Ensayos

Miguel Briante: el genio precoz

Por Marco Andrés Quelas

A los 17 años, un jurado de notables premia su cuento "Kincón". A los 20 publica Las hamacas voladoras, su primer libro de cuentos, y a los 24, los relatos de Hombre en la orilla. Una conversación con su hermana y ante sus cuadernos, que conserva, revela el origen de la escritura en el escritor, periodista y guionista argentino, fallecido en 1995.

Por Marco Andrés Quelas.

 

Cuenta María Cristina, la hermana de Miguel Briante, que cuando él cursaba 4° año del secundario, su profesor de literatura de la escuela técnica donde estudiaba se le acercó y le dijo: ¿vos qué hacés acá, pibe? Como si se tratara de una escena inaugural: alguien que reparaba en él, que confiaba en él, que reconocía sus condiciones -y sabía que allí las estaba desperdiciando-, lo advierte para que se vaya, para que salga al mundo a probar suerte. Era, como dijo alguna vez Toni Morrison, “alguien que le daba permiso” para escribir, que lo estimulaba para desplegar su talento. La mirada de otro que lee y aprueba, la mirada del lector, quizá del que por un momento se pone en el lugar del padre.

A los 17 años, un jurado de notables premia su cuento "Kincón". A los 20 publica Las hamacas voladoras, su primer libro de cuentos, y a los 24, los relatos de Hombre en la orilla.

Sorprende encontrar en esos libros una voz y un estilo tan maduros siendo Briante tan joven. Sorprende el hallazgo, en sus historias, de un territorio bien definido, un territorio que se corresponde con su General Belgrano natal, acaso deformado o amplificado por las voces que lo narran, por las voces mediante las cuales ese territorio existe, las que le dan entidad.

Acaso la pasión por contar le venía a Briante de su abuela materna, María Josefa Penacorveira, a quien Miguel le pedía una y otra vez que le relatara historias de su Asturias natal. Después él pondría lo suyo, como cuando en los carnavales de pueblo se dedicaba a observar a la gente con obsesión de entomólogo. Con esa mirada daría forma a personajes inolvidables como el policía negro de Kincón, que en la novela homónima se despacha con un largo monólogo que abre la historia con un tono enfático, compadrito: “Yo me llamo Bentos Márquez Sesmeao y estoy acostumbrado a morir”.

A los 16 años ya había leído a Borges y su influjo se notaba en los textos que escribía: concisión y control, y el adjetivo preciso, o simplemente el sustantivo que bastaba. A temprana edad también había leído a Joyce, Faulkner y Rulfo, a quien más tarde, en su faceta de periodista, le haría una entrevista memorable.

Parece que la precocidad era su manera de estar en el mundo: su hermana recuerda que escribía bien desde chico, donde ganaba revistas Billiken en los concursos escolares de la Escuela 9.

Uno de los aspectos más atractivos de sus textos es ver retratado su pueblo natal. Escenas, anécdotas, situaciones que solo pueden ocurrir en ese territorio que aparece casi como un personaje más en sus relatos. Algunas de estas escenas insólitas son el reflejo de lo que le ocurría a él en su vida diaria, como cuando un vecino de General Belgrano lo acusó de robarle una chancha y él tuvo que salir de la casa con sus amigos y demostrarle, exhibiendo la anatomía del animal, que en realidad se trataba de un chancho lo que estaban por asar. Su hermana refiere que “lo que Miguel contaba lo había vivido”, que las ficciones de Miguel se apoyaban en algo que en realidad había pasado y él recuperaba mediante las palabras adecuadas.

El laconismo es un rasgo de muchos de los personajes de Briante, como si a esos seres lastimados por la vida les faltara algo o hubieran perdido algo y estuvieran en trámite de encontrarlo. El mismo Briante era muy tímido, muy “metido para adentro”; solitario, y esa condición de orfandad, de estar solo en el mundo, se refleja en muchas de sus criaturas.

Los personajes de Briante llevan cicatrices, marcas que la vida les hizo, como si en cada ficción reviviera lo que le pasó a los 12 años, cuando un caballo lo tiró sobre un alambrado de púas y le dejó marcas en la cara que más tarde el tiempo fue suavizando. Dicen que escribió poco, pero tres libros de relatos y una novela bastan para mostrar su calidad de escritor.

Un detalle casi secreto: tenía otra novela escrita, casi completa, que una tarde se le esfumó de la computadora. Más allá de ese descuido, era minucioso para escribir sus ficciones. Su hermana guarda uno de sus cuadernos de apuntes donde se leen notas detalladas de algunas escenas de “Habrá que matar los perros”, un cuento de tintes faulknerianos que es también uno de sus mejores cuentos. Hay elementos que se repiten como un mantra en las narraciones de Briante –el sol, el verano, el río– y personajes y situaciones que vuelven, como si cada relato estuviera conectado con los otros de manera subterránea, orgánica, como un rizoma que se expande y da vida a la misma planta. Y esa forma de narrar, esas voces que se dejan oír como el murmullo del viento entre los árboles, recuperan historias que de otra manera se hubieran perdido, como se pierde una piedra que se arroja al río.

En lo que dicen esas voces, pero sobre todo en lo que callan, se juega la verdadera historia, la historia secreta de cada ficción de Briante que –acaso como un detective, acaso como un fisgón– debe descubrir el agradecido lector de sus páginas.

 

 

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