy del todo seguro de cuál es el motor de una remembranza⎯ tiene que ver con esa cuestión excesiva a la que alude el texto. Caminamos por el parque y vimos los destrozos que produjo el agua. El exceso, el desmadre, el descontrol, la desmesura, la exuberancia. Agustín y Luis, que funcionaron de guías, nos mostraron las huellas que dejó el desastre. Un biguá, el único en mil kilómetros a la redonda, igual de remoto que un pterodáctilo, extendía las alas detenido, perfectamente detenido, en un promontorio en medio del cauce del Napostá. Los carritos que venden cubanitos con dulce de leche estaban todos cerrados. Los negocios abiertos eran unos bares/pizzerías muy funcionales, pero menos encantadores que los chiringuitos que había antes, al decir de Agustín. Pocos árboles, casi ninguno. Todos arrancados por el viento y el agua. Todos perdidos. Todos ausentes. Pero nosotros, los cuatro que estábamos ahí, sabemos muy bien, aunque casi siempre lo olvidamos, que la ausencia es una presencia, una de las más fuertes. Y ahí nos quedamos con la falta de los árboles, o, más precisamente, con lo que nos remitió esa falta. La tierra estaba removida como por una pala mecánica. Tierra revuelta, mezclada con escombros, abierta a la fuerza en profundos socavones. El encofrado que contiene el Maldonado estaba quebrado, literalmente hecho pedazos. Buena expresión: hecho pedazos. Definitivamente el lenguaje normativiza, aplica su sintaxis a las cosas.
Agustín contó que cotorras y loros barranqueros hicieron sus nidos en las grietas. Un puente amarillo unía dos extremos, como suele ocurrir con los puentes, pero este parecía no unir nada o, mejor, unía una nada con otra. La isla artificial permanecía con una inmutabilidad extraordinaria. Estaba fijada en algo anterior a ella misma, como si se función fuera remedar otra época, otro momento de Bahía Blanca, otro momento de la Argentina. A veces, las cosas más simples se vuelven extravagantes y eso nos ocurrió con esa isla artificial. Sin dejar de ser la que era empezó a ser otra. Fue evidente para los cuatro. Sagasti, por ejemplo, recordó el momento en el que Francis Ford Coppola la usó como escenario para su película Apocalypse now. Y Alejandra Kamiya asoció el lugar al episodio en que el personaje que encarna Klaus Kinski va en una barca a la deriva rodeado de monos en la película Aguirre, la ira de Dios. La realidad y el exceso, como en el poema de Álvaro de Campos.
Cada cosa que registramos esa mañana, la del 31 de julio de 2025, se presentó como una alucinación extremadamente nítida, como una alteración que escondía una violencia, que funcionaba como su respaldo, como su aval. La tragedia nos impuso un nuevo sistema de causas y efectos. De alguna manera, la desgracia (con su cuantioso saldo de muertos y de pérdidas económicas, con su maldad injustificada y sus cadenas solidarias) alteró la escena para siempre; es decir, estableció un nuevo sistema simbólico. La tragedia, es obvio para todos, alteró el tiempo en Bahía Blanca: Macelo Díaz dijo ayer en una charla que, por momentos, no sabía bien si la inundación había ocurrido ayer o hace décadas. La zona es más, y menos, luego del desastre. El paisaje se encrespó, ganó intensidad. Cada piedra, cada yuyo, cada hormiga, cada residuo plástico es más de lo que era antes. Como en los paisajes de las novelas de Ballard, en la ribera del Napostá, ahora, resuena un vacío, que, valga la contradicción, es una certidumbre, una evidencia, a todas luces, una verdad.