Columnas

Para una tumba con nombre

Foto: Alejandra López

Martín Kohan escribe sobre la demolición de la casa de Borges, en Buenos Aires.




Por Martín Kohan




 

Para María Elena Fonsalido 


A la remota demolición de la casa de Borges, nada especial en una ciudad tan demoledora como Buenos Aires, vino a agregarse, años después, el cambio del nombre de la calle de esa casa, lo que tampoco es especial en una ciudad tan dada a los cambios de nombre. El asunto, como ya se señaló más de una vez, es que al quitar el nombre “Serrano”, quedó afectado por lo pronto cierto verso consabido de un famoso poema borgeano, pues la manzana real que designaban (Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga) en los hechos ya no existía más. Aquello de la cosa y el nombre de la cosa (aquello de la rosa y el nombre de la rosa) estaba sin dudas de por medio, pero en definitiva lo que sucedió es que el gesto referencial de Borges se quedó sin referente, o la designación sin objeto. Y dado el caso, no tan usual en él, de remitirse de forma directa a una determinada realidad efectivamente existente, es curioso que haya sido la realidad la que entonces se tornó elusiva, la que se sustrajo y se desvaneció y traspasó a la irrealidad. 

Ahora bien, si el nombre “Serrano” se quitó, en su momento, no fue sino para poner en su lugar el de “Jorge Luis Borges”. Un homenaje, claro, un homenaje. Con lo cual podría decirse que pasaba en las calles de Buenos Aires lo que largamente había estado pasando en la literatura argentina: que los homenajes al autor relegaban en cierto modo su obra, que los ritos de la veneración personal prevalecían en algún sentido sobre la más cercana y concreta lectura de los textos. El verso del poema quedaba en cierto modo dañado, o cuanto menos disminuido en su intención original, bajo el propósito algo solemne de rendir culto a su autor. 

El autor, el nombre del autor (ahí donde, siguiendo lo planteado por Michel Foucault, el autor no es sino una función-autor y se sostiene en buena medida en el nombre), cobró una intensidad especial, dado que la persona (el ser de ese nombre) ya no estaba, no existía: Borges ya se había muerto. Se había muerto, es decir ausentado, ausentado y para siempre; pero se había asegurado además agregarle ausencia a esa ausencia, reforzar con otra falta la primera inexorable falta: se aseguró morir y quedar enterrado en Ginebra. Que su cuerpo no estuviera acá, que sus restos faltaran acá, que quedara solamente el nombre. 

Las razones personales (Ginebra fue la ciudad de su adolescencia, de sus estudios, de sus años felices) corren obviamente por su cuenta. Para nosotros, sus lectores, Ginebra significa distancia, Suiza es casi una abstracción (como lo es la muerte misma, sobre todo si se le quita el cuerpo). Lo que en la propia Ginebra un eventual visitante acaso sienta, más allá de lo que ese lugar impacta, es cierto aire de sobriedad, su virtud de discreción. Y otro tanto llega a ocurrir con el propio Cementerio de los Reyes; aunque central, aunque importante, es sobrio y es discreto. Y todo eso alcanza sin dudas la piedra erguida de la tumba de Borges, la envuelve claramente, le imprime su carácter. En esa piedra hay una leyenda inscripta en inglés antiguo, ilegible o incomprensible por definición para el lego; y además, por supuesto, el nombre esperado del muerto. Al visitante de ocasión ese nombre lo hará pensar ante todo en el muerto de esa tumba, en el escritor de esos restos mortales. Pero también, además, por qué no, en el nombre de una calle de cierto barrio de Buenos Aires, a cuyo fervor por añoranza se entregará, por razones literarias justamente. 

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