Columnas

Menos que nada

Sobre Charapo, de Pablo D. Sheng

"La literatura, para realmente reventar la mirada de la sociedad desde la que ha sido producida, debería ubicarse a la contra, pero no ya del poder institucionalizado, sino de sus discursos, de sus conceptos, de su sintaxis, de su léxico, del mismo acto de una escritura literaria".

Por Antonio Jiménez Morato.

En Pueblos expuestos, pueblos figurantes, Didi-Huberman repasa con mucha inteligencia el modo en que las producciones artísticas representan a los pueblos desde la mirada dominante. Unas veces su presencia se debe a la voluntad de dar color, de ofrecer un fresco social más o menos complejo, otras son usados como excusa para trazar reivindicaciones sociales más o menos asumibles por parte de la sociedad que debe leer el libro. Un texto literario se somete, siempre, al horizonte de expectativas de sus lectores ideales, no cuestiona ni su vocabulario ni su retórica, no puede, por tanto, plantearse como revolucionario, sino apenas como campo de lucha social, escenario de reclamaciones, como mucho pataleo. La literatura, para realmente reventar la mirada de la sociedad desde la que ha sido producida, debería ubicarse a la contra, pero no ya del poder institucionalizado, sino de sus discursos, de sus conceptos, de su sintaxis, de su léxico, del mismo acto de una escritura literaria. Obviamente eso constriñe mucho la creación literaria, y al mismo tiempo obliga a repensar la misma idea de una escritura revolucionaria. Como mucho, acaso, pueda hablarse de una literatura comprometida. La pregunta lógica queda pendiente: ¿comprometida cómo, con quién? 

Todos estos pensamientos vienen a la cabeza mientras uno transita por Charapo (Editorial Cuneta) la novela con la que inaugura su trayectoria literaria Pablo D. Sheng, un autor muy joven, de apenas veintiún años que ha decidido ocultar su verdadero nombre bajo ese seudónimo que suena indefectiblemente oriental. En realidad, resulta muy paradójico que haya elegido ese nom de plume para hablar del Extremo occidente, en concreto da las vidas de los emigrantes peruanos en Chile, en el Santiago que funge hoy en toda Latinoamérica como epítome del capitalismo más voraz y ¿exitoso? al que se recurre para vender las excelencias del ultraliberalismo a un continente que ha sido, lógicamente, muy poco receptivo a ellas a lo largo de la Historia. Sheng elige una historia que podría ser, en sí, la sinécdoque del pasado de la región: emigrantes pobres que terminan trabajando en un régimen de esclavitud más o menos explícito y que no terminan de enraizar en el país de acogida. Aunque, acaso, obedeciendo a esa estética de la que hablé al inicio de este texto, hubiera que desactivar los clichés, «país de acogida», siendo más ajustado y explícito con los hechos que ocurren, y hablar así de «país de cogida», o, incluso, «país que te coge» o «cogido por el país». 

Charapo es una novela marginal, escorada, incómoda por momentos, donde se retrata el Santiago que olvidan las guías turísticas. Frente a la ciudad de centros comerciales lujosos y fotogénicos opone la de las galerías prostibularias del centro histórico; a las exitosas empresas que operan desde las torres acristaladas de Providencia los talleres clandestinos en los que malviven los inmigrantes, en numerosas ocasiones explotados por oleadas anteriores que supieron ya leer la voracidad especulativa y se transformaron en eficientes vehículos para su éxito; a las lujosas viviendas de Las Condes o Vitacura, entre las que tan agradable resulta pasear bajo el sol que sale tras la cordillera, contrapone los callejones infectos de los alrededores de la Plaza de Armas y la ribera del Mapocho, oscuros y perpetuamente helados. Pablo D. Sheng ha acertado a poner ante el lector un Chile insospechado. Apenas intuido no porque no sea visible, sino porque no se ha querido mirar hacia él. Y es eso lo que resulta más llamativo, más valiente de la propuesta del joven autor, haber sabido desvelar esa zona umbría, internarse en ella con la osadía del que no quiere aún plegarse por completo a la idea de lo que es la literatura que emanan editoriales multinacionales, aulas académicas y suplementos culturales. Frente a la hiperprofesionalizada industria editorial chilena, frente a la maquinaria engrasada para doblegar la voluntad más o menos rupturista o socavadora del acto de la escritura (llama la atención que mientras en México haya sido el sostenimiento del artista mediante instituciones públicas en Chile el tardocapitalismo haya orquestado una eficientísima serie de labores crematísticas relacionadas con la escritura que permiten ganarse la vida sin inquietar a la burguesía, sino todo lo más entretenerla), Sheng entrega un puñetazo en el vientre, un libro que no termina de ser una novela –por fortuna–, ya que huye voluntariamente de los clichés del género –tal y como se dictan desde esos tres instrumentos coercitivos ya nombrados: la industria editorial, la academia y la prensa– y que traza una mirada sesgada de la sociedad chilena y, por extensión, la peruana. 

No ya una novela de los que no importan, que sería una interpretación válida para hablar de este libro, sino una novela de los que no se importan. Es ahí donde radica la más osada afirmación del  texto. No ya en que, como podía desprenderse de lo hasta ahora dicho, Sheng se aventure a incomodar a la burguesía con la pintura de unos seres que se mueven por las calles de la capital chilena sin que a nadie importen. No, lo más desgarrador es que cada vez que el protagonista habla de su familia, de sus intentos de hablar con su hija, de las mismas enfermedades que va sufriendo a medida que la trama avanza, del hecho de que parece caer, él mismo, en la putrefacción, no pareciera importarle demasiado. Lo más impactante de la mirada que se despliega en Charapo es que ha sabido cartografiar las filtraciones del pensamiento de los privilegiados sobre el de los subalternos. Los primeros que vehiculan el pensamiento hegemónico son los que uno esperaría que lo cuestionasen. No es ni siquiera necesario que el poder, desde cualquiera de sus instancias, haga sentir lo irrelevante de la existencia de esos seres para la sociedad. Ellos mismos se valen por sí solos para quitarse de en medio, para negarse toda voz, toda mirada, toda voluntad. Ese charapo, que en Perú era un hombre de la selva, pasa en Santiago a no ser nada, carne apenas, un bracero visto como herramienta, algo que difícilmente puede ser visto como una persona. 

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